Una carta al margen de Disney
El envés de la máscara Por J. Areta
J'ai dormi, un enfant est venu dans la dentelle (…)
Toute ma vie, c'est courir après des choses qui se sauvent
Querida amiga:
Siempre se escribe en el envés de un encuentro, para continuar una conversación que se ha dejado a medias o, a lo peor, para enmendar una frase a contrapié que no hubo tiempo de terminar. También de cine, por supuesto. Serge Daney comentaba en su Perseverancia:
De niño, no vi ninguna película de Walt Disney. Así como había ido directamente a la escuela municipal, estaba orgulloso de haberme ahorrado el bullicioso parvulario de las sesiones infantiles. Porque los dibujos animados serían para mí algo distinto del cine.
La posición de Daney parece en un primer vistazo ontológica. Sin embargo, si uno sigue leyendo, de pronto emergen unas frases misteriosas que cierran el fragmento:
Tenía edad para descubrir al mismo tiempo mi cine y mi historia. Extraña historia que durante mucho tiempo creí compartir con otros antes de darme cuenta –muy tarde- que era solo mía.
Al contrario que Daney, yo tuve la ocasión de ver casi todas las películas de Disney en pantalla grande durante mi infancia. De hecho, como para tantos otros cinéfilos, hubo una suerte de aprendizaje inevitable en las reposiciones de los clásicos de los cuarenta y los cincuenta, todas aquellas sesiones de barrio con las que no quiero aburrirte ahora. Pero la frase de Daney –su cine y su historia eran “solo suyas”- esconde una verdad que quizá podría ayudarme a explicarte por qué, desde hace ya tiempo, me he negado a ver (o a volver a ver) ninguna película Disney/Pixar o similar.
2.
La gente, con cierta asiduidad, suele sentir nostalgia del niño o la niña que fue. Por ahí se filtra la mitología de Peter Pan, la edulcoración de los años perdidos, la acumulación de fotografías descoloridas en los grandes pasillos del alma. De hecho, me consta que muchos de nuestros contemporáneos acuden a las salas buscando una pista de ese niño perdido, intentando recobrar algo de aquellas sesiones, de aquella mirada.
Por mi parte, en mi casa no tengo ni una fotografía de mi infancia. He negado voluntariamente compartir mi espacio con las representaciones de mi propio pasado, y por extensión, ahora puedo ya confesar que lo único que había indefectiblemente era la representación de un niño permanentemente callado, quebradizo, obligado casi siempre a fingir algo parecido a una sonrisa. Según van pasando los años las fotografías se iban enrareciendo, hasta que a partir de los doce o los trece es prácticamente imposible encontrar una única imagen en la que no esté mirando hacia el fuera de campo, incapaz siquiera de mantener la mirada en el objetivo de la cámara.
Hasta hace poco no entendí claramente la relación simétrica –una suerte de espejo- que se establecía entre las imágenes de Disney y las fotografías de mi infancia.
Eran (son) las dos caras de la misma moneda. Frontal y envés, por así decirlo, de una máscara.
3.
Hagamos Flashforward.
Pongamos, por ejemplo, en 2003 o 2004. Una noche cualquiera, quizá mientras tú misma comenzabas a ver películas de la Disney, yo estoy en una carretera oscurecida con mi buen amigo M., probablemente discutiendo ligeramente borrachos si es mejor Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992) o Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994). Se acababa de estrenar Zatoichi (2003) y yo estaba bastante obsesionado con el cine de Kitano, así que es probable que aquella noche en concreto intentara torpemente reproducir una línea de claqué como las del número musical que cierra la película.

