Uno de los nuestros y Casino

Todo queda entre italianos Por Marco Antonio Núñez

Hay tres momentos en la historia del género gangsteril, o de la historia del cine sin más, inaugurados por sendos filmes que marcan temática y estilísticamente el devenir de uno y otra. Scarface (1932) de Howard Hawks, obra maestra absoluta que mediatiza ética y estéticamente los planteamientos de las crónicas del hampa que trazan con éxito más tarde LeRoy, Wellman y Walsh.

Las dos primeras entregas de El Padrino (The Godfather, 1972, 1974) de F.F. Coppola, acaso la cumbre del clasicismo cinematográfico, tienen, sin embargo, un legado menos glorioso, apenas un puñado de mediocres secuelas lastradas por un mimetismo oportunista.

Y por último, el díptico de Martin Scorsese, Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) y Casino (1995), que a diferencia de Coppola, lejos de llevar el género a un callejón sin salida, lo ha abierto a nuevas y estimulantes propuestas.

Ni que decir tiene, las principales diferencias, más allá de aspectos históricos y sociológicos, es la acusada personalidad artística de sus respectivos autores, que sin excluir la tradición, la fagocitan y presentan convertidas en obras claves para el devenir de la historia del cine norteamericano, sobrepujando ampliamente barreras genéricas.

Martin Scorsese retrata la actividad delictiva durante la década de los 70 en ambas costas, abordando sus historias no desde el punto de vista de los italianos, sino de individuos ajenos a las Familias que trabajan en comunión con ellas manteniendo, en esencia, su naturaleza de outsiders. Henry Hill tiene sangre irlandesa y Sam Rothstein, es judío. Este dato condiciona la relación del individuo con un grupo que guarda con celo las tradiciones y códigos que le han llevado a formar con éxito una organización para-estatal.

En el momento del estreno, ese curiosa ave de rapiña que es el crítico, siempre tan perspicaz y avizor, despachó Casino como una mera secuela de Uno de los nuestros. La denunció como una simple reproducción mimética de temas y estilemas de aquélla, el delirio autoral de un tipo que se estaba ahogando en su ego. Vamos, el mantra que se ha repetido recientemente ante Sólo dios perdona (Only God Forgives, Nicolas Winding Refn, 2013). Desde nuestra modesta posición, que no es la del crítico -dios nos libre-, es decir la de un tipo que escribe únicamente sobre las películas que le interesan, consideramos Casino, un título mayor que explora el submundo de la mafia, desde posiciones diversas a su ilustre predecesora, inflando sus premisas, explorando más las relaciones personales y partiendo de un discurso que se articula sobre una de las puestas en escenas más deslumbrantes en décadas.

Casino

Casino

Uno de los nuestros: ¿Dónde están las palas?

Exterior noche. Plano de la parte trasera de un Pontiac circulando por una carretera solitaria. La cámara lo adelanta. En el interior tres tipos con aspecto soñoliento. Alarmados por unos golpes detienen el coche en la cuneta. Parecen venir del maletero. La cámara efectúa un ligero travelling hacia el mismo durante un instante de expectación máxima. Los hombres se disponen con palas y un cuchillo antes de abrirlo. El rojo de los faros ilumina las figuras tensionadas, alertas. El interior contiene un cuerpo amortajado que convulsiona y balbucea empapado en sangre. Lo rematan a puñaladas con un cuchillo de cocina antes de propinarle varios tiros. Cierran el maletero. La cámara ataca entonces el rostro de Ray Liotta y entra la voz en off para pronunciar la frase más emblemática del film:

«Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón siempre quise ser un gángster.»

