Una montaña rusa hacia el futuro: a vueltas con el blockbuster Disney
Por Alberto Corona
Ocurrió en el verano de 2001, apenas dos años después de que hubieran instalado la atracción en Discoveryland. En Disneyland París nunca había existido un Tomorrowland como tal: el área original de la Disneyland estadounidense dedicada a la ciencia ficción y a la celebración de los avances tecnológicos había dado paso con la exportación francesa a un desfile de motivos literarios autóctonos (Julio Verne, básicamente) acompañando un Ala X que, a la entrada del recinto, aniquilaba preventivamente cualquier coherencia conceptual. No es que a mí me pareciera extraño, pues una de las ideas más felices que se te pueden ocurrir siendo niño es que lo creado por George Lucas en Star Wars es, efectivamente, ciencia ficción. En cualquier caso, aquella mañana había acudido con mis padres a probar una publicitada atracción llamada Chérie, j’ai rétréci le public, que traducido vendría a ser Cariño, he encogido al público y aclaraba su parentesco con dos VHS que ya había visto innumerables veces. Su naturaleza me resultaba todo un misterio: era una película que contaba con los protagonistas de la saga (Rick Moranis, Marcia Strassman, etcétera) al tiempo que con un invitado de excepción (Eric Idle de los Monty Python), y sin embargo no podíamos verla en el cine o la televisión, sino en un parque de atracciones. En una atracción con todas las de la ley que gracias al llamado 4D prometía pues eso, encogernos.
En la entrada nos dieron unas “gafas de seguridad” para que no corriéramos peligro durante las exhibiciones de Wayne Szalinski, que en el film acudía a recoger el premio a Inventor del Año para, como de costumbre, provocar un tremendo caos a cuenta de sus creaciones. Algo llamado Duplicador Dimensional clonaba de forma múltiple al ratón-mascota de su hijo, provocando que el público del evento —es decir, nosotros— saltara sobre las butacas al notar cómo entre sus piernas corrían roedores chillones. Y entonces ocurría lo prometido: la famosa máquina de Szalinski nos apuntaba, y segundos después su rostro nos contemplaba a través de una lupa que brotaba de la pantalla para subrayar la humillación. Era terrorífico. Desde que comenzara mi visita al parque no me había sentido tan vulnerable en ninguna de sus atracciones. Tan, sí, pequeño. Cuando una serpiente gigantesca se abalanzó sobre nosotros ya no fui capaz de evitarlo: cerré los ojos y quise salir de ahí cuanto antes. Pero de algún modo aguanté. Chérie, j’ai rétréci le public solo duraba 15 minutos, en fin, y a la salida empezó a blindarse un recuerdo marcado por la excitación.
“Lo principal de una montaña rusa es la subida, es la inquietud: ¿he cometido un error al subirme aquí?”, contaba el diseñador de la Space Mountain de Tomorrowland, Eddie Soto. “Queremos que cuando todo acabe salgas de allí como un superviviente. Miedo menos muerte igual a diversión”.
I
A su construcción original en el parque Epcot de Walt Disney World Resort, Cariño, he encogido al público distaba de ser la primera atracción que ahondara en el vínculo entre los parques temáticos y las grandes películas de acción real auspiciadas por la Casa del Ratón. Su parentesco, de hecho, fue establecido en el mismo momento que la Disneyland de Anaheim, California, abrió sus puertas en el verano de 1955, y entre las cuatro zonas que la circundaban —Main Street USA, Fantasyland, Frontierland y Adventureland—, Tomorrowland sorprendía a los primeros visitantes con la presencia de un Nautilus idéntico al de 20.000 leguas de viaje submarino (20,000 Leagues Under the Sea, Richard Fleischer, 1954) estrenada un año antes con el protagonismo de Kirk Douglas. Pero las inquietudes del estudio para fidelizar al espectador más allá de la pantalla de cine iban más allá: habiendo dejado atrás una década de crisis económica a causa de la huelga de animadores y las servidumbres productivas para con el gobierno estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, Walt Disney quería que este ambicioso parque de atracciones fuera la punta de lanza de todo un proyecto transmedia 1 que cerniera sus tentáculos —los del calamar gigante que conmocionó al público— alrededor de la televisión: el gran enemigo al que se enfrentaba Hollywood en los 50. Por su parte Walt nunca le dio esta consideración, y quiso establecer una retroalimentación absoluta con sus creaciones desde el principio: ya fuera mediante todo un programa en ABC destinado a vender las bondades del parque (El mágico mundo de Disney), o convirtiendo un barato serial en película revientataquillas. Esto es, Davy Crockett, rey de la frontera (Davy Crockett, King of the Wild Frontier, Norman Foster, 1955) que llegó para convertir Frontierland en la zona más célebre del parque gracias a que suponía el sitio idóneo para comprar gorros de mapache.