M. fue, por decirlo rápidamente, algo parecido a un hermano mayor que me legó la universidad. Escribimos y rodamos juntos, vimos infinidad de películas, fuimos testigos pacientes de las aventuras y desventuras sentimentales del otro.
Aquella noche que ahora recuerdo, mientras yo taconeaba torpemente sujetando el cubata con la mano derecha, M. me preguntó:
– ¿Y Pixar qué?
– Pixar es una mierda.
En mi memoria, M. arruga la nariz, se sirve otra copa, me ignora. M. se empeñará en que vea la segunda Toy Story, Monstruos S. A., Nemo, Los Increíbles. En el fondo yo sé que son grandes películas, pero se me hacen físicamente insoportables. En los visionados me enciendo un cigarro con otro, rebufo, me tiro al suelo, bostezo, hago lo imposible por pasar al margen de las imágenes.
– Pixar es una mierda – repito mecánicamente mientras me froto el mentón – Pornografía emocional. Una mierda, vamos.
4.
Flashback.
Tomemos, por ejemplo, La bella y la Bestia. A Bella se le presenta, como es bien sabido, utilizando un operador textual concreto: el libro.
Para Bella, el libro funciona como elevación, como aquello que grácilmente le hace separar sus pies del suelo. Así es como entra en la librería…

…así es como se mantiene en ella…

…y así es, por supuesto, como regresa al mundo cotidiano…

El primer número musical acierta en plantear, a grandes rasgos, que la sociedad no tiene demasiada simpatía ante una mujer que lee. Se desploma, sin embargo, al intentar responder: ¿Qué es lo que le gusta a Bella? Hechicerías, cuentos: Far-off places, daring sword fights, magic spells, a prince in disguise. Es decir, en esencia, a Bella le gusta su propia historia, la que cuenta Disney, la narcisista. Le gusta su propia historia, lo que no deja de ser extrañamente resbaladizo. Volveré sobre esta idea.
La banalización del objeto libro es peligrosa cuando, como ambos bien sabemos, el libro no es únicamente el objeto que en nuestra vida cotidiana nos protege del contacto con un exterior eminentemente hostil y vulgar. Bella no parece sufrir por el rechazo de los demás, convencida como está de ocupar ese cielo que, a mi juicio, ninguna adolescente sensata ha ocupado jamás –la adolescencia, como todo el mundo sabe, es el infierno mismo en la tierra y nada puede resultar más insultante que ese plano pastoril en el que una niña, guapísima y físicamente moldeada como imposible, se recrea en el centro del plano con el fluir del agua de la fuente.
Quizá mi antipatía por casi todos los productos de la Disney parte de esa posición simbólica por la que se puede dotar de sentido el acto mismo de existir mediante una peligrosa combinación de colores vivos, canciones celebrativas, quiebros y requiebros. “Hakuna Matata, Vive y sé feliz” es una especie de dogma con el que nunca he sabido manejarme. Y no he sabido, precisamente, porque el único territorio en el que esas palabras pueden ser pronunciadas –la infancia- es el territorio que me fue vedado y el que no habité sino de puntillas y a deshora.
Las películas de la Disney ponían frente a mí que había una cierta condición de lo humano –que era la condición que compartían mis compañeros de clase- en la que uno podía sentirse despreocupado, pueril, voluntariamente ingenuo. Mi “Hakuna Matata” llegó unos cuantos años más tarde, cuando en una sesión televisiva de esa cinta inenarrable intitulada Volveré a nacer (Javier Aguirre, 1971), el carpetovetónico intérprete melódico Raphael se arrancaba en un desmesuradísimo y demencial número musical:

Yo no me iré completo de este mundo / Porque jamás yo conocí la primavera / Yo no viví la juventud como cualquiera / Porque pasé de la niñez a los asuntos.
Más allá de que la película –seamos benévolos- no sea precisamente memorable, aquel plano me había trazado otro camino bien diferente. Había generado el surco por el que transitaría posteriormente mi visión del cine: no podía ver películas de Disney, simple y llanamente, porque yo no había vivido jamás cosa parecida a la infancia y, por lo tanto, no podía mirar ese territorio desde la posición que exigían las imágenes. Raphael pasó “de la niñez a los asuntos”, pero mi elipsis fue todavía más salvaje porque pasé, en un parpadeo que únicamente entienden los huérfanos, los expósitos y otros hermanos míos, directamente a la adolescencia –esto es, de la nada al infierno. Pero también como diré más tarde, de la nada al amor.
Aunque, si debo serte completamente sincero, en mis relaciones con Disney hay, por supuesto, una excepción.
5.
Fantasía (Fantasia, VV.AA, 1940) era, curiosamente, la película que no le gustaba a nadie en mi clase. Era la película que nos endosaban los padres carmelitas cuando llovía y se sentían impelidos a culturizarnos por la vía rápida. Fantasía, voy a decirlo claro, daba por culo al personal porque los compañeros se aburrían, porque no había candelabros afables ni galanes de revista. Porque era implacable. Porque era hermosa, madura, no necesitaba trama, resultaba terrorífica a ratos, misteriosa a otros, porque bordeaba el significado y apabullaba.
Era una película que rechazaba voluntariamente la infancia.
Recuerda, por ejemplo, el célebre aprendiz de brujo. En la más absoluta de las soledades, el deseo de Mickey no era tanto vivir sin “ningún problema que le hiciera sufrir”, o descubrir que “la belleza estaba en el interior”, ni siquiera saber que “había un amigo en mí”. En él –en Mickey, quiero decir- no había tanto un amigo sino un tremendo deseo.
Pero vayamos despacio. Mickey era, sin duda, un personaje extraño. En primer lugar, porque al contrario que Bella, tenía una sombra –una percepción de la oscuridad- mucho más grande que sí mismo.

En segundo lugar, el deseo de Mickey pasaba por ocupar un cierto lugar: el del maestro. Mickey sentía una pulsión desmesurada por situarse en la posición del brujo. Por aprender. De ahí que lo primero que haga sea, muy precisamente, ensayar sus gestos.

Un saber, el de su maestro, que está situado en el lugar que ocupa la muerte. Fíjate en esa calavera que, por cierto, es la condición para que emerja la magia. Las figuras que fascinan al protagonista surgen de un cráneo. Saber y muerte. Poca broma.

Y cuando todo salía mal, cuando el conocimiento se volvía demoníaco, ¿qué era precisamente lo que salvaba al aprendiz de brujo?
En efecto. Un libro.

Aferrarse a un libro en mitad del naufragio.
Qué diferencia entre la concepción del libro de Bella, sus cuentos, sus fantasías de adolescente perfecta y guapísima, con esa agua calmada de su fuente, y a la contra, el libro como salvavidas en ese otro caudal de angustia desbordada de Mickey.

Y, por lo demás, ambos sabemos qué sobrenombre recibió cierto personaje histórico en Friburgo exactamente veinte años antes del estreno de Fantasía. Mientras los buenos padres carmelitas salían a fumarse el Ducados al descansillo y en mi clase los más precoces ya fingían masturbarse en las últimas filas, entendí que ya que no podría ser jamás el protagonista masculino de las grandes películas de Disney –ni Aladdin, ni la Bestia, ni John Smith.
Estaba destinado a convertirme en otra cosa. En el aprendiz de brujo.
6.
Flashforward.
El inconsciente es sabio, y cuando hace unas páginas citaba la secuencia de cierre de Zatoichi había olvidado lo que desvela el análisis:

Que, por la vía del morphing, las imágenes realizan ese sueño improbable que se escribe en casi todas las películas de Disney: que durante un rato, dos horas, nos devolverán la posición del niño perdido. Que nos acomodarán en una cierta ingenuidad y un cierto estado de las cosas del mundo donde el dolor, por muy abrasador que sea –el comienzo de Up (Pete Docter, Bob Peterson, 2009), del que ya hemos hablado por encima en alguna ocasión-, puede ser siempre recolocado, resignificado, resimbolizado. Lo realmente intolerable de las (buenas) películas de Disney me parece su capacidad para cauterizar, simbolizar, para encontrar una forma fílmica donde lo más abrasivo –incluyendo la muerte, claro- puede ser perfectamente “enmarcado”, “controlado”, o lo que es más terrible: formulado en parámetros que los niños no entiendan pero que a los adultos les resulten simplemente devastadoras.
Pero este enunciado es incompatible conmigo. De hecho, si hay algo que no quiero bajo ningún concepto es volver a mirar una película con los ojos de un niño.
7.
Doy un salto lateral y me sitúo, por ejemplo, en estos frames de Saló, o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975).
Como a tantos otros espectadores, su visión me sigue resultando hoy dificultosa. Sin embargo, por mucho esfuerzo físico que me suponga terminar la película, debo considerar la obra como una interlocutora sobresaliente para entender la manera en la que el ser humano levanta formas titánicas para reflexionar sobre sí mismo. Me fascina mirar las fotos de rodaje y preguntarme qué parte de Pasolini se abismaba a la hora de decidir una posición de cámara, una cierta angulación, o como en el que caso que reproduzco, algo aparentemente tan sencillo como un plano/contraplano.
Ahora bien, si tuviera que elegir entre volver a ver Saló o volver a ver Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010), por ejemplo, no dudaría en optar por la primera ni un segundo. Si tuviera que someter mi cuerpo a la contemplación de unas ciertas imágenes, por muy bestiales que sean, optaría por aquellas que resultan transparentes y adultas en lo que toca a la destrucción del ser humano. Con Pasolini me siento como un interlocutor frente al mal. Ambos, de alguna manera, estamos tensionados en el gesto de mirar, y de hecho, en los últimos planos así queda consignado.
Con Pixar, me siento un niño tembloroso al que se le hurta y se le ofrece, a la vez, el mismo horror. La diferencia, por supuesto, anida en la elipsis.

Entre estos dos planos hay un fundido encadenado. Ese fundido –que un niño no entiende, claro-, es el vaciado insoportable de eso mismo que mostraba Pasolini: que el cuerpo desaparece, generalmente de manera violenta y absurda, y que cualquier intento por no tomar esa idea con ambas manos y llevarla hasta sus últimas consecuencias es, de nuevo, invitar al espectador a que se ponga en el lugar del niño. Esto es, lo que yo no puedo tolerar de ninguna manera por dos motivos. El primero es porque, como ya he señalado, ese lugar (la buena infancia) para mí no existe. El segundo, no menos complejo, es que entre las exigencias para no enloquecer en este mundo nuestro, y especialmente los que tenemos un núcleo melancólico más o menos acentuado, debemos aprender a asumir aquello que tanto le dolía a nuestro querido Jay Gatsby:
“¿No se puede repetir el pasado?” exclamó Gatsby, no muy convencido de ello. “¡Pues claro que se puede!”. Miró a su alrededor, con desesperación, como si el pasado acechara aquí, en la sombra de su casa, lejos de su alcance por muy poco.
No aceptemos, entonces, la elipsis. Arrojémonos a ella con todo el peso del cuerpo, incluso si ese peso implica desaparecer por exceso –como las víctimas de Pasolini-, o por defecto –como el propio Gatsby, olvidado por todos en su funeral. El compromiso con la verdad –que es algo que un niño, por cierto, tampoco puede entender- exige el peso de lo real en las imágenes.
Y por cierto, ¿recuerdas que el proceso de captación de la imagen estaba, también en Up?

Qué diferencia entre esa manera de sugerir la mirada hacia el horror que llega y la de los verdugos de Pasolini, con sus prismáticos, llevando al público a la zona cero de la narración cinematográfica.
8.
Podría parecer que la postura que mantengo es extraordinariamente cínica, de no ser por dos factores. Como apuntaba antes, el primero tiene que ver con la máscara, el segundo tiene que ver con el amor.
M., mi buen amigo de la carrera, era como el Gatsby de Luhrmann. Resplandecía. Animaba las fiestas. Nunca le vi trastabillarse ni enrojecer –como yo solía hacer- frente a una mujer a la que desease.

¿Recuerdas esa cara de idiota que tenía el narrador en el contraplano?