Esta ejemplar secuencia prólogo ilustra a la perfección qué es ser un gángster. Toda la cinta responde al empeño de Scorsese de mostrar la realidad cotidiana del mafioso tal y cómo él la recuerda desde su infancia en Little Italy. Nada de figuras shakesperianas abrumadas por el poder, otorgando favores o disponiendo estrategias a la sombra del despacho, tan elegantes, meditativos y civilizados como los hizo Coppola (dicho lo cual, no es una crítica, dios nos libre). Scorsese sólo ve barbarie, el ejercicio de una violencia sucia que apuntala, como veremos, las ansias hedonistas de los ciudadanos de una nación en la que, o te matas a trabajar para malvivir o tiras por el atajo de los «chicos listos», hacia un horizonte lleno de ganancias y mujeres, fáciles unas y otras. Y sí, a veces hay que mancharse un poco las manos.

De modo que el arranque de Uno de los nuestros  funciona a la manera de una declaración de intenciones directa al mentón de la audiencia.

Uno de los nuestros

Uno de los nuestros

Apenas la pantalla vira a negro, los créditos irrumpen, literalmente, pasan ante nosotros como un coche veloz, hasta tres veces antes de detenerse sobre el negro de la pantalla. El movimiento continuo será una de las constantes de Uno de los nuestros. Un movimiento horizontal, una frenética huida hacia adelante. Scorsese evita el manido esquematismo visual de ascensión y caída en favor de una demencial carrera de galgos en pos de una ambición que se desvanece con la misma alegría con la que se le dio alcance.

Pocas veces encontramos la cámara en reposo, y pocas veces su movimiento ha estado en mayor sintonía con la narración en off. El juego continuo de panorámicas y travellings, sirve para ilustrar, literalmente, las palabras de Henry Hill, como si el ojo, ese ojo verde y adolescente que sigue desde su cuarto con admiración las evoluciones de los «chicos listos» del barrio, soñando convertirse algún día en uno de ellos, se deslizara incesante por un enorme fresco, suplantando la noción de sucesión lineal por una variedad de collage o tiempo simultáneo. Las memoria de Henry se articulan sobre un discurso fílmico adecuado a la geografía imprecisa de los recuerdos más que a una cronología minuciosa, sustituyendo la objetividad del documental por una lujuriante estética de la subjetividad que alcanza su punto álgido en la histeria que se apodera del tramo final. Negocios y asuntos familiares convergen y llegan a su paroxismo en la paranoica cabeza infartada de coca de Henry, bajo la atenta mirada de un helicóptero de la policía que vigila sus pasos extraviados, como el Ojo de Dios, mientras una de sus preocupaciones es la de que no se peguen las albóndigas.

Henry Hill, el narrador-protagonista, sujeto enunciador ubicado en el presente exiliado de un programa de protección de testigos, se presenta amablemente a sí mismo como objeto enunciado, asistente pasivo a los desmanes y excesos de sus compinches, Jimmy y Tommy. Su crónica, en ocasiones, es minuciosa en lo banal y pasa de puntillas por lo esencial. Así, por ejemplo, la estadía de Henrry en prisión se resuelve con una secuencia de los chicos listos cocinando suculentos platos.

Así es Henry, un tipo no muy lúcido que evoca con nostalgia un pasado feliz, sin mancha de arrepentimiento, alineando en su enunciación lo trivial con lo atroz. Al fin, la vecindad de ambos, el modo tan natural en que se comunicaban y acababan confluyendo, fácilmente desdibuja sus fronteras.

El prólogo forma parte de un episodio del que más adelante se nos darán los detalles y asistiremos a sus consecuencias fatales para alguno de los implicados. De momento, a Scorsese le interesa situar a la audiencia ante la realidad brutal del gángster, sin atisbo de romanticismo ni concesiones en la mostración de la violencia, evitando la glorificación de su figura y pervirtiendo de paso la mirada fascinada del Henry adolescente. Por otro lado, la ironía que introducen las palabras de Henry, marcan la pauta de la actitud distante del narrador ante su historia.

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Uno de los nuestros

Uno de los nuestros: 11 de junio de 1970, Queens.