Davy Crockett, rey de la frontera tuvo secuela y 20.000 leguas de viaje submarino fue una de las películas más taquilleras de la década, afianzando un régimen de complemento que sostenían tanto clásicos animados como protoblockbusters a la hora de derivar en réplicas para los parques temáticos. Los Robinsones de los Mares del Sur (Swiss Family Robinson, Ken Annakin) otro taquillazo de 1960, inspiró la construcción de una casa-árbol con el mismo desinterés que el Nautilus a la hora de generar experiencias adrenalíticas; en opinión de Walt (y no le faltaba razón), el mero hecho de mirar, de sentirse dentro de la película, ya era lo suficientemente atractivo. Disneyland y los parques que le siguieron partieron siempre de esa base, articulados como la prolongación de una experiencia en cines que iba ganando espectacularidad con el paso de los años, y conocían poco a poco una fama independiente gracias a invenciones exclusivas. No resulta extraño que, justo con el nuevo siglo, se registrara un cambio de sentido en la dialéctica atracción/película, pues la atracción había trascendido el medio audiovisual hacía tiempo. Vaya, que la instalación de It’s a Small World, con sus irritantes animatrónics, formaba parte de la cultura pop con la misma convicción (e incluso un poco más) que cualquiera de los films de animación que Disney estrenó en los años 80.
No resulta extraño, pero sí cuanto menos curioso que la avalancha de películas que invirtieron el eje se redujera a dos años consecutivos (2002 y 2003), teniendo tiempo además de imbricarse en coordenadas diversas. La mansión encantada (The Haunted Mansion, Rob Minkoff, 2003) suponía quizá la expansión más genérica, sustituyendo al turista medio por Eddie Murphy a lo largo de una fidedigna puesta en escena de su deambular por un entorno barroco y más o menos inquietante. Pero Osos a todo ritmo (The Country Bears, Peter Hastings, 2003) y Piratas del Caribe: La maldición de la perla negra (Pirates of the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, Gore Verbinski, 2003) eran algo totalmente distinto. La primera, basada en la atracción menos memorable que pudieron escoger (Country Bear Jamboree), coqueteaba con el humor absurdo y saqueaba sin rubor los planteamientos irónicos sobre el rock y sus fans que había enarbolado Casi famosos (Almost Famous, Cameron Crowe, 2000) dos años antes. Mientras que la segunda, en fin, se convirtió en uno de los blockbusters más celebrados de los primeros 2000, sacando un jugo admirable del incipiente interés del público por una aventura neoclásica gracias a la musculosa dirección de Gore Verbinski y el carisma kamikaze de Johnny Depp. Que no se dieran de inmediato nuevas películas inspiradas en atracciones se debió quizá al entendimiento de que la jugada de Piratas del Caribe era insuperable, y que más valía limitarse a una sucesión de secuelas que fuera sofocando el impulso creativo original. Pero el fin de esta tendencia no llegó con la adocenada Piratas del Caribe: En mareas misteriosas (Pirates of the Caribbean: On Stranger Tides, Rob Marshall, 2011). Tampoco con la aún más mísera Piratas del Caribe: La venganza de Salazar (Pirates of the Caribbean: Dead Men Tell No Tales, Joachim Rønning, Espen Sandberg, 2017). La verdad es que ni siquiera podemos hablar de un final, pues este 2021 se ha estrenado Jungle Cruise (Jaume Collet-Serra), y por si fuera poco hace seis años Brad Bird dirigió Tomorrowland.
La película que terminaría por legitimar intelectualmente la costumbre de transformar cacharros de feria en cine de gran presupuesto solo podía inspirarse no ya en una atracción, sino en todo un recinto del parque, al tiempo que echaba mano de los eslóganes que adornaban sus muros para construir un corpus discursivo. Cuando Epcot pasó de ser esa ciudad utópica que había ideado Walt en los años previos a su muerte a uno de los tantos parques temáticos que componían Walt Disney World Resort, el entonces CEO de la compañía E. Cardon Walker supo exactamente cómo blindar con palabras inspiradoras lo que no era sino una gentrificación de la megalomanía primigenia: “Aquí los logros humanos son homenajeados a través de la imaginación, la maravilla de los emprendimientos y los descubrimientos del futuro que prometen excitantes beneficios para todos”, declaró en 1982 a las puertas del flamante Experimental Prototype Community of Tomorrow. “Epcot quiere entretener, informar, inspirar, y sobre todo crear un nuevo sentido de fe y orgullo a la hora de habitar un mundo que ofrece esperanza a todos sus habitantes”. La Tomorrowland de Brad Bird tiene más de Epcot, efectivamente, que de la propia (¿y terrenal?) Tomorrowland, concebida como una sublimación del progreso científico que debía ser nuestra eterna brújula, y que trasladado a la gran pantalla deparaba imágenes tan poderosas como aquella Torre Eiffel capaz de saltar entre dimensiones. El film, desdeñado por la crítica a cuenta de su talante naive, se las apañaba para que en sus márgenes un parque de atracciones deviniera un arma cargada de futuro, un parque de atracciones que subrayaba nuestra pequeñez al tiempo que exhortaba a superar cualquier límite. A lo largo de este esfuerzo, Tomorrowland solo se permitía una pequeña impostura: que los encargados de guiarnos hacia el mundo del mañana fueran llamados “soñadores” y no “imaginadores”. Puesto que cada atracción de Disneyland y aledaños había sido edificada por los voluntariosos miembros de Walt Disney Imagineering, lo suyo habría sido hacerles un guiño.
