Un pequeño plan… como salvar el planeta

Un desierto con mar Por Ignacio Pablo Rico

Resulta desconcertante que se haya querido leer la cuarta película como realizador de Louis Garrel, Un pequeño plan… como salvar el planeta, a modo de filme protesta sobre el cambio climático. Lo cierto es que, lejos de ello, el autor vuelve a poner en práctica un ejercicio –libérrimo, digámoslo ya– de política generacional, ya tanteada en sus trabajos previos, piezas en torno al amor y el desamor: El pequeño sastre (Petit tailleur, 2010), Les deux amis (2015) y Un hombre fiel (L’homme fidèle, 2018). Lo que en todas ellas se manifiesta es una relación conflictiva, diríamos incluso crítica, con la memoria de la Nouvelle Vague, que convive con historias de individuos para quienes el amor (o su ausencia) devuelve el cruel reflejo de la búsqueda de una identidad propia en un mundo donde las emociones se confunden con sus espejismos, y los principios se tambalean ante las embestidas de una realidad que no está dispuesta a dejarse domar por nuestros caprichos y necesidades.

En este último sentido, podemos decir que las películas de Garrel han sido y son el testimonio de un aburguesamiento: el de una tradición cinematográfica –neorromántica, volviendo a la Nouvelle Vague y sus secuelas–, pero también el de la generación a la que pertenece el propio autor. Entre el abuelo que deja, como legado, una colección de antiguos libros –la mitad de ellos en una lengua ya ilegible para sus descendientes: el latín– y su nieto, Joseph (Joseph Engel), decidido a revertir las consecuencias de la presunta crisis climática, no parece haber pasado nada. Es decir: nada excepto una pareja de progenitores aún jóvenes, Abel (Louis Garrel) y Marianne (Laetitia Casta), quienes, pese a pertenecer a una élite social cultivada y supuestamente inquieta, viven apegados al triste fetiche por la cultura material, las comidas con otros matrimonios intelectualmente amodorrados, y la desidia más absoluta, mal disimulada –ante ellos mismos– gracias al falaz frenetismo de sus cotidianeidades.

Un pequeño plan

Como sucediera en Un hombre fiel, es el relato urdido por un niño, aquí Joseph, lo que obliga a que los adultos –aburridos, carentes de imaginación– desechen sus imposturas y se enfrenten a una crisis ante todo existencial. Un pequeño plan… como salvar el planeta es el relato de un hombre y una mujer que se hallan en el preciso instante en que dejan de ser jóvenes para encaminarse a una madurez que es apenas biológica. Pero sorteando cualquier tentación de cursilería –que podría convertir, en manos de otros, este largo en un mal remedo de algunas recordadas obras de Michael Ende o Roald Dahl–, la película termina erigiéndose en una compleja meditación no solo sobre las relaciones intergeneracionales, sino acerca del sentido de perseguir quimeras irrealizables. Si bien Un pequeño plan… como salvar el planeta culmina con uno de los milagros más hermosos del cine reciente, no debemos olvidar que este es un gesto de generosidad, por parte de Garrel, hacia sus valientes personajes. Nada más lejos que darles la razón, en términos literales, a propósito de sus certezas: si algo tienen en común pequeños y mayores es el gran cacao ideológico en el que están inmersos, mezcla de ideas preconcebidas, intuiciones exactas y, cómo no, puro ruido mediático.

En poco más de una hora de metraje, Garrel vuelve a ensayar un cine en constante movimiento y entregado a la pura acción, sin un minuto que perder, y demuestra un talento admirable para transitar diversas modalidades de la imagen contemporánea. Desde ese trémulo plano secuencia en que los padres descubren los planes de Joseph –satírica marca de cine de falso prestigio cargada de una tensión irónica, ridícula– hasta las postales cromáticas con que culmina la cinta, Garrel juega con registros tan diversos como la home movie de ecos cassavetianos; el (casi) amateur cine pandémico –nos referimos al deambular de Abel por un París distópico, concretamente–; la comedia romántica de raíz clásica –con un gag maravilloso, caminata con perro mediante, que pasa casi inadvertido–; o incluso la cámara que danza al son de una TikTok dance, nuevo modo de expresión sentimental y, por qué no, de actitud ante la vida. Porque, como nos enseñaba Manuel Puig en El beso de la mujer araña (1969), lo personal y lo colectivo, lo sentimental y lo político, lo generacional y lo universal, son todas piezas esenciales, insustituibles, del enigmático puzle de las alegrías y cuitas humanas.

Un pequeño plan

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