Billy Batts (Frank Vincent), el gángster que tras una temporada en la cárcel celebra una triste fiesta de bienvenida junto a un par de amigos. La ostentosa e infantil decoración del local de Henry, con globos y serpentinas, contrasta con la escasa concurrencia y manifiesta la soledad que deben afrontar los capos cuando la justicia les alcanza. En este mundo vertiginosos 6 años es toda una vida, y las vacantes se cubren pronto. Billy pertenece a la Familia y eso le garantiza ciertos privilegios, pero si quiere recuperar su antiguo puesto, tendrá que comenzar desde abajo.

Tommy (Joe Pesci) entra en el bar donde ha quedado con sus amigos Henry y Jimmy (Robert DeNiro) y saluda a Frank sensiblemente molesto. Batts le recuerda tiempos en los que la posición jerárquica de ambos era muy distinta. Tommy, apenas un limpiabotas que se abría camino. Pero las cosas cambian rápido y ahora se encuentra situado. Sin embargo el resentimiento de Batts, el desplazado ex-convicto, no puede resistirse a humillar a Tommy, tan elegante ahora y con su chica del brazo. Su rencor no puede dejar pasar la ocasión de recordarle lo que era hace unos pocos años. Naturalmente el temperamento de Tommy, no tolera semejantes bromas pero Jimmy y Henry le convencen para que se vaya. Al fin, Billy es miembro de la Familia. Pero Tommy no olvida y transcurridas unas horas, en las que suponemos que Jimmy ha tratado de retener a Billy, ya sin testigos, regresa para ajustar cuentas. De la calma pasamos a la tormenta más devastadora. La cordialidad de Jimmy se arma en una agresividad similar a la ira de su amigo, mientras éste golpea la cara de Frank con su revólver, aquél se la patea sin piedad. La violencia crece sin provocación apenas, sin una motivación real más que vengar una ofensa infantil. No se mata con fines estratégicos, como solía Michael Corleone. No se mata para mandar un mensaje a la competencia o apuntalar un prestigio. La violencia se vuelve intransitiva, se mata de un modo gratuito sin perseguir objetivo alguno. En un mundo banal como el del gángster posmoderno, digamos, la violencia pierde significado, se desprende de toda ideología, no más que una manifestación epidérmica de ciertos impulsos atávicos.

«Me ha estropeado los zapatos. No quería llenarte el suelo de sangre.»

Son los comentarios que oye Henry de boca de sus camaradas, apreciaciones tan apropiadas como monstruosas, que revelan el estado de ánimo inalterado de los homicidas.

Pero Frank es de la familia, y su cuerpo no puede aparecer en un callejón.

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Uno de los nuestros

Uno de los nuestros: El hogar, dulce hogar.

Nuestros tres chicos pasan por casa de la madre de Tommy (Catherine Scorsese) para hacerse con una pala. Justifican su presencia por el atropello accidental de un ciervo. Por eso la sangre que mancha la camisa de su hijo. La buena mujer, pese a lo intempestivo de la visita, se muestra hospitalaria y dispone una suculenta cena que, salvo Henry, apuran con apetito. En casa de la madre de un hijo soltero que frisa o alcanza la treintena, no puede dejar de tocarse el tema del matrimonio. La escena familiar discurre pos cauces amables en un clima distendido, se cuentan anécdotas costumbristas relativas a los orígenes sicilianos de Tommy, y, naturalmente, se hará una mención en clave humorística al cuerpo que llevan en el maletero, algo que concita las carcajadas de Jimmy y Tommy.

La secuencia termina con un plano del coche, avistado desde la ventana de la cocina y Tommy pidiéndole prestado a su madre, el cuchillo para cortar la pezuña del ciervo atropellado.

El discurso de Henry se centra en la cotidianeidad de la muerte para los «chicos listos» así como el error de haber liquidado a un miembro de la Familia, mientras se montan de un modo evocador imágenes del prólogo y planos de la paliza, unas ralentizadas, otras se congelan y cobran vida, el tiempo deviene un material dúctil en manos de Thelma Schoomaker. La secuencia termina con el regreso al mismo primer plano de Henry. Sólo que ahora la imagen no vira a negro sino a rojo vivo. Ahora no entra en la transición sonora un tema de Tony Bennett, sólo escuchamos el chisporroteo agorero de carne asada.