Tomorrowland
II
Cuando solo era un niño impresionable —y desconocía que tendría la suerte de nunca dejar de serlo— Frank Walker (George Clooney) llegó a Tomorrowland montado en un jetpack construido por él. Es otra muestra de lo sabiamente que el film de Bird administra la memoria iconográfica de Disney, pues asistiendo a su vuelo es inevitable remitirse a ese otro jetpack —esta vez no tanto una vía de acceso como el último grito tecnológico— que propulsaba la trama de Rocketeer (The Rocketeer, Joe Johnston, 1991). Este film de 1991 se topó con una taquilla discreta que no ha impedido agigantar su recuerdo, gracias fundamentalmente a dos motivos. En primer lugar, su carácter premonitorio: no era la primera película de superhéroes que acometía la Casa del Ratón (le antecede otro film bastante conocido como es Condorman), pero sí la más vistosa y capacitada para sentar escuela, fortuitamente a costa de su parecido con Iron Man (Jon Favreau, 2008) o intencionadamente por la presencia de Joe Johnston tras las cámaras, luego director de Capitan América: El primer vengador (Captain America: The First Avenger, 2011). En segundo lugar, y más interesante, está lo orgánicamente que se acopla a la mitología Disney. Por mucho que sorprendan elementos como la violencia o el erotismo light, Rocketeer edifica sobre una narrativa plenamente asentada, tan cinematográfica como mediática, que alude tanto a la visión desproblematizada de los nazis como villanos pop —entonces Indiana Jones no pertenecía a Disney, pero sí lo hacía La bruja novata (Bedknobs & Broomstick, Robert Stevenson, 1971) con esos soldados alemanes vapuleados por la locomoción sustitutiva— como a un vistazo de íntima superioridad hacia la industria de Hollywood. La película de Johnston deja espacio para los grandes imaginadores (ahí está Howard Hughes encarnado por Terry O’Quinn), pero sobre todo ansía regodearse en una visión del firmamento hollywoodiense marcada por la falsedad, capaz de camuflar a espías nazis en su seno y de remontarse a mediados de siglo, cuando Disney quiso distinguirse de sus competidores desarrollando una marca propia que era también un modo de estar en el mundo.
A la vez que incurría en prácticas puramente cerebrales y adelantadas a su tiempo tales como la diversificación de mercados —trasunto de las últimas estrategias del siglo XXI, que han priorizado el consumo streaming y los aparatosos intentos de seducir a China—, Walt Disney Productions se benefició del grandilocuente carácter de su fundador 2 a la hora de tejer una poderosa imagen pública, sostenida desde varios flancos. Los parques, los seriales televisivos y las películas de dibujos apuntaron desde los años 50 a una fidelidad del público familiar a prueba de balas y fiascos esporádicos en taquilla, promulgando una marca Disney que no tardó mucho en generar ensayos cinematográficos sobre su misma esencia, inseparables por otra parte de un estudio caracterizado prematuramente por la autorreflexividad y la necesidad de controlar la historia propia. Si bien expresiones pioneras como Davy Crockett probaron ocasionalmente a alinear este objetivo con el propio mito estadounidense —tan querido por Walt, y solo hay que pasarse por Main Street USA para comprobarlo—, los mayores aciertos vinieron marcados por la introspección pura. Pollyanna (David Swift), en 1960, exhibía una ingenuidad tan feroz 3 como la de Tomorrowland, en este caso no sirviendo para garantizar un futuro común sino un hermoso presente donde el optimismo resultara ser el acto de valentía suprema. La comedia protagonizada por Hayley Mills entregaba así unas líneas maestras que desembocarían cuatro años más tarde en Mary Poppins (Robert Stevenson), que además de ser entonces la película más taquillera de la historia de la major (y más apoyada por los premios de la Academia), también fue la obra que Walt destacó como la mejor de su carrera. Por esto empecé a hacer películas, aseguraba no mucho antes de que, en su funeral, los músicos tocaran Feed the birds por petición testamentaria.
