Un amor entre dos mundos

Las fábulas eternas de una mente inmaculada Por Samuel Sebastian

La construcción de las fábulas es algo tan antiguo como la propia existencia del ser humano. Antes de la invención de la escritura, cuando los primeros homo sapiens se sentaban alrededor del fuego, necesitaban oír alguna historia que les emocionara, que les sirviera de estímulo o simplemente que les distrajera de las preocupaciones cotidianas. Los contadores de historias se convirtieron en un oficio muy apreciado ya que no solo eran las personas que distraían a toda la comunidad sino que, además, eran los depositarios de una gran cantidad de conocimientos de todo el grupo. Prepararse para ser un contador de historias era una tarea muy ardua y la pérdida de un contador de historias, sobre todo si sus sucesores no estaban lo suficientemente preparados, era una tragedia para todo el grupo, se podían perder decenas de historias que habían emocionado a una gran cantidad de generaciones. Sabemos que uno de los puntos culminantes de estos contadores de historias fueron los rapsodas griegos que nunca creyeron en el desarrollo de la escritura: fijar los contenidos de una historia le hacía perder todo su encanto y a nadie le podría interesar conocer una historia de una forma tan fría y abstracta cuando podía vivirla a través de las palabras y la gesticulación emocionada de un rapsoda.

Pero lo más curioso es que una gran parte de estos relatos orales tienen sus equivalencias entre diferentes culturas que, en principio, no han tenido contacto entre sí. Sea porque en algún momento un contador de cuentos conoció historias ajenas a su cultura y las adaptó para que la entendieran los habitantes de su comunidad, sea porque  realmente estos relatos contenían las preocupaciones propias de la naturaleza humana, estas historias han ido evolucionando en todas las culturas, adaptándose a nuevos tiempos y gustos pero muchas veces sin perder su esencia. Así, las historias que han tenido en una cultura, muchas veces se replican en otra con un éxito similar, un hecho que inspiró a la antropóloga Laura Bohannan en los años sesenta a explicar el argumento de Hamlet a una tribu centroafricana y cuya interpretación sorprendió a la misma antropológa y quedó recogida en su artículo Shakespeare en la selva. Recientemente, esta fascinación por las conexiones entre las historias a lo largo del espacio y del tiempo es la que ha empujado a los hermanos Wachowski y a Tom Tykwer a realizar El atlas de las nubes (Cloud Atlas, 2012), película excesiva y pretenciosa, pero que mantiene gran parte de su interés gracias a su poderosa narrativa, que voluntariamente evita el cuento tradicional, y su reflexión en torno a la condición humana.

Un amor entre dos mundos

No ha evitado Juan Diego Solanas, más bien al contrario, la forma del cuento tradicional. Un amor entre dos mundos recoge una serie de referencias ya existentes y las agrupa en torno a un relato que nos resultará bien conocido: la historia de amor entre la princesa de clase alta y el humilde trabajador de clase baja que envuelve una historia que quiere ser preciosista en cada fotograma, de principio a fin, olvidando que la belleza también puede encontrarse en la narración en sí misma o en la palabra o en la forma de explicar la historia. Sin esconder cuáles son sus ingredientes, el director mezcla sin ningún pudor Metrópolis (Fritz Lang, 1927), Brazil (Terry Gilliam, 1985) y Gattaca (Andrew Niccol, 1997) en un cóctel servido por Walt Disney. ¿Alguien da más?

En cualquier caso, la parte que peor se sostiene de la película es la inicial, en el que se explica e incluso se justifica de manera científica (!!!) cómo pueden coexistir dos mundos paralelos, uno sobre otro, sin más interacción entre ellos que el hecho de que los objetos y seres de cada uno de los mundos es atraído por la gravedad de su propio mundo y no por la del otro y pasándose por el forro las mínimas nociones de física y astronomía, como por ejemplo, los puntos de Lagrange. Sin duda, este error es el que marca en gran parte el desarrollo de la película. Tradicionalmente consideramos que las películas de fantasía como aquellas basadas en narraciones imposibles o que suceden en lugares irreales o que no se basan en la lógica común mientras que las de ciencia-ficción sí están basadas en una cierta lógica científica, más o menos justificada y que, al menos en parte, sí se ajustarían a una realidad física. Esta separación, aunque es limitada y simplista, es muy útil a la hora de desarrollar una película. Volviendo a las películas citadas, Brazil es una fantasía distópica mientras que Gattaca, por su abundante descripción del desarrollo tecnológico y su aplicación a la vida diaria, pertenecería a la ciencia ficción. Un amor entre dos mundos desde el principio toma el camino equivocado, justificar científicamente lo imposible y además hacerlo de manera absoluta, cuando la habilidad de las buenas películas fantásticas es la de ir explicando las reglas de la narración a medida que esta se desarrolla y hacerlas así verosímiles.

Un amor entre dos mundos 2

El otro lastre que condiciona la película es su propio punto de partida: la historia de amor de los dos protagonistas está explicada como un edulcorado cuento infantil, lo cual se acentúa por la poco desventurada interpretación de los dos protagonistas. La historia no deja de ser la misma que en Metrópolis de Fritz Lang en la que una persona de la «parte de arriba» se enamora de otra de «la parte de abajo», incluso más de un pasaje remite al clásico alemán, pero la fascinación que causaba el filme de Lang, al combinar una narrativa sólida junto con unas imágenes y una puesta en escena desbordantes, queda completamente diluida en la película de Solanas: la narración queda diluida en un océano de belleza impostada y maximizada por unos efectos especiales más efectistas que efectivos.

Así Un amor entre dos mundos, en lugar de actualizar los relatos tradicionales (como sí hizo Lang en su momento), los fosiliza mediante una serie de clichés que hacen perder cualquier mínima capacidad de sorpresa para el espectador.

No es la primera vez que un director que pretende entrar por la puerta grande en Hollywood desde la periferia lo hace, ya sucedió recientemente con Amenábar en Ágora y Bayona con Lo imposible, directores que parecen buscarse el favor del público americano medio a base de transmitir una sensibilidad afectada, junto con una serie de arquetipos infantilizados y, sobre todo, una visión inmaculada de la existencia. En el caso de esta película, resulta increíble que no se haga apenas ninguna referencia política al gobierno político de los dos planetas ni se señale por qué uno es rico y el otro pobre ni siquiera se reflexione en torno a por qué «los de arriba» son los ricos y «los de abajo» los pobres, porque dependiendo del punto de vista, estos conceptos se pueden invertir.

Por cierto, al final, por hilarante que parezca, hay un guiño a La historia interminable (Die unendliche Geschichte, Wolfgang Petersen, 1984) pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

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