Al promediar el filme, la enunciación se vuelve más áspera y Scorsese dispone el escenario para el lento descenso a los infiernos en que se convierte la vida de Henry.

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Uno de los nuestros

Uno de los nuestros: La pata o el ala.

La diégesis adopta nuevos rumbos, pero la historia no se olvida de Batts. Poli (Paul Sorvino) el Don, pregunta a Henry por Billy, dado que fue visto por última vez en su local. Para colmo, la zona donde fue enterrado ha sido vendida para edificar, de modo que han de sacar el cuerpo seis meses después.

De nuevo se aborda en clave de humor negro una escena que se ilumina con el rojo infernal de las luces traseras del vehículo (los trabajos de Michael Ballhaus mantienen un raro equilibrio entre el naturalismo fotográfico con otras disposiciones lumínicas abiertamente teatrales, sin disonancia alguna y máxima eficacia). Tommy no deja de bromear acerca de las partes del cuerpo que van encontrando en la tierra removida, y habla de la cena que les preparará su madre apenas acaben, mientras a Henry, el hedor, le hace vomitar. ¿Qué prefieres, la pata o el ala, Henry? ¿O quizá prefieres los higadillos?

El humor de nuevo sirve para reiterar la monotonía que produce el trato con la muerte, completamente desacralizada, y es el modo que encuentran los personajes de aliviar el fastidio de tener que tirar de pala cada dos por tres y en plena noche. Ahora cavarás el hoyo tú sólo. No pienso ayudarte. Dice más adelante Jimmy a Tommy, cuando éste de nuevo liquide a un tipo por una minucia.

La única dificultad que matar entraña para estos ángeles exterminadores, es la de qué hacer luego con el cuerpo. Dónde cortarlo, buscar un buen sitio para tronco y extremidades, otro para cabeza y manos, y estar alerta por si la tierra es removida en unas obras, por ejemplo.

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Uno de los nuestros: Todo pasaba entre italianos.

Aquel día hacían de la Familia a Tommy. Ahora, uno de los nuestros sería de la Familia. Pero la Familia no perdona, y Billy Batts, después de todo fue vengado. A Tommy le disparan en la cara antes de la ceremonia de iniciación. Este último episodio tiene lugar casi una década después.

Un episodio menor que Scorsese dosifica para definir qué es ser un gángster. Después de todo, incluso los sin ley se rigen por un código que sanciona duramente las transgresiones. Jimmy y Henry tienen sangre irlandesa. Mantienen relaciones cordiales con el clan liderado por Poli a partir de una estricta relación de vasallaje, pago de tributos y lealtad al Señor. Si bien, ésta última, no tiene los cimientos muy sólidos. De modo que el que Tommy fuera de la Familia, les garantizaba una impunidad que en adelante echarán a faltar.

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Uno de los nuestros

Casino: Corazón de piedra.

De nuevo se asocia la muerte al coche. El vehículo hace explosión apenas unos segundos después de dar comienzo el filme, con el narrador en su interior, Sam Rothstein (Robert DeNiro), que antes de volar por los aires, había dirigido el casino Tangiers en Las Vegas. Al final de la cinta, su voz llena de nostalgia, dirá que fue la última vez que la gente de la calle tuvo el puto control de algo. Luego llegaron las multinacionales.

En medio de estas dos secuencias, asistimos a los entresijos de una ciudad que representa como ninguna otra al capitalismo. Cada hotel, cada calle, cada casino, cada camello, cada fulana, tienen una única razón de ser, un objetivo diáfano y respiran por un mismo fin: quedarse el dinero de los jugadores. Si no, por qué iba a levantar nadie una ciudad en pleno desierto. La mafia controlaba los casinos a la sombra, retirando fondos que no pasaban nunca por libros de contabilidad ni la vigilancia del fisco. Y Sam dirigía ese imperio de 100 millones de dólares de los años 70, con mano firme y diligencia extrema.