Hay muchos motivos que erigen a Mary Poppins en algo así como la película definitiva de Disney, pero más allá de sus ingentes virtudes habría que quedarse con su condición de cumbre para un estilo —uno que ya tenía más de 30 años en el momento de su estreno—, y de franca enunciación de la filosofía disneyana. La cual podría resumirse en un triángulo de sentido 4 marcado por la unidad familiar, el optimismo de Pollyanna y la exaltación de la niñez (sea material o psicológica), cuya combinación debía desembocar en el disfrute máximo de las propuestas del estudio. Más allá de su pacata visión del sexo, su conservador programa político o la alergia que en los 60 le inspiraban a Walt las agitaciones sociales y contraculturales, este triángulo conseguía perseguir, definir y demarcar a su audiencia, incapaz de no suscribir un pacto que alcanzaría proporciones mundiales. En sintonía a cómo Mary Poppins consolidó el idilio de Disney con el público, su director Robert Stevenson —firmante de 19 producciones de la Casa del Ratón— llegó a abrazar el estatus de cineasta que más dinero había ganado en toda la historia del cine, título que no pudo disputar con mayor firmeza debido a que poco después del estreno de su obra magna, en 1966, Walt falleció, y el estudio se vio inmerso en una crisis de identidad que se extendería a dos décadas. Crisis que fue inaugurada con una producción monumental, lo bastante para enunciar un cambio de paradigma: El más feliz millonario (The Happiest Millionaire, Norman Tokar, 1967) última película cuyo término Walt pudo alcanzar antes de morir, nacía a la estela de Mary Poppins como un musical de tres horas consagrado a las desventuras del clan Biddle. Esta poderosa familia de Filadelfia participaba tanto del triángulo disneyano como de un efervescente patriotismo, ofreciéndose como espejo virtuoso de lo que Walt consideraba la quintaesencial identidad estadounidense sin que, a finales de los años 60, esta idealización le cayera simpática a nadie. En vísperas del Nuevo Hollywood, crítica y público compartieron la sensación de que la película estaba desfasada. De que el tiempo había atropellado a Disney 5
Mary Poppins
III
What would Walt do. Preguntarse constantemente qué habría hecho Walt: esa fue la indicación básica que siguió la directiva de Disney —inicialmente encabezada por Roy, su hermano— en los años inmediatamente posteriores al fallecimiento del fundador. El lema fue tomado inicialmente como algo literal: temerosos de incurrir en experimentos y salidas de tono, fueron innumerables los proyectos acumulados en la mesa del patrón que dieron el salto al cine con menor o mayor fortuna. Nacida a partir de descartes de Mary Poppins, La bruja novata abortó el desfile de superproducciones durante un tiempo a causa de su escasa recaudación, mientras que un producto de derribo como Ahí va ese bólido (The Love Bug, Robert Stevenson, 1968) se topaba con un inesperado éxito en taquilla presto a deparar secuelas sucesivamente más absurdas, todas ellas encabezadas por un Volkswagen Escarabajo que, con el nombre de Herbie, había pasado de ser el coche hippie al coche favorito de los barrios residenciales de EE.UU. La teoría de la asimilación defendida por Thomas Frank 6 —que, con aliento lampedusiano, describía cómo el potencial revulsivo de los vientos contraculturales sesenteros fue absorbido por el capital sin apenas resistencia— tendría un eco inequívoco en la industria del cine a partir de la transición del Nuevo Hollywood a la fiesta blockbuster organizada por Spielberg y Lucas… pero Disney, líder corporativo en los 50 y primeros 60, tardaría en darse por enterado.
La razón fundamental se dividía entre la llorada ausencia de su fundador y las dificultades de acoplar el triángulo disneyano en una década marcada por el cambio y la defenestración de certezas, que también pasaba por denigrar la labor de los productores institucionalizados a favor de la juventud y los autores. Se daba, en resumen, un ambiente imprevisible y angustioso, que luego de numerosos cambios en la directiva terminó por conducir a la etapa más heterodoxa de Disney: aquella iniciada por El abismo negro (The Black Hole, Gary Nelson) en 1979. Se trata de una etapa, esta de los “años oscuros” 7 de Disney, no marcada tanto por la búsqueda tenaz de horizontes creativos novedosos como por un blockbuster —ya se puede utilizar la etiqueta con propiedad— permeable y permeador. Esto es, un blockbuster tan capaz de engrosar tendencias populares como de crearlas involuntariamente, gracias a las particularísimas circunstancias de una década irrepetible donde el cine de gran presupuesto no dejaba de innovar. El vínculo de El abismo negro con La guerra de las galaxias. Episodio IV: Una nueva esperanza (Star Wars, George Lucas, 1977)—a la que sucedió por dos años pese a contar con una gestación simultánea— es inexcusable, como también lo es extraer a partir de esta dupla la enorme desorientación de Disney. El abismo negro, con una solemnidad y violencia inéditas en la saga de George Lucas, ensayaba una imposible mezcla 8 de ciencia ficción dura con arrebatos poéticos/místicos a años luz de la coherencia que exhibía 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) con mimbres similares, alejándose militantemente de todo aquello que el paladar familiar podía esperar para constituirse como una obra ensimismada, despojo llamado al culto de un veloz cambio de Hollywood. El abismo negro, en última instancia, se veía desubicada en la mitología Disney, que por entonces y aunque los números no acompañaran mostraba indicios de querer retomar el control fuera de los proyectos inconclusos de Walt. Así ocurrió que, el mismo año de inauguración de Epcot, la compañía estrenó otra producción de culto por nombre TRON (Steven Lisberger, 1982).
