Una pastelería en Tokio
Lo invisible a los sentidos es visible en el corazón Por Tere López
Tres personajes como tres heridas que se curan entre árboles de cerezos y dulces dorayakis. La directora japonesa Naomi Kawase vuelve a conmovernos, esta vez desde la cocina de Una Pastelería en Tokio que funciona como refugio para el frustrado cocinero Sentarô, la indecisa joven Wakana y la desempleada anciana Tokue.
La propuesta de Kawase, basada en la novela homónima de Durian Sukegawa, habla de varias miradas sobre la incomprensión, la de uno mismo y la de los demás; la importancia de encontrar una voz propia (un an ó anko propio) y la de valorar las piezas únicas (dorayakis) que se crean en la cotidianidad.
Desde el principio la directora nos invita a escuchar a Sentarô a través del peso de sus pasos solos, rutinarios en el camino a la pastelería con la que él carga. Pasos sobre metal, sobre piedra lejos del mundo real. La obsesión que tiene Naomi por el sonido vuelve a estar presente en esta cinta para darle un espacio valioso a cada momento.
En su trabajo anterior, Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014), veíamos a la cámara como un espacio que dejaba entrar la luz y hacía un espacio para respirar, para guardar los silencios, la conciencia que puede capturar el mundo. La fórmula se repite, pero ahora en el exterior, dando un profundo sentido al murmuro de los cerezos, que según Kawase, representan la muerte y la libertad por su particular naturaleza.
El sonido violento de un tren en pleno paso abre el primer diálogo del largometraje, entre una madre y su hija, Wakana, debatiendo sobre la utilidad de ir a la escuela. Antes de esa secuencia, vemos el rostro de Tokue de 75 años que camina bajo los cerezos, con la mirada de nostalgia.
El punto de encuentro de los tres personajes es la pastelería de dorayakis, un postre tradicional japonés elaborado con pasta de judías (anko). La joven aparece como cliente frecuente, el hombre nostálgico como cocinero, y la anciana esperanzada de trabajar ahí.
En el primer acercamiento, Sentarô le niega la oportunidad a Tokue de trabajar ahí sin darle razones y ella responde “me llamo Tokue Yoshi”, como intento por ser reconocida, tema que Kawase ha tocado desde sus primeros trabajos como en su primer documental, En sus brazos (Ni tsutsumarete, 1992), donde reflejaba la vulnerabilidad del abandono en la búsqueda de su padre. La directora afirma que no fue hasta que su padre dijo Naomi, que entendió su existencia en el mundo.
Mientras que la joven Wakana, cliente frecuente del local, utiliza el lugar como fuga a sus problemas, Tokue insiste y hace un segundo intento, esta vez le muestra a Sentarô cómo se escribe su nombre. En esa secuencia, Kawase nos muestra los primeros indicios de que la anciana padece lepra.
De hecho, durante el proceso de adaptación del guión, Kawase cuenta que se encerró en una librería dentro del sanatorio Tama Zenshoen para pacientes enfermos de lepra. Ella pasaba varios días ahí platicando con los ex-pacientes.
Como hacía en Aguas Tranquilas, Kawase elige poner las conversaciones esenciales en los lugares más comunes: un garito en Tokio con la mesa llena de cerveza y témpura. Ahí se reúnen Wakana y Sentarô, quien le confiesa a la joven que nunca había probado un anko como el de Tokue. El cocinero decide contratarla.
Mientras la anciana se va involucrando en el mundo que tanto añoraba, va descubriendo las soledades de la cocina y de los personajes.
En la conversación, Tokue le cuestiona al cocinero si hace su propia pasta de judías, ella le comparte que lleva medio siglo haciendo la suya. El anko (o la pasta de judías) debe llevar sentimiento.
Al notar la mala costumbre de pedir el anko a granel, Tokue le advierte al cocinero que debería hacer el suyo propio; la anciana insiste en que empezarán al siguiente día, antes de que salga Don Sol – como deidad, así como concibe la vida Naomi Kawase-.