Esa fue mi cara durante los dos primeros años de universidad. Quizá no llevaba pajarita, pero lo que es seguro es que llevaba la camisa por dentro y los pantalones subidos hasta los sobacos.
Sin embargo, también comprendí pronto que al igual que el Gatsby de Luhrmann, cuando mi amigo M. se refugiaba en su interior y se sentía triste, caía presa de un vacío absolutamente abismal del que muy pocos éramos testigos. Durante los años que estuve viéndole en acción aprendí, como es propio de mi naturaleza, la manera en la que para salir de los abismos de la vida era necesario confeccionarse una máscara, una colección de ademanes, de silencios estudiados. Y créeme: un día empecé a escribir en serio y, simplemente, ocurrió. Mi posición en plano había cambiado.

El análisis, el cine mismo, eran ahora esa ventana que protege a Gatsby de los fuegos artificiales. Eran la máscara. Y tras la máscara siempre quedará el no-niño asustado, inseguro, el bailarín en pánico que intuye la inminencia del paso en falso.
Recuerdo que en una ocasión me hablaste con amabilidad de mis capacidades para hablar en público. Lo que hay detrás de esa capacidad, lo que no puede ser jamás confesado es la distancia exacta que hay entre estos dos frames.

Y de la máscara que he tenido que tejer para sobrevivir –una máscara incompatible en esencia con las películas de Disney-, debo dirigir mi atención hacia el amor. Porque el amor, entendido en la complejidad y la riqueza que merece, es precisamente el territorio que no agota la secuencia de escenas inicial de Up (que es una narrativización de la pérdida), ni Un mundo ideal, ni siquiera Can you feel the love tonight?
No. El amor llega con toda su contundencia precisamente cuando la niñez queda atrás. Probablemente sea el gran regalo envenenado que deposita la vida en nuestras manos, durante un breve lapso de tiempo, para no enloquecer ante la posibilidad de tener que abandonar la infancia y de dejarse caer en las –por lo demás, tediosas y previsibles- monotonías de los años de la madurez. En medio, en el centro mismo de sentido de la experiencia vital, está el amor, con la complejidad abrasiva que lo caracteriza y su colección de fantasmas.
Y el amor, de nuevo, tiene que ver con la mirada.

(Parecería, todo sea dicho, que el agua que inundaba al pobre Mickey cae ahora, salvajemente, sobre la casa que protege el encuentro en Daisy y Gatsby).
La gran frase sobre el amor no está en las canciones de la Disney, sino en, de nuevo, Luhrmann (The XX): I said it’s been a long time/since someone looked at me that way/It’s like you knew me/And all the things I couldn’t say.
Lo que no se puede decir –lo que escapa al lenguaje, lo que es propiamente más valioso de la experiencia amorosa- es lo que no puede escribirse en una película infantil. Requiere elevar la mirada y llevarla hacia una dirección nueva en la que se abra, como un estallido, la abrasadora complejidad del mundo. Eso que Up dejaba en las elipsis pero que el gran cine escribe siempre de manera explícita – por ejemplo, en Breve Encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1945), cuyo análisis aquí nos llevaría demasiado tiempo pero que no puedo dejar de apuntar.
El amor no como una manera de descubrir “la belleza interior” (La bella y la bestia), o “el encuentro de los opuestos” (Pocahontas), sino más concretamente, como el doloroso pero definitivo encuentro de dos verdades formuladas desde el interior de dos máscaras. El encuentro de dos no-narraciones, de dos no-relatos, de dos no-dichos. Y eso es algo, repito, incompatible con el cacareado “lugar del niño” hacia el que Disney nos arroja.
***
Mucho me temo que he abusado de tu paciencia más de lo que marca la cortesía. También me temo haber sido demasiado indiscreto en algunos detalles, pero el género epistolar siempre nos permite algunas felices licencias con respecto a lo que puede decirse (o no) de las imágenes.
Quizá, intuyo, si sigues siendo una gran defensora de Pixar, es porque algo hay en su discurso que te acompaña allí donde la máscara aprieta, donde se formulan los enigmas fundamentales. Ahí estamos casi siempre abandonados y nos quedan pocas cosas: algunos amigos, algunos relatos, algunos libros. Una luz verde como la que veía Gatsby a través de su ventana, quizá.
No es poco.
Recibe un afectuoso saludo.
Qué genial !