Velvet Buzzsaw
Pintura negra Por Javier Acevedo Nieto
Goya camina a duras penas sostenido gracias al brazo de un joven. La artrosis en los nudillos deformados le recuerda la dolorosa idea de que quizá no pueda volver a aprender a caminar. En Burdeos pinta y garabatea las que serán sus últimas obras antes de morir en 1828 a los 82 años. Dos o tres años antes de su muerte las lágrimas acuden a sus ojos, viendo impotente el espectro del tiempo aguardando en el umbral de alguna casa solariega de la ciudad francesa. Es entonces cuando sobre un papel, y con un lapicero dibuja a un anciano sostenido sobre dos bastones. Su figura evoca una vejez hasta cierto punto orgullosa, una larga barba se funde con los mechones canos y la bata cae sobre los pies desdibujados hasta conformar una figura cuidadosamente atravesada por trazos irregulares. Emerge de un fondo negro marcado con trazos nerviosos y rápidos, y la mirada se escora hacia un lado — nostálgica quizá — mientras el dinamismo de la composición guía el cuerpo tembloroso hacia la luz. Aun aprendo — c. 1826 — es un dibujo evocador de la melancolía que impregnó el genio goyesco 1, y al mismo tiempo clarividente y humano por su capacidad para exhibir la imagen de un anciano huyendo de la oscuridad y caminando hacia la luz. Ese aún aprendo remite a la locución anchora imparo atribuida a Platón y Plutarco. Goya quizá reparó más en el grabado de William Blake que mostraba a Miguel Ángel en una pose más nerviosa, con el Coliseo de fondo, desafiando al espectador y con la misma leyenda debajo.
Artistas en constante deambular, en constante aprendizaje, emergiendo de las sombras de las dudas para culminar en la luz que aporta la experiencia. Es necesario imaginar a Morf Vandewalt observando esas dos obras, mofándose de la premisa del aún aprendo desde su altar de crítico de arte donde las soflamas y las locuciones golpean egos débiles de artistas. El personaje de Jake Gyllenhaal encarna a ese prescriptor de arte siempre sumido en las sombras, copa de champagne en mano y lengua afilada. Comparte sus lenguaraces impresiones con Rhodora Haze, marchante y representante para la que el aún aprendo no es tanto una máxima del artista sabedor de sus límites sino uno sofismo de mercader de arte ajeno. Entre medias Josephina — aprendiz de Rhodora y traficante de arte ajeno —, dos artistas de salón como Damrish y Piers y la becaria Coco que se quedó sin ir a los Goya y acabó de recepcionista en una galería.
Con tal caterva de seres entregados a la cadena de montaje del arte contemporáneo Dan Gilroy escribe y dirige Velvet Buzzsaw (2019), más próxima en su espíritu crítico y vocación satírica a Nightcrawler (2014) que a Roma J. Israel, Esq (2017). La locución aún aprendo sirve para reflejar la premisa de Gilroy: una sátira del mundo del arte y la crítica. Morf es un ser que se nutre de su propio esnobismo, en galerías donde cuelgan obras pero solo se exhiben egos. Quizá por eso las protagonistas del filme — las pinturas — ocupan el fondo del plano, ajenas al trasiego de dramas de quienes aparcan en Beverly Hills.
Pero Josephina encuentra las obras de Vetril Dease, vecino muerto en soledad, y todo cambia. La historia oscura de un pintor maldito para el que no hubo idílica estampa con la célebre frase ceba la sátira. Ahora esas pinturas son protagonistas, pero solo los críticos pueden verlas, y el juicio sobre Dease depende no de su obra sino de las palabras de Morf. En ese juego donde se niega el contraplano y se alimenta el suspende apelando a una mirada elidida se esconde una de las pocas claves del filme.