Este film de pioneros efectos digitales nacía de la afición de Steven Lisberger por los videojuegos, bañándose en un zeitgeist marcado por el interés hacia las posibilidades lúdicas (o terroríficas) de la tecnología que a lo largo de los años 80 originó propuestas como Juegos de guerra (WarGames, John Badham, 1983) o Starfighter: La aventura comienza (The Last Starfighter, Nick Castle, 1984) repositorios de las mismas inquietudes que TRON. Y, del mismo modo que TRON representó esta querencia por el scifi cibernético, así lo hizo El dragón del lago de fuego (Dragonslayer, 1981) con la fantasía medieval —cultivada en lo sucesivo por El señor de las bestias, Legend, Conan el bárbaro y Willow—, o la inclasificable Popeye (1980) de Robert Altman con la resaca autoral de los años 70, derramada para desconcierto del público sobre una adaptación comiquera cuyo director había sabido ajustar con firmeza a sus inquietudes intransferibles. La conversión del cine de terror en feudo de los multicines también tuvo su eco en Disney a la hora de impulsar películas que se adscribían abiertamente al género —caso de Los ojos del bosque (The Watcher in the Woods, John Hough, 1980) y la magnífica adaptación de Ray Bradbury, El carnaval de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes, Jack Clayton, 1983)— o se servían de él para apelar a un público familiar que cada vez se parecía más al adolescente 9. Es el caso de Oz, un mundo fantástico (Return to Oz, Walter Murch, 1985) inaudito volcado del mundo de L. Frank Baum a unos escenarios opresivos y obscenamente siniestros, que oficiaban como prueba última de hasta dónde estaba dispuesto a llegar el estudio por mantener la relevancia comercial, en los términos que fueran.
No obstante, y como demostraría del todo el blockbuster del siglo XXI, la clave para acomodarse en esta relevancia no estaba en la sorpresa, sino en el crossover. En girar la cabeza hacia la memoria propia, comprender la fuerza del vínculo que esta había entablado con la audiencia, y canalizarla a través del desfile de IPs. Antes que La sirenita (The Little Mermaid, John Musker, Ron Clements, 1989) quizá sea más adecuado endosarle a ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, Robert Zemeckis, 1988) la responsabilidad del Renacimiento mantenido durante los años 90, por mucho que no fuera posible sin la confraternización con otras majors y viniera financiada por Amblin (sello de Spielberg) y Touchstone, marca de reciente creación con la que Disney quería dar salida a producciones más enfocadas al público adulto. Sin entrar en debates sobre la autoría o sobre el inspirado ejercicio metarreferencial que proponía Robert Zemeckis —uno que iba mucho más allá de la convivencia humana con los dibus—, no cabe duda de que ¿Quién engañó a Roger Rabbit? inauguró una etapa triunfal y, más importante, estable, para la Casa del Ratón. Llegados los felices 90, con la atención de crítica y público acaparada por los clásicos animados de nueva hornada, la producción de acción real pudo limitarse a un desarrollo distendido y mucho menos histérico que el visto durante los 80, sin que por ello dejara de enarbolar pistas y diálogos sobre un futuro inmediato de la compañía.
Mientras Rocketeer recaía en un aura mitológica de Disney mutada convenientemente en pulp y films como La pandilla (Newsies, Kenny Ortega, 1992) o Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, Stephen Herek, 1993) coqueteaban con ingredientes ciertamente llamativos —ya fuera la energía política de la primera o la desvergüenza a nivel violento y sexual de la segunda— una película tan celebrada en retrospectiva como El retorno de las brujas (Hocus Pocus, Kenny Ortega, 1993) pronosticaba una nueva homogeneización, esta vez de índole televisivo. Un modelo de estricto control de daños y target nuevamente especificado que nacía a expensas de la marca Disney Channel, la misma que como productora de andar por casa se había lanzado a los primeros remakes desarrollados jamás por la Casa del Ratón, y que tenían como poca vistosa fuente las comedias de los 60 y 70 (El extraño caso de Wilby o Mi cerebro es electrónico). Los 90 supusieron, sí, la década en la que Disney empezó a repensar abiertamente su pasado, una vez se había recuperado de la muerte del fundador y debía recabar fuerzas para mantenerse de actualidad. Los productos de Disney Channel y el primer remake del estudio practicado a sí mismo (De vuelta a casa: Un viaje increíble, a partir del poco conocido film El viaje increíble) dieron paso con prontitud a una idea que solo la mediación noventera podía no considerar peregrina: la actualización de un clásico animado en forma de película de acción real.
