Una historia de policías
Una pistola de juguete en la guantera Por Javier Acevedo Nieto
Una sirena rasga la noche. Su quejido parece un grito lejano que se va aproximando entre las sombras de edificios, cubriendo los agujeros del asfalto con presagios violentos. El coche policial recorre el laberinto de la periferia y el cuero del volante cruje bajo las manos sudadas. Hay en el retrovisor reflejos de viandantes jugando con botellas de plástico vacías y en los balcones se agolpan sombras tras las cortinas de punto de cruz. La puerta del coche se abre y las botas de goma dejan una impronta seca en el suelo, esquivando por unos pocos centímetros el chicle fosilizado día tras día. Teresa se ajusta el chaleco antibalas y camina un poco espatarrada hacia la puerta. No es una agente de policía normal: madre soltera que cuenta los pelos que pierde en la ducha y recorta cupones de champú esperando que la vejez consista en algo más que contar una nueva arruga en el michelín. Esta tampoco es una historia de policías corriente. Cuando la noche cae México D.F es una ciudad cubierta por un manto de mugre y violencia, destellos de neón y espejos rotos en los que mueren charcos de sangre seca. Aún así, a Teresa le quedan ganas de pedir un perrito caliente. Como decimos, esta no es una historia de policías al uso. Bueno, hay narradores con una marcada tendencia a la diarrea verbal hasta el punto de que en la historia de Teresa las imágenes nunca van por delante de las palabras, sino que se amoldan a ellas hasta el punto de que cada pausa y chasquido de la voz sirve para que el montaje pase de página y Teresa aparezca en otro lugar narrando la misma anécdota.
El cinturón no abrocha y el coche patrulla renquea un poco cada vez que la agente sube y baja. No sabemos si estamos en un relato negro escrito por algún aficionado de Chandler dopado con Monster, pero Teresa parece salida de un fanfic tan maravilloso como desmitificador. El montaje solo puede limitarse a puntuar cada instante en el que traga saliva y nosotros solo podemos seguir escuchando y conectando las anécdotas que se disparan una y otra vez. Es una especie de ruleta rusa en la que, tras cada transición, marcada por sonidos diegéticos perfectamente sincronizados o encadenada por espacios cartografiados en perfectas angulaciones salidas del sueño sureño de Hawks, el espectador espera que alguna de esas balas en forma de confesiones se dispare y del cadáver surja otra historia que contar. Ruizpalacios es un director que sabe dibujar perfectamente la silueta forense de todos los géneros con los que va ironizando a quemarropa y divirtiéndose mientras el resto tratamos de entender dónde está ese aura mística de todo relato sobre corrupción policial, agentes al límite y laberintos urbanos con trampas escondidas tras cada ultramarinos pestilente.
Sorpresa, el aura mística ni está ni se le espera. Aparece Montoya: un caradura que mide los días de la semana por los posos de cerveza que se acumulan en la mesita de la cocina. Hasta ahora hemos tenido un relato negro/algunos perritos calientes/muchos planos detalle porque la acumulación de microrrutinas visuales es para Ruizpalacios el mejor estudio de los tics de sus personajes. Y seguimos dejando cadáveres de géneros por el camino como fugitivos adictos a la gasolina y al tacto de los billetes en nuestros viejos Levis. Ruizpalacios y los barridos frenéticos de la cámara porque la patrulla del amor formada por Teresa y Montoya hay que narrarla en clave de thriller televisivo de los 70 con esos focos selectivos, zooms dramáticos y chirridos extradiegéticos: todo para narrarnos cómo Montoya se embarca en la titánica misión de recuperar las llaves de casa perdidas. Esta historia de policías es una intrahistoria íntima y personal, un docudrama y también una exquisita pantomima en la que cada género y cada código narrativo están ahí para contarnos que el cine es ante todo un eterno campo de pruebas y que las imágenes solo significan aquello que queremos que signifiquen.
Ruizpalacios se reserva para el final, un poquito después de sublimar el falso documental y narrar la mejor persecución policial en años a golpe de homenaje a Peter Sellers, otros formatos como el videoblog, la entrevista multipantalla y el documental más observacional para cerrar Una historia de policías con un gesto de maravillosa humildad después de haberse paseado por todos los géneros, formatos y códigos narrativos que ha cacheado y fichado: ceder espacio a sus actores y personajes reales para mostrar que lo metacinematográfico puede ser algo más que un instrumento egotista. Su artefacto ha sido divertido, juguetón, fascinante y personal; ahora le toca ser humilde, generoso y emocionante. Podemos advertir que hasta ahora no se ha mencionado sobre la vigencia del tema, la reflexión sobre la corrupción policial o la pertinencia de sus métodos. Es lo que pasa cuando un cineasta usa la técnica, la imagen y la historia del medio huyendo de temas e inamovibles modelos cinematográficos. Todo al servicio de la construcción de una dinámica cinematográfica perfectamente diseñada para significar por si misma. Esta no es una historia de policías según Ruizpalacios, es la historia de policías de Alonso Ruizpalacios: un cineasta que concibe el cine como un fin en sí mismo.
Una sirena rasga la noche. Teresa y Montoya se hacen cosquillas y comparten un polo helado para aliviar el calor. Las manos de Montoya están pegajosas porque ha dejado que su perro se coma de nuevo su fajita. Un cacheo y diez pesos de soborno, un cadáver en alguna esquina y alaridos de dolor en un barrio donde la autoridad sabe que el desorden es el único orden. Alguna elipsis para contar una historia paterna llena de noches sin cuentos, roturas de la cuarta pared y tiroteos en los que el humo del arma tarda más en disiparse que el miedo a no tener dinero para llegar a fin de mes. Esta es solo otra historia de policías, una llena de planos detalle y tripas incipientes: quizá el tipo de historias que importan.