Un lugar donde quedarse

El no-lugar Por Manu Argüelles

El "mundo verdadero". Lo hemos abolido.
¿Qué mundo nos ha quedado?
¿El mundo de las apariencias, tal vez?...¡ Pues, no!
¡Junto con el mundo hemos abolido
también el mundo de las apariencias!
Friedrich Nietzsche, El ocaso de los ídolos

Hace ya tiempo que sabemos que la armonía promovida por lo clásico es una falacia. También nos hemos vuelto muy descreídos con el proyecto del Modernismo y el fracaso del positivismo, la fe en el progreso y la utopía de una ética universal para el hombre. Si estos han sido lugares negados donde quedarse, ¿qué nos queda? La película de Paolo Sorrentino. Cheyenne (una muestra más de la habilidad camaleónica de un impecable Sean Penn) son los restos del naufragio, un espectro de otros tiempos.

Una antigua estrella de rock gótico, un claro sosías del Robert Smith de The Cure, lleva veinte años retirado no solo del mundo de la música, sino del planeta en general. Vive en una enorme mansión con su mujer (Frances McDormand) en un pueblo de Irlanda y pasa el rato con su joven asistenta en una cafetería (Eve Hewson, la hija de Bono, cantante de U2). Así pasa sus monótonos días hasta que la muerte de su progenitor, con el que llevaba mucho tiempo sin hablarse, le lleva a querer finalizar la empresa inacabada de su padre: dar con el carcelero cuando estuvo en un campo de concentración.

Un lugar donde quedarse

Cheyenne, como epítome de la inacción absoluta, es la personificación de un ocio perpetuo que al desprenderse de sus límites acaba siendo una prisión con rejas doradas. Un personaje que se adscribe en la genealogía de los personajes de Sorrentino: todos sufren algún tipo de catatonia existencial, varados en las alturas de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941): ya sea el consultor financiero en un hotel de Suiza de Las consecuencias del amor (Le Conseguenze dell’amore, 2004), o el Giulio Andreotti de Il divo (2008). Frente al rostro imperturbable del primero, o a la sátira despiadada del segundo, a los cuales les niega redención, Cheyenne, desde el arte de la pantomima, es un ser marcado por una emotividad desaforada, aunque ello le haya conducido a una vía de la disforia. Sorrentino permitirá que la resuelva a través del movimiento, porque mientras estás ocupado en hacer, no lo estás en morir. Parafraseando a uno de los personajes de Las consecuencias del amor, Cheyenne no ha roto el cordón umbilical que nos une con la niñez. Por eso no fuma, le comentan. Si los anteriores espacios de Sorrentino eran ámbitos de adultos (la mafia, la política), el de ahora es el de la infancia que no crece, el niño eterno que no quiere dejar de jugar, el del ámbito del pop-rock. ¿Qué era sino la New Wave, presente en el film a través de la música y presencia de David Byrne, sino una reacción jovial y lúdica a la rabia nihilista del punk?

Ahí aparece, citado por el propio director, la influencia de Una historia verdadera (The straight story, David Lynch, 1999), en cuanto ambas son atípicas road-movies, excéntricas por los inusuales personajes que la emprenden. Por otra parte, tampoco falta la explícita alusión a París,Texas (Wim Wenders, 1984) -Estados Unidos visto desde la perspectiva de un realizador europeo-, con la inclusión a modo de guiño cómplice de Harry Dean Stanton, como uno de los personajes que Cheyenne se encuentra en su travesía errante. También, qué duda cabe, podría ser perfectamente un personaje de la filmografía de Sofia Coppola si en él no existiese una caracterización extrema, dado que Sorrentino sintoniza con los estados de ánimo que suelen poblar en las películas de la hija de Francis Ford Coppola, personajes también en la cumbre (los actores, Maria Antonieta…), pero totalmente alienados y hastiados.

Sorrentino procede a un vacío de su personaje principal situado en la inmensidad del espacio físico, planos amplios con infinita profundidad de campo fijados por el marco panorámico, o recorridos por el travelling flotante y volátil; la inmensidad estilizada y formalizada para acrecentar el hueco existencial.

Si Sorrentino siempre ha tenido predilección por estos espacios abstractos, geométricos y despersonalizados, sus previos tanteos culminan en Un lugar donde quedarse como el completo y definitivo no-lugar de Marc Augé 1:

Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar.

 El artificio absoluto en plena conjugación con lo sentimental, en una degradación de materiales, en lógica sintonía con la humillación que planea como tropo flotante a lo largo y ancho del film. Su operación del retrato de lo banal no se fundamenta en la sátira o la caricatura, sino que efectúa una estructura dual, a partir de los principios de la parodia, donde conserva siempre una interacción autoconsciente entre los dos planos con los que juega. Su subversión, que no incorrección, ya que nunca ridiculiza aquello que fusiona, estriba en rebajar la solemnidad del holocausto. A partir de un eclecticismo que actúa como un vehículo sin restricciones, Sorrentino puede unir lo sacro y lo profano, lo culto y lo vulgar, el gran tema del S. XX con la frivolidad de la música. De esta manera, cuestiona los discursos culturales dominantes que canonizan tratamientos y sancionan las mezclas de mundo situados en diferentes estratos jerárquicos. Y aunque eso le haya llevado a la mayoritaria frialdad de una crítica momificada, las piezas imbricadas funcionan a la perfección. ¿Ridícula? ¿Humor involuntario? Torpes o vagos, elijan. Porque Sorrentino impregna de mucho humor (intencionado) su travesía, a través de la frase lapidaria perfectamente utilizada. Con ella recupera el placer de la réplica de la screwball comedy, la frase ingeniosa puesta en boca de su personaje, para que nunca pierda su dignidad, como ya eran igual de agudos los personajes de sus anteriores trabajos.

Un lugar donde quedarse

Este maridaje imposible de Sorrentino hace que ambas fuerzas friccionen para que desde esa chispa sorpresiva emerja lo patético, como solución excéntrica y desquiciada a la bipolaridad de Un lugar donde quedarse, como síntoma de nuestros tiempos exasperados y transtornados. Pero no olvidemos que lo patético nace desde el dolor extremo, ese que nos reduce a nosotros mismos, que ha dejado invalidado a Cheyenne sin atributos masculinos y le ha vaciado, como si fuese una silueta andante y quejumbrosa. Por eso siempre lleva consigo un carrito o una maleta, un apéndice de su maltrecho cuerpo como metáfora del peso de dolor que le aplasta, como si fuese Atlas obligado hasta la eternidad a llevar encima el peso del mundo.

Porque en el bisturí del director italiano, también hay espacio para cuestionar lo masculino, inundado por una feminidad que pone en tela de juicio al hombre contemporáneo. Lo híbrido y lo difuso para poner sobre el tapete la crisis actual del hombre en cuanto se ve atemorizado por el área de conquista de la mujer. Cheyenne es un extremo, algo perfomativo y moldeado, a través de la exposición pública de su desacomplejado encuentro con su feminidad interior, la que todos llevamos dentro y que a muchos les acompleja o la niegan, sin que ello comprometa su identidad sexual.

Cierto que todo está teatralizado como síntoma del post, el artificio distancia, pero Sorrentino no cierra con el vértigo en el que nos deja la cita de Nietzsche. Porque este sugerente pasaje carnavalesco, preñado de dolor pero sin perder la compostura y el humor, nos llevará a un nuevo sol y todas las máscaras caerán. Volveremos a ser nosotros mismos, al natural.

  1. Augé, Marc: Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona, Gedisa Editorial, 2000.
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