El abismo negro
IV
Hay que matizar, sin embargo, que las primeras expresiones de este remake disneyano que hoy hemos aprendido a temer no quisieron fijarse como objetivo inmediato la sustitución de lenguajes. Tampoco es que fuera de recibo considerar a El libro de la selva: La aventura continúa (Rudyard Kipling’s The Jungle Book, Stephen Sommers) estrenada en 1994, como un remake puro. La película dirigida por Stephen Sommers partía de una tenue inspiración en el film animado, ocasionalmente vehiculada por escenas de acción de aire cartoon en absoluto novedosas —las comedias de Disney ya habían incurrido en una gramática similar—, mientras que 101 dálmatas. ¡Más vivos que nunca! (101 Dalmatians, Stephen Herek) a pesar de sí contar a grandes rasgos la misma historia, exhibía un meritorio esfuerzo a la hora de transponer la lógica animada a la humana, perdiendo con ello perros parlanchines y ganando interpretaciones icónicas (la de Glenn Close). No es hasta Inspector Gadget (David Kellogg, 1999) terminando la década, que se percibe un intento serio por que la animación dé alas a un nuevo tipo de blockbuster, dependiente de la apoteosis CGI vivida en derredor y apuntando a la encrucijada que ha marcado a los remakes de Disney —o, más ajustado, las producciones “nostálgicas” Disney por cómo de intercambiables son las etiquetas de remake, reboot y secuela— desde entonces. Los posibles caminos son dos: o la emulación respetuosa permitida por el poderío digital, o la relectura recomendada por otros activos mercantiles que acogerían fuerza especialmente durante la segunda mitad del siglo XXI.
La vía de la relectura puede ser la más jugosa, aunque no necesariamente la más importante. Insinuada por unos estrenos iniciales que rompían las expectativas (Tron: Legacy) a la vez que ni siquiera disimulaban lo poco que les importaba el título original —caso de La montaña embrujada (Race to Witch Mountain, Andy Fickman, 2009) convirtiendo una película de ciencia ficción creepy en blockbuster de acción con Dwayne Johnson, o de El aprendiz de brujo (The Sorcerer’s Apprentice, Jon Turteltaub, 2010) construyendo un delirio capitaneado por Nicolas Cage a partir de un famoso corto de Mickey Mouse—, dicha vía halló un primer hito en Encantada: La historia de Giselle (Enchanted, Kevin Lima, 2007). Título interesante no solo por cómo prologa discursivamente el monstruoso éxito de Frozen (Chris Buck, Jennifer Lee, 2013) Encantada: La historia de Giselle proyectaba en 2007 su pirueta meta tanto hacia la figura de la princesa Disney —por supuesto, desarticulada y reconstruida con ladrillos cosméticamente diferentes en una hora y media de metraje— como hacia el maridaje de animación y acción real. En este sentido, las propiedades irreconciliables de ambos lenguajes no solo servían para lanzar la totalidad de chistes sino que nunca atinaban a hallar un punto de encuentro ni convivían en un mismo plano, acaso dando la razón de forma profética a los mayores detractores de los remakes en acción real de Disney. Esta disertación estética, claro está, no tendría tanto pábulo como los comentarios a cuenta de la identidad femenina dentro del canon Disney, o la voluntad de explorar con los ojos del ahora su memoria iconográfica, que poco después conducirían a ejercicios desigualmente logrados como Into the Woods (irritante jugueteo con las convenciones del cuento de hadas), Christopher Robin (estudio sorprendentemente amargo del recuerdo infantil) o, desde luego, Al encuentro de Mr. Banks (Saving Mr. Banks, John Lee Hancock, 2013). Esta película de increíble cinismo se proponía actualizar el mito fundacional/sentimental de la Casa del Ratón —que, a efectos prácticos, ha de retrotraerse a la producción de Mary Poppins— incurriendo en manipulaciones de muy variado pelaje, desde el fichaje de Tom Hanks como Walt Disney hasta la hedionda tergiversación de la asociación que P.L. Travers, autora de los libros originales, mantuvo con la compañía. Las lágrimas que en la vida real Travers lanzó ante la visión de su criatura prostituida, en Al encuentro de Mr. Banks se convertían en lágrimas de felicidad: lágrimas que refrendaban la fuerza indómita del triángulo disneyano y su capacidad para domesticar identidades.
Siendo Al encuentro de Mr. Banks un artefacto de falseamiento histórico mucho más eficaz que la mediocre El regreso de Mary Poppins (Mary Poppins Returns, Rob Marshall, 2018) —una celebración del film original sin inventiva alguna a la hora de contextualizarlo—, hay que retomar la segunda vía que se abrió a finales de los 90, por cómo la emulación respetuosa a través del CGI ha encontrado dos afortunados puntos en común con la relectura. Son los que representan Maléfica (y de forma más anecdótica la reciente Cruella), sendos ejercicios que parten de un original animado para, a través de una lealtad superficial a su envoltorio, modificar drásticamente su sentido. La transformación del célebre beso de amor verdadero en una épica expresión de maternidad/sororidad que vemos en Maléfica es así sucedida por una villana archiconocida acaparando el punto de vista de la historia y abandonándose a un retcon de su biografía y ambiciones que pueda ser asimilado. Es evidente que en Cruella la pretensión de traicionar la fuente es mucho menos estimulante 10, pero también lo es que contrasta inevitablemente con la enervante docilidad y falta de arrojo que penden sobre los remakes de clásicos animados.