Sam era un jugador experimentado que apostaba siempre sobre seguro y quizá, porque añoraba a veces el riesgo, decidió envidar con un farol al corazón de piedra de la buscona más célebre de la ciudad: Ginger (Sharon Stone).

Casino Sharon Stone

Casino

Casino completa el retrato de los personajes más soberbios de la filmografía de Scorsese. La hýbris heroica que alienta sus criaturas, está más allá de la avaricia en Sam y Nicky (Joe Pesci). Cristaliza en un desmedido afán de poder que, no obstante, orientan hacia direcciones distintas, y se hará, por lo mismo, merecedoras de castigos diversos.

Mientras en Uno de los nuestros la religión comparecía de un modo oblicuo, sin llegar a revestir nunca los actos de los personajes de un sentido o depararles una culpa que hubiera de ser expiada, en Casino, la inclusión de El Evangelio Según San Mateo en la secuencia de créditos junto a la presencia de las llamas y el motivo de la caída, en el fabuloso diseño de la pareja Bass, declara la intención de Scorsese de dispensar un simbolismo católico a su historia de elevación a los cielos y caída a una tumba excavada en el desierto de Nevada.

Casino

Sam se nos muestra sentado en su trono, como una divinidad que controla el devenir de un universo de fichas y neón. Su deseo de control absoluto de todos los aspectos del casino, desde la colocación de las tragaperras hasta el departamento de hostelería, encomiable en un primer momento, le lleva a chocar con la política local por una minucia. Le niega un favor insignificante a un concejal. Sam altera el delicado ecosistema de la ciudad que hace posible la actividad delictiva manteniendo llenos los bolsillos de los cargos electos, y sus demandas, satisfechas. Total, salen baratos. Sin embargo, el empecinamiento de Sam, su afán de notoriedad, tendrán consecuencias imprevistas. La Comisión del Estado anula su licencia de juego, haciendo inviable su cargo actual de director. Lo que no implica que deba abandonar la gerencia, sólo mantenerse a la sombra. Sam no se resigna a abandonar los focos y decide defender la causa públicamente, atrayendo una publicidad sobre el casino, del todo indeseada por sus dueños.

En el plano personal, su megalomanía le conduce a pretender dominar a una mujer indomable, por el mero placer de ejercitarse en la doma. No le basta con comprar su cuerpo, algo al alcance de cualquiera que pueda pagarlo, quiere ganarse su corazón. Pero a falta de un medio mejor, cariño, respeto, todos esos sentimientos y valores que le son desconocidos, lo hace a golpe de millones. La relación entre ambos es un convenio sellado ante una maleta llena de joyas. Sam le pide sumisión, aunque él lo llame confianza con voz melosa y caricias embusteras.

En ambos casos, desempeña un papel esencial su amigo Santoro. Sam es un tahúr protegido por la mafia, no un gángster. Nicky sí lo es. Para él Las Vegas también es el paraíso. La ausencia de crimen organizado le concede la exclusiva. No obstante, «la gente de casa» no quiere alterar el orden, ganan demasiado siendo legales. Pero no es dinero lo que ansía Nicky, es el poder. Su enfrentamiento con Sam a cuenta de la naturaleza de su ambición lo vuelve vulnerable a las manipulaciones de Ginger.

En su carácter megalómano reside la irracionalidad de los motivos que les hace sucumbir. Juegan a ser dioses en el paraíso, ignorando que la divinidad vigila y corrige las faltas, pero castiga con severidad los pecado, muy especialmente aquellos que cuestionen o interfieren en sus atribuciones. La soberbia es el principal atributo de la divinidad, por tanto el pecado máximo de la criatura, la falta con la que no transige su creador, el máximo desacato de que es capaz, es incurrir en ella.

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