Un suave olor a canela

Entre lo leve y lo denso Por Samuel Sebastian

No es bueno para el ser humano que recuerde a cada instante que es un ser humanoCioran, La caída en el tiempo

Pensé varias veces en la frase de Cioran mientras veía la última película de Giovanna Ribes, Un suave olor a canela, la primera estrenada en salas comerciales, porque es una historia que trata de los momentos en los que tratamos de encontrar un espacio diferente al que se nos ha asignado socialmente, ya sea en nuestra propia vida o a través de la vida de otros. También cuando renunciamos a nuestra humanidad y cedemos nuestro lugar privilegiado a la naturaleza lo cual nos sirve como una cura de humildad frente a nuestra vana voluntad de dominarla o bien cuando el exceso de humanidad nos hace sentirnos desbordados ante las grandes emociones de la vida: la visión de la muerte, el amor en todas sus vertientes o el peso de los recuerdos.

Porque en definitiva Un suave olor a canela es una película de equilibrios en la que Ribes se enfrenta tanto a los conflictos más grandes de la existencia como a sus detalles más ínfimos y banales contraponiendo la levedad cotidiana frente a la densidad de la existencia.
Dos escenas son clave para entenderlo: en la primera, los protagonistas Valia (Mireia Pérez) y Guido (Paulo Pires) se encuentran sentados en una terraza cuando un acordeonista aparece y comienza a tocar una melodía con gran delicadeza, momento en el cual la cámara se eleva al compás de la música que se disuelve en el aire de forma liviana, etérea. En la otra, para mí la escena cumbre de la película, Valia vuelve a la casa familiar que se encuentra completamente cerrada desde hace mucho tiempo. En una larga secuencia sin ninguna linea de diálogo, la protagonista abre todas las ventanas, desempolva los viejos recuerdos, ilumina todo lo que durante años ha estado en la oscuridad y es ese silencio llevado al límite el que transmite la densidad intangible de la película y culminará con la aparición de la tía de la protagonista en forma de espectro del pasado.

I. Lo denso

Un suave olor a canela

No es esta la primera película que se enfrenta a las dicotomías juventud–muerte, esplendor–decadencia. Hace unos diez años Isabel Coixet hizo lo propio en Mi vida sin mí (My life without me, 2003), aunque ahí terminan las similitudes entre la película de Ribes y la de Coixet: mientras que Mi vida sin mí era un agridulce canto a la esperanza y la fuerza de voluntad y un desafío frente a la fatalidad, la actitud de la protagonista de Un suave olor a canela es más bien nihilista, no intenta poner las cosas en orden ni desafiar a su destino por el contrario lo asume y la tragedia comienza a formar parte de su propia vida, el cáncer se convierte en un compañero inseparable, un elemento más que configura su bagaje personal, como su pasado o como esas historias que necesita conocer de una forma enfermiza. Todo lo que envuelve a Valia parece esculpido en mármol, es denso, huele a tragedia (o a canela) y retomando la frase de Cioran del principio, en más de un momento ella quiere dejar de ser humana, trascender mediante sus fotografías, sus dibujos, sus reflexiones, las huellas que ella misma va dejando mientras prepara el final de su existencia. Son esos momentos en los que tratamos desesperadamente de aferrarnos a una idea trascendente de nosotros mismos aunque sea por una simple negación de la realidad ya que somos mucho más frágiles y leves de lo que pensamos.

II. Lo leve

Un suave olor a canela 2

La densidad de las fuerzas que empujan a los personajes y sostienen la trama de la película se opone a la levedad con la que están retratados, la suavidad de los movimientos de cámara, el predominio del color blanco, la iluminación en tonos pálidos o el frecuente uso del dolly, que hacen que ese trasfondo denso de la película se plasme de forma leve y sinuosa, por lo que incluso aquello más trascendente acaba por escaparse de nosotros, como arena entre los dedos. Igualmente, el tratamiento de las imágenes, a veces abstracto e impreciso, refuerza la ingravidez de la propuesta visual de Ribes, las figuras se disuelven en el paisaje, como en un cuadro de Hopper o un campo de color de Rothko, los sonidos sustituyen a las palabras y finalmente la naturaleza acaba por dominarlo todo de tal forma que ninguno de los personajes puede escaparse de ella. Hay un plano especialmente simbólico que refleja todo lo anterior: la protagonista está dormida de espaldas a la cámara en una posición en la que su cuerpo, al estar recortado, adquiere una forma abstracta, irreal, al tiempo que el sol, que preside casi todas las escenas diurnas [de forma similar a como lo hacía en El árbol de la vida (The tree of life, 2010) de Terrence Malick], la golpea en el rostro, que se oculta a la audiencia, un plano de ejecución sencilla pero de dimensiones trágicas ya que anuncia la metamorfosis que comenzará a sufrir la protagonista a causa del cáncer.

No obstante, la resolución de algunos momentos, como el de la relación entre Valia y Guido, no está a la altura de las propuestas planteadas aunque no cabe duda que enfrentarse a los diferentes equilibrios evanescentes de la película resulta una tarea de gran complejidad. Por otro lado, y pienso que que es la conclusión más importante de la película, su autora ha clavado el bisturí en la historia para extraer su propio estilo, su propio lenguaje y personalidad cinematográfica y no solo a través del relato de la protagonista, sino también a través de todas las historias reales e imaginadas, vistas y contadas, que pueblan la película y que nos conducen a un territorio en el que nuestra fértil imaginación solo está limitada por las intermitencias de nuestra propia vida.

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