Justo es decir que, mientras los títulos mencionados buscan su contemporaneidad desde el guion y la retórica, los infames remakes prefieren trabajar desde lo puramente estético. Los hilarantes esfuerzos por endosarle a clásicos con varios años de antigüedad preocupaciones presentistas —sea la Jasmine empoderada de Aladdin (Guy Ritchie, 2019) o el atolladero en el que se mete Dumbo (Tim Burton, 2019) al denunciar la explotación corporativa— pueden dar igualmente para comentarios sesudos sobre cómo quiere Disney presentarse ahora ante la audiencia, pero también son exógenos a la directriz creativa fundamental, que es la de trasladar con éxito la animación a un cosmos realista gracias a la técnica digital. Es un propósito duro e ingrato que inevitablemente conduce al suicidio estético —el Aladdin de Guy Ritchie quizá sea el ejemplo más clamoroso, seguido de cerca por la insuficiencia a todos los niveles de La bella y la bestia (Beauty and the Beast, 2017) de Bill Condon—, pero que aún así se las ha apañado para evolucionar sin pausa y obtener el beneplácito de la taquilla. Toca destacar el nombre de Jon Favreau, uno de los cineastas más comprometidos con el avance de los efectos digitales —cuya influencia completa distamos de atisbar con la patente del StageCraft y el modo en que puede ayudar a los rodajes pandémicos o pospandémicos—, y quizá el único que ha salido victorioso a la hora de conducir la animación al CGI fotorrealista. Lo ha hecho, curiosamente, eliminando casi por completo la presencia humana de sus propuestas y tensando lo máximo posible la consideración de qué es live action y qué no lo es. Tanto su versión de El libro de la selva (The Jungle Book, 2016) como la de El rey león (Jon Favreau, 2019) —que actualmente ostenta el rango de película animada (¡) más taquillera de la historia— pueden presumir de haber acuñado un lenguaje sólido y competente, si acaso circundado por una acusada inexpresividad emocional. Le importe esto a Favreau o no, hay motivos para presumir, sobre todo en una época donde su búsqueda del más difícil todavía contrasta con la estandarización visual que ha sepultado la marca Disney. Una estandarización que podemos asociar al primer remake auténticamente influyente de la compañía: Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland, 2010) de Tim Burton.
El libro de la selva
V
En 1985 Oz, un mundo fantástico establecía su tono sombrío desde los primeros minutos, antes de que Dorothy (Fairuza Balk) pudiera regresar al susodicho Oz. Su empeño en que lo vivido durante la película anterior no había sido una fantasía alarmaba a sus padres hasta el punto de recurrir a una terapia de electroshock en un manicomio de pesadilla. A Alicia (Mia Wasikowska) le pasaba algo similar en Alicia a través del espejo (Alice Through the Looking Glass, James Bobin, 2016) con sus recios familiares movilizándose para internarla y hacerla olvidar sus experiencias en el País de las Maravillas. No obstante, lo que en los 80 era una carta de presentación, en 2016 era un paréntesis sin consecuencia alguna: ni en la trama ni el recuerdo del público. La protagonista podía regresar de inmediato al hogar de sus amigos, y el relevo de realidades no acogía ningún impacto debido, fundamentalmente, a que ambas estaban fotografiadas igual.
En 2010, hace ya más de una década, la Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton sentó un concepto estético al que Disney se ha plegado sin rechistar desde entonces: un look uniforme marcado por la hiperdigitalización, la liviandad corpórea y la saturación cromática, que casualmente ha coincidido en el tiempo con otras estandarizaciones de la imagen como son las que enarbolan las producciones originales de Netflix o las películas de Marvel Studios, no por casualidad salidas también del seno de la Casa del Ratón. El modelo visual Disney, de este modo, le ha tomado la delantera a otras vías que se fueron dando al comienzo del siglo, posibilitadas por un sugerente ánimo exploit. Las crónicas de Narnia (The Chronicles of Narnia: The Lion, The Witch and the Wardrobe, Andrew Adamson, 2005) como heredera young adult de El señor de los anillos, Sky High (Mike Mitchell, 2005) como ídem de la paulatina conquista superheroica, o incluso La búsqueda (National Treasure, Jon Turteltaub, 2004) aspirando al espíritu aventurero de un hito de la propia Disney, Piratas del Caribe; cualquier divergencia fue desechada primero ante la homogeneización Disney Channel —culminada con el estreno en cines de High School Musical3 (High School Musical 3: Senior Year, Kenny Ortega) en 2008—, y luego ante las inclemencias del CGI, que pronto fue más allá de la acción y las criaturas fantásticas para sustituir localizaciones y animales reales. El nuevo estándar Disney ha demostrado ser lo suficientemente fuerte como para ahogar visiones distintivas —la de Sam Raimi, asesinada sin contemplaciones por la nueva película de Oz— o incluso desaconsejar la entrega de indudables subproductos al disfrute irónico que debieran despertar la pavorosa Un pliegue en el tiempo (A Wrinkle in Time, Ava DuVernay, 2018) y la algo más audaz El cascanueces y los cuatro reinos (The Nutcracker and the Four Realms, Lasse Hallström, Joe Johnston, 2018). La estandarización ha llegado a tal punto que ni una película tan agradable como Jungle Cruise escapa a ella, con realización y sentido de la maravilla finalmente fagocitados por el desequilibrio CGI.
