Un amour de jeunesse
Piedra sobre piedra Por Manu Argüelles
"Tira otra piedra que has de ayudar,
piedra sobre piedra he de levantar,
el níquel que frene el brío de su amor."
Cuando François Truffaut comentaba en 1957 que las películas del mañana serán actos de amor, en caso de seguir vivo, se hubiese alegrado al haber visto Un amour de jeunesse, porque aquel pronóstico lo hubiese visto cumplido con la autobiográfica tercera película de Mia Hansen-Løve. Ya sabemos que ésta en concreto, aparte de consagrar definitivamente su autoría, supone el cierre de un ciclo, dado que ya se encuentra inmersa en un drama en dos partes sobre la escena house de la Francia de los años 90.
Un amour de jeunesse es una suite sobre el primer amor, con claras marcas de enunciación en primera persona, estableciendo un honesto, puro y sincero ejercicio de comunicación personal entre la realizadora y su espectador. No es necesario que Mia Hansen-Løve nos confirme cuánto hay de implicación en la historia de amor entre Camille (una Lola Créton plenamente convincente en los diferentes pasos evolutivos que vive el personaje femenino) y Sullivan (un personaje “ausente” acertadamente interpretado por Sebastian Urzendowsky).
A poco que estemos receptivos ante los diferentes elementos plenamente estimulantes del film, percibiremos que es una historia fruto de la memoria. A ella alude explícitamente Lorenz (Magne Håvard Brekke), el que será profesor de arquitectura y posterior amante de Camille. Para él, en su clase donde reflexiona sobre la luz en la arquitectura, la oscuridad es la memoria. Un estado opaco en el que se ha quedado embalsamada Camille, tras la marcha de Sullivan a una expedición por Sudamérica. Para Camille cada día que pasa, desde aquel arranque finisecular en el que Sullivan sale de escena, es un día sin él.
Este amor de juventud no trata de desabrir el camino transitado por tantas manifestaciones culturales en torno al primer amor. Pero sí que pretende restituir la dignidad a las emociones, superando tanto la cursilería como el énfasis. Como ya sucedía en El padre de mis hijos (Le père de mes enfants, 2009) y en Todo está perdonado (Tout est pardonné, 2007), Camille vuelve a enfrentarse a la constitución de la silueta masculina desde la ausencia, desplazando en este caso la figura paterna por la del amado. Un ser querido, que como los dos padres de sus dos anteriores films, también está en continuo movimiento. En ese sentido, no hay mejor presentación del personaje que verlo por primera vez en bicicleta.
Sullivan busca un ideal, constituirse como hombre y encuentra que la ciudad y París le enclaustran más que potenciarle. Camille, en esa primera mitad, es todo lo contrario. Está atenazada, pasiva, aprisionada en su propia utopía, que en este caso es la consumación de su amor con Sullivan. El encuentro físico con el que da inicio el film, el darte físicamente a otra persona por primera vez, es a la vez la erótica de un gobierno dictatorial. Ante esa entrega concentra todas sus energías, aunque Sullivan más que corresponderle lo siente como un deber, una respuesta más que una voluntad, algo que le precipita a la extinción. A eso corresponden esas palabras que Sullivan le dice a Camille: no puedes hacer depender todo de mí. Pero tú lo quieres todo, no es posible.
Camille el amante, Sullivan el amado. Pero la pareja no florece, se marchita: uno porque se siente ahogado y limitado en su innata vocación inquieta. La otra, porque al hacer realidad su ideal, éste está condenado a morir, porque no hay mayor contrario al amor imaginario que el cumplimento terrenal de éste. El pathos del amor implica que ambos se completen en igualdad de fuerzas y que de ahí surja un nexo común que no anule las necesidades de dos personas, empresa en la que fracasan.
En la segunda mitad, con Sullivan fuera de foco, Camille es la que toma las riendas del movimiento continuo en el seno de los planos. Aunque sea un continuo tránsito para quedarse quieta: el tormento abrasador, el vacío sin él. Igual que su proyecto de arquitectura donde diseña una residencia de estudiantes excesivamente monástica, fiel reflejo de su momento vital. Hasta que aparece en su vida Lorenz, en forma de resplandor, una relación que nace de la oscuridad pero también conlleva luz, la de una nueva esperanza…hasta que retorna Sullivan.
Como la canción de Violeta Parra que utiliza Mia Hansen-Løve en un exquisito tacto musical, Volver a los 17, Un amour de jeunesse es el retorno a esa primera consumación física con alguien. Y como ya es sello en su fluida narración, con un naturalismo que se hace acopio de una luz nada dramatizada. Al contrario, es una luz inmanente que emana de la pareja pero donde conserva su espacio ininteligible. El agua como remanso de paz, los recuerdos de la casa de campo, los destellos pletóricos del sueño bucólico; es como una línea horizontal que se tensa y se destensa pero donde se mantiene vivo el misterio de la unión de dos personas. Es una ontología de la luz tomada directamente del escenario campestre como también del escenario urbano, sin establecer jerarquías electivas. Unos escenarios y unos personajes, donde al final de la palabra se puede encontrar el silencio y cómo éste puede seguir hablando.
Reconozco que en un primer visionado pensé que a Mia Hansen-Løve le había resultado un dibujo de la pareja excesivamente maniqueo, porque detesté la huida hacia delante de Sullivan, su falta de compromiso, sus palabras huecas, su necesidad de escaparse de una relación que sentía con cadenas. No encontraba yo motivos claros para no permanecer fiel a Camille, por lo que, aunque totalmente respetable, pensé que, en cierta manera, había implícito un esquinado ajuste de cuentas con su ex. Con la mente clara y en mi propio retorno a mi adolescencia, la perspectiva varía porque Un amour de jeunesse hace que el espectador se encuentre con el amor auténtico, a través de una bella y nada estilizada poética de la búsqueda del acmé, el ansiado momento cumbre en el que pensábamos que el amor es la única razón para vivir, como así lo piensa Camille. Para nosotros era como aquel que no osa decir su nombre; una sensación de diferencia y de exclusión poseídos por nuestro imaginario inmaculado. Pasado el tiempo, la ridiculez de todo aquello (algo que es respetuosamente tratado por Mia Hansen-Løve), nos hace ver lo equivocados que estábamos, porque hemos moldeado nuestros sueños apasionados por otras vías menos ingenuas. Por eso era necesario el retorno de Sullivan, porque el amor genuino se encuentra por otros senderos, una perfecta educación sentimental fielmente reproducida en Un amour de jeunesse.