En cada escena Kawase demuestra que no necesita haber algo especial cada día, que la vida cotidiana puede ser totalmente emotiva. Con tomas cerradas y especial atención a los detalles, la directora resalta el valor de observar detenidamente, mirar las judías antes de servirlas, el aroma del vapor. Es a través de Tokue que la directora nos enseña el valor de la naturaleza, como las judías que son huéspedes, han recorrido largos caminos, desde el campo.
Cocinar como la vida, hay que tener paciencia, cuando a las judías se les incorpora el dulzor, hay que volver a esperar, las judías se deben acostumbrar, como si fueran dos personas que se conocen en la primera cita, deben tomar confianza.
Así se marca el primer punto de giro en la historia: el cocinero puede comer por primera vez en la vida un dorayaki entero. En un avance sin prisas, Kawase desvela la historia de cada uno en pequeña dosis. Como la de Sentarô que vende dorayakis pero es incapaz de comerse uno completo porque su pasado le ha dejado la amargura en el paladar.
Kawase nos cuenta sobre Wakana y su relación con su canario Marvy. En la cotidianidad, Marvy está en la jaula, se vuelve un objeto olvidado. El pájaro representa el espíritu enjaulado de la joven. Ella deberá encontrar la forma de creer en sí misma para poder dar un paso pequeño pero importante en su vida.
Una pastelería en Tokio toma otro giro cuando la jefa del cocinero, se entera, por un rumor, que la anciana tiene lepra. Ella le pide al cocinero que la despida, y le recuerda su lugar. Sentarô evade la situación y no va a trabajar al siguiente día lo que obliga a la anciana a atender a la gente sin pudor.
Ese día, Tokue y Wakana hablan; la joven le cuenta sobre su canario, y le comparte cómo canta, imitando su sonido -otra forma de Kawase de recordarnos que la naturaleza es primero. En Una pastelería en Tokio lo que importa es el ocaso, las nubes, guardar el susurro del viento, un árbol mecido, escuchar a los niños jugar como una forma de recuperar y regenerar el tiempo perdido.
Un día, la abundancia se termina, el tiempo pasa y lo que parecía el éxito que tanto habían trabajado, es un fracaso. Nadie compra dorayakis. La anciana y el cocinero saben la razón, pero la dejan en silencio. El cocinero le pide a la anciana que se tome el día y ella no regresa.
Tokue le envía una carta, y en la secuencia, se ven las plantas de judías, mientras la voz de la anciana comparte su historia. Kawase usa otro de sus recursos característicos que es poner sonido e imagen “desajustados” pero en armonía.
Días después, el cocinero y la joven deciden visitarla, Wakana le lleva a su canario como un regalo. Es la primera vez que nos enteramos de la vida de Tokue, que llevaba más de media vida encerrada en el sanatorio, en el que aprendió a cocinar.
A partir de ahí, la pastelería se desploma porque la dueña le anuncia a Sentarô que renovará la tienda; nuevo menú y nuevo personal, el más desinteresado. Para Sentarô representa una gran decepción y decide volver a visitar a Tokue.
Al llegar, él y Wakana se enteran de que ha fallecido, pero les ha dejado una grabación, que en el lenguaje cinematográfico de Kawase, representa la reconstrucción de Tokue con la intención de dejarles un mensaje, un recuerdo que recupere el tiempo.
Debajo del cerezo que representa su lápida, se escucha un mensaje tan humano como ella, como ‘su jefe’, como Wakana y tan ligero como el canario que dejó en libertad.
Y es también debajo de los cerezos, que Sentarô decide liberarse y empezar de nuevo. De esta forma Kawase nos muestra, a través de la visibilidad de lo cotidiano y la invisibilidad de lo emotivo, que las soledades pueden conectarse y despertar el poder interior que cada humano tiene para endulzar su vida.