En oposición a la producción animada —que gracias a su gusto por el relato universalizante y la mesura a la hora de intelectualizar las propuestas frente al onanismo Pixar 11 se beneficia de un envidiable estado de salud]—, la producción de blockbusters Disney presenta hoy en día abundantes motivos para el hastío, sometida a un desfile interminable de reverencias al pasado, combates por la inclusión de diversidad perdidos de antemano por los requisitos de exportación, y la serialización que llega de la mano del streaming, con Disney+ cogiendo el testigo de Disney Channel para producir los telefilms más caros del mercado. Con todo, no hay motivos para descartar que esporádicamente se sigan dando propuestas distintivas, disonancias que surjan de una contención autoimpuesta para devolver el vértigo y la sorpresa a la experiencia blockbuster. En esta línea ha resultado ser el legado de Piratas del Caribe el más fructífero a la hora de forzarnos a conservar la fe, pues fue gracias a su director Gore Verbinski que tuvimos un western tan atípico y eufórico como El llanero solitario (The Lone Ranger, 2013) y fue su aventura tan cuidadosamente digitalizada como dependiente de lo literario la que condujo a la producción de John Carter (2012). Este film formidablemente dirigido por Andrew Stanton (llegado no por casualidad de la animación) defendía un espectáculo depurado y de colosal confianza en sí mismo, que tras dos horas se atrevía a entregar un desenlace sin acción, de puro y duro autodescubrimiento, así como de posible indagación en la búsqueda de un nuevo triángulo que diera sentido no solo al blockbuster Disney en el siglo XXI, sino al blockbuster contemporáneo por entero. “Abraza una causa, enamórate, escribe un libro”, eran sus vértices.
El llanero solitario fue un fracaso en taquilla, como también lo fue John Carter y poco después lo sería Tomorrowland. Esta racha lamentable conduce a la sensación de que ya no es tiempo de imaginadores, ni tampoco podemos volver a sentirnos diminutos frente a la gran pantalla. No obstante, estos títulos nunca flaquearon a la hora de confiar en el blockbuster del siglo XXI y en sus posibilidades de futuro. Lo mínimo sería que correspondiéramos tímida, pero consecuentemente, a esa confianza.
- GOLDBERG, Aaron H. (2016): The Disney Story, Quaker Scribe Publishing ↩
- GABLER, Neil (2007): Walt Disney: The Biography, Aurum Press Ltd, Gran Bretaña ↩
- WEST JR., John G (1994): The Disney Live Action Productions, Hawthorne and Peabody, EE.UU. ↩
- MIRÓ, Francesc (2020): Así se fraguó la fórmula Disney, en eldiario.es. Disponible en https://www.eldiario.es/cultura/cine/cuentos-traumaticos-disney-convirtio-entretenimiento_1_6031423.html ↩
- CORONA, Alberto. (2020): La otra Disney. Volumen 1, Applehead Team, Benalmádena. ↩
- FRANK, Thomas. (1997): La conquista de lo cool, Alpha Decay, Barcelona ↩
- TONES, John (2016): Cuando Disney perdió el oremus: Los estrafalarios años 80, en Magnet. Disponible en https://magnet.xataka.com/en-diez-minutos/cuando-disney-perdio-el-oremus-los-estrafalarios-anos-80 ↩
- ANDÚJAR, José Amador Pérez: Disney de noche, en El Antepenúltimo Mohicano. Disponible en https://www.elantepenultimomohicano.com/2020/08/disney-de-noche-capitulo-primero.html ↩
- MALTIN, Leonard (1984): The Disney films, Jessie Films Ltd, Nueva York ↩
- CORONA, Alberto (2021): Cruella y la cumbre del revisionismo Disney, en eldiario.es. Disponible en https://www.eldiario.es/cultura/cine/cruella-cumbre-revisionismo-disney-convertir-villana-antiheroina-pop_1_7976099.html ↩
- CORONA, Alberto (2021): Pixar llega a un callejón sin salida, en eldiario.es. Disponible en https://www.eldiario.es/cultura/cine/pixar-llega-callejon-salida-ambicion-desmedida-soul_1_6665076.html ↩