Un doctor en la campiña

La racionalización de la emoción Por Fernando Solla

If I ever hear you describe a patient as “terminal” again,
that’s how you’ll describe your career!

William Hurt en El doctor (The Doctor, Randa Haines, 1991)

La segunda incursión en el terreno del largometraje del director y guionista francés Thomas Liltisigue sigue indagando en la dimensión laboral de la medicina, tanto en su aplicación práctica como en la validación ética y social de su administración y consumo. Lejos de repetir el modelo de Hipócrates (Hippocrate, 2014), su debut, el autor sabe reconducir el idealismo del primer título para mostrar también las sombras y contrastes de los que lo utilizan como estandarte en esta profesión cuya ejecución se nos antoja a menudo como totalmente normativa y parametrizada.

Jean-Pierre (François Cluzet) es un médico rural al que, cuando parece encontrarse en la plenitud de su vida profesional, se le diagnostica cáncer. Por recomendación de su médico y compañero, y a regañadientes, deberá acceder a recibir ayuda para seguir desarrollando su trabajo con relativa normalidad. La escogida será Nathalie (Marianne Denicourt), una mujer más joven que él pero ya madura, que ha terminado recientemente la residencia en un hospital urbano y que deberá ganarse el respeto tanto de su mentor como de los pacientes, que pasarán a ser de ambos.

En numerosas ocasiones, la vocación humanista de algunos títulos parece anteponerse a formatos y contenidos, asfixiando cualquier posibilidad de desarrollar congruentemente las hipótesis planteadas en un inicio. El mercantilismo cinematográfico en la gestión de las emociones no siempre es bien entendido y el resultado final suele convertirse en un panfleto folletinesco cortado por un ilegítimo patrón común. Nada más lejos del título que nos ocupa. En el caso de Un doctor en la campiña, Lilti consigue dotar al filme de un adecuadísimo tono realista, articulando un discurso transversal que, a pesar de abarcar múltiples capas de análisis, nunca pierde de vista la historia que está contando. Lo mismo sucede con el retrato y la evolución de los personajes (tanto protagonistas como secundarios), que serán tratados con mimo pero evitando ademanes condescendientes. Igual los espectadores.

Un doctor en la campiña

El realizador se revela como un observador ecuánime y extraordinario del microcosmos por el que deambula el protagonista. Incapaz de establecer vínculos familiares (consanguíneos) permanentes, veremos cómo a través del trato con sus pacientes puede desarrollar y abastecer sus necesidades de intercambio subjetivo para con sus semejantes. La interpretación de Cluzet es una gran baza para que esto suceda, como también lo es la dosificación exacta e intermitente con la que el guión retrata al personaje. Entre la emotividad y la prueba. La racionalización de la emoción parece ser la motivación de unos guionistas que siempre a partir de la historia ficticia que se traen entre manos, son capaces de mostrar las especificidades demográficas de la aplicación de la medicina en cada ámbito, rústico y metropolitano. Así como los intereses del poder dominante (por muy local que sea) para distribuir los presupuestos y la logística médica. El peligro del uso absolutista de cifras y resultados parciales en función de las inquietudes individuales queda muy bien reflejado, sin olvidar el espacio adecuado para el tratamiento de la enfermedad a través del lenguaje cinematográfico.

La honestidad llegado el momento de mostrar las distintas dolencias que sufren los personajes es abrumadora. Y también el punto de unión de todas las disciplinas técnicas y artísticas que configuran el resultado global de Un doctor en la campiña siguiendo ese motivo. El planteamiento inicial, por sí solo, no carece de interés. En manos de Lilti (y de su coguionista Baya Kasmi) el desarrollo de la conversión médico-paciente evitará cualquier forma discursiva y se nos mostrará a partir de pruebas (imágenes) fehacientes y medibles. El deterioro de la capacidad visual del protagonista lo veremos a través de su aparición en las situaciones más cotidianas (la escena en la que Jean-Pierre gira un plato en el que queda media tortilla y dependiendo de su posición la ve o no es sublime, así como la muestra de estupefacción del actor). El desarrollo de la confianza entre el doctor y Nathalie también aparecerá en pantalla a partir de los chequeos que ella le realizará, siempre anteponiendo el diagnóstico médico a la predisposición personal. La línea que separa ambos puntos de vista se irá estrechando a medida que avanza el largometraje, así como el posicionamiento de ambos.

Un doctor en la campiña

La fotografía de Nicolas Gaurin juega un papel esencial para que la interpretación de Cluzet desarrolle al personaje de Jean-Pierre, así como su posicionamiento ante su nueva situación y su ética profesional. A través de los cambios en la iluminación durante las distintas travesías que nuestro doctor hace en coche, parecerá que nos acercamos a un estado más realista o de ensueño, sintiendo los efectos tanto de la enfermedad como del telúrico estado de ánimo del hombre. Mención especial para el montaje de Christel Dewynter, especialmente en la secuenciación fragmentada de la relación entre Nathalie y un joven disminuido. En consonancia con el tono imperante durante el largometraje, lo que parecía una excursión hacia la fácil sensiblería se convierte, otra vez a través de las pruebas médicas, en un nuevo diagnóstico, siempre mostrado a través de las imágenes.

Finalmente, el visionado de Un doctor en la campiña ofrece al espectador la posibilidad de razonar unos sentimientos y situaciones que habitualmente se miden a través del termómetro emotivo. Sin querer dar ninguna lección moral o médica, el trabajo de Thomas Lilti sobresale por el equilibrio con el que retrata una situación y unos personajes protagonistas ficticios a la vez que unas enfermedades o consultas clínicas de unos secundarios (no menos ficticios) que transmiten una verosimilitud que nos acerca a la sensación de estar disfrutando del más objetivable de los documentales. En combinación con las interpretaciones de Cluzet y Denicourt, que saben avanzar con la mirada lo que los diálogos nunca dirán, nos encontramos ante una película que merece ser tenida en cuenta tanto por su adecuación del lenguaje cinematográfico al contenido argumental como por la falta de pudor para desarrollar transversalmente todo un abanico de premisas delimitadas por el angosto yugo de la enfermedad.

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