Un amor intranquilo
No puedo prometerte que me curaré Por Raúl Álvarez
Resulta sorprendente que una película tan bien centrada como esta –clara, coherente y concisa, sin apenas atonalidades o desvanecimientos– haya sido escrita nada menos que por ocho guionistas; entre ellos, su propio director, Joachim Lafosse, un fijo del circuito festivalero de España cada vez que estrena nuevo filme. En su momento pudimos ver de manera regular Los caballeros blancos (Les chevaliers blancs, 2015), Después de nosotros (L’économie du couple, 2016) y Continuar (Continuer, 2018), y el año pasado, tras su estreno en Cannes, sucedió lo mismo con Un amor intranquilo, que acaso sea su trabajo más redondo hasta la fecha. Se podrían esgrimir varios argumentos evidentes a su favor, caso de la precisión formal de la puesta en escena, la solidez de las interpretaciones o la progresión in crescendo del tempo narrativo. Sin embargo, lo que creo convierte esta película en materia incandescente es la capacidad de Lafosse para perfilar unos personajes de naturaleza intrínsecamente cubista. Vemos a un tiempo lo que fueron, son y serán, reflejados en una superficie, las imágenes del filme, que saltan en añicos en cada escena.
Esta labor simultánea de construcción y deconstrucción dramática empezó posiblemente con la decisión de reunir a tantos guionistas, de tal manera que cada uno aportara un matiz distinto a ese matrimonio en crisis formado por Leïla (Leïla Bekhti) y Damien (Damien Bonnard), restauradora ella y pintor él, que viven con su único hijo en una agradable casa de campo junto al mar en Bélgica. Lafosse compone y recompone cada fragmento de sus caracteres con las dosis justas de ternura y piedad –también de miedo e impotencia– y las concreta cinematográficamente, más allá de lo literario, en una doble dimensión alegórica relativa a los oficios de su pareja protagonista. Por una parte, tanto la obsesión de Damien por la pintura –no parece casual que cultive un estilo a medio camino entre el cubismo y el expresionismo abstracto– como la de Leïla por la reparación de muebles viejos y antigüedades funcionan como metáfora, un tanto obvia, de su comportamiento compulsivo. Y por otra, menos evidente, cuando se revela la bipolaridad de Damien, como mecanismos inconscientes de (auto)control y salvaguarda de la familia.
Un amor intranquilo destaca entre otras propuestas que han representado esta u otras patologías mentales precisamente porque abandona pronto la sintaxis didáctico-emotiva, y, por lo tanto, proclive a victimizar a los enfermos y sus seres queridos, en favor de un discurso analítico-poético, más atento al cómo se desarrolla una enfermedad y qué actitud cabe adoptar ante ella, que al porqué le toca sufrir a alguien y qué actitud se debe tomar frente a dicho padecimiento. Leïla y Damien hacen lo que pueden cuando por enésima los sacude la marejada, y ni su amor cómplice ni su historia común valen de nada frente al deseo por ambas partes de vivir sin resistencias. Donde un filme mediocre o simplemente convencional habría destilado sacrificio, pena y resignación, Lafosse, aun sin renunciar a ninguna de estas emociones, opta por la expresión de un instinto tan primario como es la supervivencia; el derecho a decir ‘basta’ cuando las circunstancias nos ahogan.
Esta aproximación le permite al director sortear las trampas sentimentales comunes en esta clase de películas. Leïla y Damien, o, en ocasiones también, su hijo, no lloran para que lloremos con ellos, ni se gritan para advertirnos sobre la tragedia que supone romper la estabilidad familiar. Lo que pretende Lafosse es motivar una reflexión realista, por dura, sobre la volatilidad de todo enfermo mental y los corrimientos de tierra que esta difícil condición provoca en su entorno. Un amor intranquilo dialoga en este aspecto con la obra de su compatriota André Delvaux y con trabajos puntuales del francés Arnaud Desplechin. También es, casi por destino genético, un filme-evidencia de la vigencia narrativa de la in media res, tan cara a la escuela literaria francófona de mediados del XX y que tanto influyó en el desarrollo de los nuevos cines en esta parte de Europa.
Sea o no a estas alturas un automatismo, lo cierto es que esta estructura ofrece a relatos como este una impresión fragmentaria en la que no tiene sentido hablar de principio ni de final. Es el territorio romancero de Rohmer, una geografía dramática y formalmente abierta por la que desfilan las vivencias puntuales de unos personajes en un momento concreto. Se comprende de donde vienen y adonde van Leïa y Damien como pareja; se aprecia, por ejemplo, en las magníficas escenas que sellan sus continuas reconciliaciones. Sin embargo, lo sustancial de su tragedia reside ‘durante el amor’, ese tiempo a la vez palpable e inmaterial que día a día lamina las relaciones afectivas hasta reducirlas a un suspiro y un reflejo. Si el uno es compartido y el otro auténtico, ninguno forzado por las circunstancias, el interés o la conveniencia ciega, aguarda la eternidad. El más ligero desequilibrio, por el contrario, agrieta y separa los caminos hasta un improbable nuevo encuentro. O, peor, una rendición.
En la memorable escena final, Lafosse visualiza la ruptura de esta tensión con un travelling hacia atrás que pone distancia ¿definitivamente? entre el espacio autónomo de Leïa y el de Damien. A ella, al volante de su coche, epítome de su necesidad de tenerlo todo bajo control, no le bastan ya las incertidumbres conjugadas en forma de promesas por Damien. A él, listo para navegar en barco por el lago, metáfora de su espíritu libre y pertinaz, no le bastan tampoco las promesas conjugadas en forma de incertidumbres por Leïla. Después de todo, resulta que la pintora es ella –una tumba para cada idea– y él, un restaurador–una vida para cada idea–. Viento, arena, agua y luz; cada caricia ocupa su lugar exacto en la última imagen de esta formidable película. ¿Por qué ya no me miras? Quizá porque te miras tú sola. ¿Por qué ya no me cuidas? Quizá porque tú nunca has cuidado de ti mismo. Esto no era ‘locura’, era desamor.