Un hombre mejor
El ciclo del finito retorno Por Rosanna Moreda
A las que viven
con estrés postraumático
las cosas aparentemente aleatorias
les resultan profundamente perturbadoras.
Cosas que abren de golpe la herida traumática.
Esa es una de las razones por las que,
por mucho que quieras,
es difícil dejar un suceso traumático
completamente en el pasado,
a tus espaldas.
Las espoletas pueden ser visiones, sonidos y sensaciones. Por ejemplo...
El tacto de la angora.
Y al fin parece ser que todas las artes y principalmente las no artes, convergen en el punto de sacar a luz el terrorismo más invisible y a la vez más incuestionable: el maltrato a las mujeres. Lo novedoso de este documental canadiense realizado por Attiya Khan y Lawrence Jackman, es que utiliza la técnica de la observación / autoobservación, para reflejar las características más sutiles y complejas de este maltrato y sus consecuencias. Más que un atrevimiento, un reto nunca antes visto: entrevistar a tu ex maltratador, pero no desde la verticalidad (entendible, justificable pero verticalidad al fin y al cabo) de quien busca la sanción en el otro, sino desde la horizontalidad de la que trabaja de lleno con el esfuerzo de lograr extraer diamantes del carbón en el nuevo paradigma de la educación emocional. Para el caso de la violencia a las mujeres es prioritario migrar del todo a la parte, al hacer referencia a un proceso embrionario todavía de este campo. Se trata de terapias muy concretas, sumamente centradas en los elementos que provienen de la emocionalidad, donde la meta principal en casos de maltrato, sería transformar el odio en un sentimiento de apertura afectiva hacia el agente de este maltrato, que en determinados casos (muy determinados casos) podría volver a escalar hacia el amor. Hacia un tipo diferente de amor. Amor social. Reto polémico y cuestionable, de lo contrario, no sería un reto.
Attiya Khan y Lawrence Jackman logran, como decimos, con su documental, algo para nada frecuente en el cine de estos tiempos: con mínimos recursos, tocar la fibra incluso de quienes no han vivido el maltrato en primera persona. Es como si se centrara en una materia prima nuclear que se basta por sí misma: el alma desconocida del otro como fuente del mal que aquí tratamos: la violencia (alma que hasta el momento se estirpó como el gusano de la manzana, no se analizó en toda su profundidad). Y este análisis que parte de una enorme curiosidad necesaria para poder curar sus heridas, nace de una pregunta muy básica, que es a la vez la pregunta que se hacen todas las mujeres maltratadas en una sociedad donde incluso durante y después de los abusos, continúan siendo las primeras recriminadas por aguantar a las parejas, por no dejarlos antes, derivando la atención de lo más grave, la agresión en sí causada por los victimarios:
Women are always asked why we stayed. But I had questions for you. I wanted to know if the memories of violence stayed with you…if you felt as damaged as I did.
Pero en Un hombre mejor, el discurso, que no es tal, sino lo que se muestra sin más, el germen, en el sentido más wittgensteniano, es precisamente un clic que va más allá de esa entrevista de maltratada a maltratador; de terapeuta a víctima / victimario. Va más allá del lenguaje incluso, que todo lo envuelve pero que tan a menudo nada dice. Solo puedo encontrar, así de pronto, un paralelismo exacto de esa comunión entre el arte y la vida, en La isla del maíz (Corn Island, 2014) del georgiano George Ovashvili. Quien haya visto esta película fundamental, habrá notado que apenas hay unas pocas frases y preguntas que se emiten parcamente durante toda la proyección, pues todo lo importante queda reflejado en el dilatado terreno de la comunicación no verbal: las miradas y gestos de aquella niña y su abuelo, únicos habitantes de una isla diminuta en el centro de la nada, y al mismo tiempo en el medio del horror de interminables guerras étnicas/políticas. Películas como estas, son siempre ingrediente, tubérculo, semilla, brote… nunca receta. En Un hombre mejor observamos la misma pericia, analfabeta por completo de todo tecnicismo estéril. El clic está en los dedos de ella, que no pueden quedarse quietos cuando se lanza a las preguntas. Un torrente de preguntas de repente liberadas de un corazón hasta ese momento sin sangre debido al silencio. El clic está en el juego doloroso hasta el infinito de miradas de ella hacia él y de él hacia ella. Un par de miradas fuertes, profundas, bien conocedoras la una de la otra, que se entrecruzan durante todo el documental, que buscan, más que piden. No obstante, lo que también realmente llega y cala hondo, viene del otro lado: es el temblor en sus labios, los de él, cuando ella le recuerda escenas de hospital, o cuando simplemente comienza a recordar. Asume que recuerda. Permite, digámoslo ya, que filmen… su alma, definitivamente muerta. Y aunque lo pueda parecer a simple vista, no se trata de una referencia al entrañable Gógol, sino que esta figura radical del alma muerta de un hombre muerto, tan acertada, acertadísima, proviene una vez más de Carlos Defazio, escrita en un mail inspirador en el momento preciso. Asumamos por lo tanto, después de todo y pese a todo, el alcance de este precio. Un precio que no tiene nombre y que está más allá del perdón.