Porque Nightcrawler ya mostraba una cierta obsesión con la idea de la realidad reencuadrada a través de la pantalla. Lou Bloom era ese joven ávido dinero y reconocimiento que paseaba su cámara por la sordidez de un Los Ángeles nocturno, apresando lo sórdido y lo violento en una reflexión sobre la sociedad de la pantalla y un ejercicio de subjetividad a través de la narración encuadrada en la cámara de Lou. Esa seña sigue presente, y alimenta el recurso de omitir el contraplano con el que el espectador saciaría su morbo por conocer qué hay de maldito en los cuadros de Vetril Dease. No obstante, Gilroy no tarda en abandonar el recurso estético para centrarse en la trama detectivesca que busca desenmarañar la vida del pintor maldito, incurriendo en tropos visuales tan comunes como los insertos y los flashbacks de un Dease que nunca llega a inquietar. Ese defecto pesa en un cineasta obsesionado con la idea de reflexionar sobre las pantallas a través de las cuales se filtra la realidad, con guiños a la tecnodependencia. No hay ningún intento por emular la subjetividad desquiciada que convirtió a Nightcrawler en un eficiente ejercicio de estilo.
Los críticos tan solo la observan y un primer plano muestra su gesto analítico, con frecuencia la cámara emula el punto de vista del cuadro, sin que el espectador tenga una visión clara de él. Si ese subcódigo se hubiera perseguido el filme de Gilroy habría sido inquietante, sobre todo teniendo en cuenta ciertas escenas donde la presencia de esas obras de arte que cobran vida y asesinan a los críticos se extiende a la pantalla de los dispositivos. Porque ese motivo visual del observador encantado frente a la moderna pantalla habla de un cine que cuestiona ya no la presencia del fantasma dentro de la televisión — porque las dinámicas de recepción de mensajes audiovisuales ya no están centradas en esa televisión que sirvió de vehículo del terror en filmes como Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) — sino la omnipresencia del fantasma de la pantalla que inunda todo el campo de visión.
En su lugar Gilroy desecha esas ideas que sí están presentes y conforman una forma de reivindicar el filme, optando por una subtrama detectivesca que alimenta un relato donde la descomposición psicológica de Morg y su psicosis atraviesan momentos propios de la comedia de enredos, el thriller y el terror, sin sacar nada nuevo de ellos. El suspense de las secuencias de terror invierte el punto de vista: la relación de supeditación ya no es entre el personaje y la obra, sino entre la obra y el personaje. Las protagonistas son las obras — mostradas ahora no en el fondo del plano sino en planos detalle que no muestran su totalidad — y son ellas las que dominan la escena. No obstante, estos microgestos de puesta en escena no alivian la idea de que hallazgos de esta clase son más bien resultado de un crítico demasiado embebido en sí mismo que de un cineasta preocupado por mostrarlos.
Panofsky hablaría de esas aberraciones marginales 2, resultado del conflicto entre la mirada humana binocular y la curvatura de la retina con la perspectiva entendida como esa intersección plana de una pirámide visual. Los antiguos griegos diseñaron sus templos con curvas para intentar compensar el efecto extraño que generaría en la visión la imagen de una perspectiva perfecta. Una buena forma de definir Velvet Buzzshaw es como un cuadro con una perspectiva tan definida — tan anclada en códigos de género, en personajes inánimes, tan estructurada en su crescendo dramático — que se olvida de añadir alguna curva que consiga aportar algo placentero al acto de contemplarla. Entre críticos y pasantes que se apropian de la máxima de Platón y Plutarco para convertirla en un aún no aprendo se esconde el propio Gilroy, incapaz todavía de aprender con la humildad del artista que mira hacia delante, incapaz de transformar sus inquietudes narrativas y hallazgos visuales en un cuadro digno de admirar sin las gafas del crítico petulante.
- MATILLA, José Manuel y MENA, Manuela (2012). «Aun aprendo”. Goya: Luces y Sombras. Fragmento disponible en: https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/aun-aprendo-album-g-54/f0c1615c-8c5f-4e80-b7bc-702ec9f4d2f3 ↩
- Panofsky, Erwin (1973). La perspectiva como forma simbólica. Tusquets Editores, Barcelona. ↩