Un mundo feliz y el cine

Por Àlex P. Lascort

Recuerdo perfectamente el momento en que cayó en mis manos un ejemplar de Un mundo feliz de Aldous Huxley. Recuerdo con claridad los detalles, el tamaño, la textura de la portada, quién me lo recomendó, el lugar donde estaba. Sin embargo, y a pesar de todo ello, no podría precisar la edad exacta en que sucedió. Podría tener 12 o 14 años, no importa. Lo que importa es la escenificación del momento. Lo que podríamos llamar puesta en escena de la memoria. Una imagen congelada, un foto cerebral que, interesadamente o no, reproduce lo físico casi al detalle y obvia descaradamente el marco temporal. Lo importante aquí no es el cuándo sino el cómo. Un mecanismo eficaz que permite reproducir un momento placentero y elimina los daños colaterales del paso del tiempo.

Más allá de las discusiones filosóficas que genera Un Mundo feliz al respecto de si lo descrito es más utopía que distopía, nos hallamos ante un ejemplo precisamente de la importancia de esta puesta en escena de la memoria.
En efecto, si bien hay un condicionamiento de raíz político social en los miembros de la sociedad descrita, su comportamiento final no deja de ser una constante huida de lo temporal, de proyectar momentos felices del pasado en un presente constante, hacia un futuro de mobiliario diferente pero de contexto idéntico. El sexo, los objetos, todo lo ya utilizado debe ser renovado con nuevas parejas y nuevos artefactos. No obstante estas novedades no dejan de ser variaciones, repeticiones. Updates vitales para una existencia 2.0

Cinematográficamente hablando Un mundo feliz no ha sido una obra precisamente bien tratada; 2 son las versiones realizadas y ambas, aunque intentan captar el espíritu del original literarios, se enfrentan a problemas diversos. La versión de 1980, consciente de sus limitaciones tecnológico presupuestarias, opta por una puesta en escena que lo fía todo a la asepsia decorativa y a la literalidad del texto. El resultado es un artefacto reconocible, pero sin alma, próximo a la representación teatral y que no consigue, a pesar del esfuerzo, captar la vivacidad del texto ni generar el debate que el mismo suscita. Más sangrante si cabe es la versión de 1998. Fundamentalmente porque a través de su apuesta claramente esteticista, deviene un film en las antípodas de la puesta en escena de la memoria. Este es, para mal, un artefacto claramente contextualizado, hijo de su época, que traslada el espíritu del momento (los 90) y congela su estética y valores en la narración. Dicho de otra manera, esta es una película que no solo ignora las cargas de profundidad del texto sino que saca a la superficie todo aquello que es nimio, anecdótico, y lo convierte en eje narrativo.

Un mundo feliz films

Un mundo feliz (1980), izquierda y Un mundo feliz (1998), derecha

Aunque no todo ha de resultar negativo. La consecuencia positiva de la pobreza ( o la torpeza ) de dichas adaptaciones es que nos permite traspasar el mero comentario de la comparativa entre texto y novela para explorar como alguna de las, por así llamarlo, profecías del texto, esencialmente en el terreno del campo audiovisual, se han visto confirmadas, sea en el campo tecnológico o en el intencional en cuanto a su utilidad.

Hablamos de los sensoramas, de artefactos tecnológicos que permiten no solo contemplar “pasivamente” la película sino, en cierto modo vivirla. Algo que nos remite al uso actual del 3D como excusa para una mayor inmersión en el film. Evidentemente, aún no estamos tecnológicamente hablando al nivel de sentir físicamente las emociones, o experiencias de la película (lo de las proyecciones 4D no deja de ser una aproximación, casi de feria, al asunto) pero la intencionalidad es la misma. En el fondo, lo realmente importante del asunto es la casuística del mismo. No es tanto el medio sino lo que se pretende con él. El audiovisual en Un mundo feliz no deja de ser un juguete más, de alta tecnología, de acuerdo, pero con fines meramente recreativos aunque quizás deberíamos hablar más de alienantes.

El cine como arte no es que no exista, es que no tiene cabida racional, no es concebible. Las películas como tales no dejan de ser sesiones de porno continuo con la finalidad de distraer y ofrecer nuevas ideas de placer a sus espectadores. La idea pues es la de poner el medio al servicio de la política, en este caso para sumir a la masa en un estado de “feliz olvido”, de distracción sin “perturbación” intelectual ( y no deja de ser curioso como este uso del cine como herramienta de control es exactamente el mismo en una distopía tan presuntamente diferente como 1984, solo que en lugar de la felicidad del sexo es cambiada por filmes de guerra y violencia).

Es en este sentido que Un mundo feliz cobra mayor actualidad, no en vano, la sensación que muchas de las (grandes) producciones actuales vienen a seguir los mismos patrones. Bombardeo de valores afines al poder tales como individualismo, patriotismo, aceptación de las reglas mediante exposición de oveja descarriada, etc. Pero más que eso está el despojamiento continuo de la propia concepción artística del cine. La idea de que el film en si mismo no más que un mero instrumento de distracción, de mata tiempos para ser olvidado al poco.

Aunque esto pueda parecer exagerado solo hay que ver como son tratadas las películas fuera del circuito mainstream por la mayoría de la gente. Epítetos como lenta, intelectualoide o minoritaria entre otros vienen a dar a entender que están fuera del “gusto popular”. En el fondo Un mundo feliz toca la tecla correcta al entender el medio no como una forma de manipulación fanática de la población a lo hitleriano sino como esa idea primigenia de espectáculo de feria, eso sí, con finalidades de control por imbecilización masiva.

Iniciábamos el texto con un recuerdo y como éste, mediante lo que hemos denominado “puesta en escena de la memoria” se convierte en el eje subterráneo temático de Un Mundo Feliz. Hablábamos de la necesidad de crear un discurso perpetuo en el que había que cambiar partes del decorado y congelar aquello imprescindible para desear revivir una y otra vez ese momento feliz. En el fondo eso es lo que el cine representa en la novela , una forma de recrear experiencias placenteras (en este caso sexuales) una y otra vez para fomentarlas y aplaudirlas como forma de vida no solo única, sino únicamente deseable y saludable. El cine como higiene mental, aunque sea a base de depuración de todo proceso intelectual.

Un mundo feliz se presenta pues como una distopía atractiva, que parece dispuesta a perpetuar la historia mediante su congelamiento en un instante mientras lo vende como una proyección de futuro siempre mejor y más atractivo. La puesta en escena de la memoria no deja de ser pues un concepto que bordea el oxímoron o , para usar un término de 1984, un ejercicio de doblepensar. Sí, hay mucho de puesta en escena pero precisamente para borrar ese memoria, o mejor dicho falsificarla, como el cine de nuestros días, empeñado en filmar grandes imposturas destinadas a buscar siempre un futuro inmediato en la acción, sin posibilidad de reflexión, sin segundos de “tiempo presente”, sólo para distraer. Un mundo feliz nos puede parecer atractivo porque se presenta lejano, y en la lejanía se dibuja siempre un “no puede ser”, pero los síntomas están ahí. En algo aparentemente inocuo como el cine. En algo indiscutiblemente necesario como la memoria y los recuerdos. Démonos unos minutos para reflexionar sobre ello. Ahora es más urgente que nunca, mañana puede ser tarde.

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