Recuerda él escenas terribles donde casi acaba con la vida de ella.
Y le tiemblan los labios. Eso no se actúa.
Le tiemblan los labios porque en el fondo recuerda.
Tenemos que creer entonces, mujeres, que hay un lugar para el cambio. Que aquella frase que se repite a modo de estribillo en todas las casas de acogida cuando entras y cuando sales de “olvídate, ellos no cambian”, al final, no era tan así. Es decir, algunos de ellos cambian, pero nosotras también, por eso decidimos abrirnos el camino dejándolos, aunque entendiendo mucho más tarde, cuando el tiempo ablanda la mirada y nos obliga a ver en perspectiva, que en ocasiones la reparación sí es posible. Apertura evidente en esta realizadora, que en pleno proceso de entrevistas y encuentros con su ex, de forma paralela a la búsqueda de algún tipo de reacción en él, para poder cerrar de una vez por todas el eterno ciclo de dolor; vemos aparecer la torta de cumpleaños con el número 23. Entonces nos preguntamos,
¿pero ella solo tiene 23 años? Si aparenta más… No, lo que Attiya festeja con sus amistades, es que hace 23 años que pudo escapar de su ex… y así, cada 365 días.
De lo contrario, si nos mantenemos herméticas incluso en el tormentoso proceso de la reparación, del intento de continuidad de nuestras vidas con tan tremenda carga en las espaldas; estaremos cada bando, a nuestro lado de la tormenta. Para siempre. Puesto que es evidente que no se trata de un ajuste de cuentas, ni de una terapia coercitiva, ni de una pena al uso. Claro que de esto último ya se encargaría la justicia en sociedades donde los códigos penales no favorecieran a los hombres en materia de violación e instaurado maltrato a las mujeres. Pero cuando esto no ocurre, ¿igualmente podemos hablar de reparación abriéndonos al victimario? En muchos casos claro que no, pero en otros, la respuesta es… sí. Y la prueba de ello es este imprescindible documental.
Está en cada una cómo llevar a cabo esta reparación si finalmente se decide a hacerlo. En el caso de la realizadora Attiya se propone llegar hasta el final su propósito: el cara a cara con su ex, pasando por un proceso estructurado, meticulososo, y que como finalmente veremos, termina siendo para ella muy constituyente. Un proceso que va desde la búsqueda turbulenta y ansiosa de un algo indefinido pero a la vez sólido, que le permita, insistimos, seguir adelante con su vida; a la necesidad de ir con él luego de más de 20 años al instituto al que ambos iban, al apartamento donde habían vivido, a las cafeterías que solían frecuentar…
Sin dejar de recordarle, por si hubiera sido poco el sufrimiento causado, que en las violentas peleas, se burlaba de ella y su piel oscura, pues Attiya Khan no es blanca como él, quien se permite abusar de su injusto privilegio. Por lo tanto, al drama del maltrato, añadimos otro cóctel explosivo: el racismo.
En este proceso, donde el ex siempre la acompaña, vemos que las sensaciones de ella son híbridas, ocupando las físicas un lugar primordial, como ocurre siempre en todo proceso postraumático. Es el caso de cuando visitan el edificio que compartían y ella se retira a una esquina del mismo pues siente ganas de vomitar. Escena extrañísima, perturbadora, donde vemos cómo él hace un intento de sostenerla en sus brazos casi que con ternura, cuando años atrás a punto estuvo de acabar con su vida en varias ocasiones. Esto mismo le confiesa ella un rato después. Las presencias más opuestas y nacidas directamente del mal y el bien, colocadas a conciencia en un cronómetro. De ahí el pasmo más increíble representado en el vómito.
Así es la vida a veces de provocadora, que nos sitúa frente a frente, desnudas, en determinado momento escrupulosamente elegido, ante nuestro pavor más tremendo. Nos ofrece echarle un pulso, y por única vez se deja ganar.
Y todo ello con la intención de ponerle fin a un ciclo. Un ciclo perverso que continúa afectando a tantas mujeres de este desnivelado mundo nuestro. Attiya parece haberlo conseguido. Luego de realizar este documental, dejó de tener pesadillas. Y es una pena tremenda, que la gran mayoría todavía no haya podido ponerle fin al ciclo de la violencia luego de dejarlo, pues ellos lo niegan todo, o continúan para siempre estancados en el odio hacia sus ex novias o esposas, como si ellas fueran las verdaderas culpables, acusándolas de haber quedado estigmatizadas por la sociedad para siempre, demonizándolas de por vida. Sin embargo, este hombre que no lo hemos dicho, pero se llama Steve, podría abrir el camino para esa justicia reparadora a la que se refiere Attiya quien también trabaja en un centro ayudando a mujeres que han pasado por lo mismo. Justicia reparadora basada en el acercamiento más que en el castigo. La prueba más fehaciente de que por suerte los mitos y los ciclos no siempre tienen retorno.
Al final va a ser que Mircea Eliade no tenía razón.