Un segundo
Recuerdos en remojo Por Javier Acevedo Nieto
Hay un tipo de nostalgia que envenena nuestros recuerdos. Piensen en esa persona que, poco a poco, borraron de su cabeza. Seguro que recuerdan el contorno exacto de su cuerpo sobre las sábanas. El roce del pelo en la nariz y la sensación de hundir los pies en la cama: extraños extractos de recuerdos que tambalean el presente. Si siguen escarbando no tardaran en construir una mitología personal por todas aquellas personas que una vez fueron algo. Sentirán algo parecido al confort pensando que lo que siento en ese momento estaba bien; quizá no, a lo mejor odian todo lo que esa persona representó. En cualquier caso, su memoria habrá fragmentado, roto, quebrado, ajado, resquebrajado y atomizado las imágenes que una vez juraron recordar para siempre.
Ahora piensen en un desierto de China en el que cada paso es borrado por la arena. No hay pasado ya, engullido por el peso del paisaje. Un preso fugado lo surca y, por unos instantes, las inmensas dunas se asemejan a tiras de celuloide. El viento las mece y, curiosamente, las atrapa en un bucle de movimientos constantes. El preso desea ver la imagen de su hija, escondida en unos pocos fotogramas de uno de los noticieros que son proyectados junto a películas patrióticas en distintos y remotos puntos de la China de Mao. Es una búsqueda egoísta en la que interviene una huérfana que desea construir una lámpara con tiras de celuloide para su hermano pequeño. Ella, a su vez, busca el material cinematográfico para su propio interés. Ambos personajes acuden a las imágenes del mismo modo que ustedes van a esos recuerdos furibundos que prometieron no olvidar, pero que ahora arañan en la pantalla de su teléfono en forma de imágenes que les miran. Es un modo egoísta, fetichista y desesperado: en algún momento nos convertimos en pantallas que reflejan otras imágenes distintas a las que vemos. Las imágenes no nos van a salvar, tampoco nos harán sentir mejor y, pese a ello, acudimos a ellas esperando encontrar la esperanza de sentir algo: normalmente es el dolor ciego de no poder volver atrás, a una posición de nuestro ser en la que creíamos tener algo parecido a nuestra imagen.
El preso de Zhang Yimou desmonta el mito del cine como terapia observando en bucle la imagen de su hija. Un recuerdo que duele, y duele, y duele, y duele, y duele y seguirá doliendo hasta que paremos o hasta que esa imagen conocida se vuelva extraña. Yimou desmiente este mito con su habitual pedagogía y lo más relevante de su forma de hacerlo es que el telón de fondo histórico es un obstáculo. Atrás quedan sus narrativas históricas e imágenes-río condensando décadas de historia nacional en arrebatos de imágenes que hacían de la rutina una experiencia casi lírica. El preso observa las imágenes en el desvencijado cine improvisado, el pueblo arroja objetos frente al proyector para entretenerse con las sombras arrojadas y unas mujeres limpia el celuloide con sus propias manos. De eso parece querer hablarnos Un segundo (Yi miao zhong aka One Second, 2021) en sus instantes más hábiles: de la necesidad casi fisiológica de tocar las imágenes para nuestro propio beneficio. La película patriótica que busca enardecer a un pueblo empobrecido se proyecta en el fondo. Pero, en realidad, aquí no hay memoria colectiva ni recuerdo histórico: tan solo un padre buscando la imagen de su hija y una huérfana secuestrando el material del que hacen las imágenes porque una lámpara es algo más tangible que todas las imágenes que nunca tuvo.
Esa nostalgia que envenena nuestros recuerdos seguirá. El celuloide ajado no evita que el padre se reencuentre con su hija y funde su propia mitología del recuerdo: el saco de arroz en la espalda pequeña, el rostro fatigado de ella reverberando en los ojos cansados de él y las sombras de la proyección recordándonos que el dolor de una vieja herida está atrapado en un pequeño bucle. El material de nuestros recuerdos no es el celuloide, más bien engramas o imágenes mentales que se van perdiendo hasta que nuestra persona filmada deja migas en nuestra memoria antes de quebrarse. Ahora ya no sabemos el roce del pelo, ya no conocemos el contorno de aquel cuerpo. Todo recuerdo es una imagen que desapareció hace mucho y Yimou intenta decirnos que es posible recuperar ese instante. Con una pedagogía inocente como principal convencionalismo de una película repleto de ellos, Un segundo es un recuerdo de una forma de hacer cine que el cineasta intenta recordar, pero cuya memoria estética pareciera presa del mismo bucle doloroso en el que sume a su protagonista.
Mala memoria aparte, Yimou ironiza con su narración sobre la artificialidad de toda memoria colectiva e histórica recordándonos —ahora sí— que los grandes relatos solo son mentiras fruto de una mala memoria y que todo lo que nos queda es ese fetiche del recuerdo, esa imagen individual, esa disidencia memorística que proyectamos. Hay algunas escenas muy bonitas en esta película que no sabemos si se recordarán: un cine de sombras buscadas, una pantalla en blanco que separa la ficción propagandística de la realidad cotidiana, celuloide en remojo y ejes de miradas con los que un gran cineasta nos viene a hablar de todas las películas que decidimos creernos para no quedarnos sin imágenes que no recordar. Es así como Zhang Yimou insiste que las imágenes no nos van a alimentar —con especial atención a una escena en la que los dos protagonistas comen desesperadamente frente al discurso artístico del proyeccionista—, pero si nos van a hacer recordar por un segundo todo aquello que olvidamos, bien sea porque quisimos, porque pudimos o porque pasó, ¿qué importa? El gesto más valiente de este film es afirmar que es tiempo de recordar: el pueblo, la montaña, la soledad; las horas en el cine, la antigua ansiedad. Que el recuerdo no muere, tan solo nuestra imagen de él.