Vida activa, el espíritu de Hannah Arendt

Imágenes sin Arendt Por Aarón Rodríguez

Hannah Arendt no ha tenido suerte con el cinematógrafo. No deja de ser irónico que sus dos grandes retratos fílmicos contemporáneos -el documental firmado por Ada Ushpiz que hoy nos ocupa y el melodrama que la von Trotta estrenó no hace mucho- estén firmados por mujeres y sean, contra todo pronóstico, extraordinariamente injustos con la pensadora alemana.

Arendt, al contrario de lo que podría parecer viendo ambas películas, fue mucho más que la amante de Heidegger y la pensadora del caso Eichmann. Su horizonte, en estas películas, queda constantemente trazado a partir de dos hombres: su maestro y su “enemigo” –aunque esta no es, sin duda, una palabra adecuada-, de tal manera que su pensamiento queda domesticado, encauzado, encajado o como deuda (sentimental) o como ajuste de cuentas (histórico). Esto implica, entre otras cosas, domesticar a la figura salvaje y libérrima que fue la Arendt para que las masas puedan paladear su presencia intelectual como una suerte de caramelo de fácil consumo y que, en el límite, piensen que algo puede decirse de La banalidad del mal sin pillarse demasiado los dedos.

Vida activa

Vida activa, el espíritu de Hannah Arendt es un documental rodado desde las mejores intenciones que acaba generando un personaje fílmico, y no un pensamiento. El problema, por supuesto, es que el metraje no piensa nada que tuviera remotamente que ver con la obra de Arendt. Algo sabremos de sus pasiones, de sus cartas o de su recorrido vital. Sin embargo, las imágenes van en una dirección y el pensamiento de Arendt en otro. Un simple ejemplo: más allá de la batería de la citas literales de distintos libros que salpimentan la película –y que cumplen, como suele ocurrir en estos casos, la función de descontextualizar brutalmente los trabajos y dar la impresión al espectador de que está comprendiendo algo de lo que pensó Hannah Arendt-, todo el discurso filosófico parece apoyarse únicamente sobre dos textos: Eichmann en Jerusalén y Los orígenes del totalitarismo. Así, Ushpiz trampea toda la bibliografía de la autora, dando la impresión de que el resto de trabajos son simples satélites, matizaciones o adendas sobre sus reflexiones sobre el nazismo. De la teoría política de tremenda altura que levantó la Arendt –y que, dicho sea de paso, Heidegger se negó en vida a leer ni una palabra aduciendo al cansancio propio de su edad-, apenas se esbozan dos brochazos. De las apasionantes lecturas que realizó sobre los clásicos griegos, sobre Kant o sobre Marx, ni una palabra. Ciertamente, la película defiende la individualidad salvaje y emocionante del pensamiento de Arendt, pero en ningún momento explicita en qué consistió tal libertad más allá del mil veces citado escándalo por sus párrafos sobre los Judenrat.

El hecho de que las imágenes de la película “no piensan” sino que “ilustran” una versión parcial de la filósofa se puede entender mejor a partir de un ejemplo concreto. Cuando Ushpiz cita hasta la náusea las viejas imágenes de la liberación de los campos de concentración y exterminio –sin ningún tipo de criterio historiográfico: conviven Auschwitz, Bergen Belsen o Ravensbruck sin jusitificación aparente-, lo hace simplemente para generar un cierto malestar en el espectador, un rechazo físico ante los cuerpos de los internos. En el límite del mal gusto, Ushpiz “sonoriza” imágenes que sabemos que no tuvieron banda sonora, llegando al paroxismo en el momento en el que finge el golpe seco de una mujer al caer en una fosa común en el guetto de Varsovia. También superpone pasos generados en estudio a los niños que se dirigen a los trenes, canciones alemanas de la época sobre imágenes de alegres SS bailando… Su concepción del audiovisual –si es que puede hablarse de tal cosa- está tan alejada de un estándar ético mínimo sobre el cuerpo del Otro que por momentos parece sorprendente incluso que se trate de un documental sobre Hannah Arendt.

Vida activa

Algo similar ocurre con la superposición de entrevistas. El criterio de personalidades cuestionadas a propósito de la Arendt no deja de resultar incomprensible. En el terreno filosófico, tenemos a una exquisita Judit Butler que queda reducida a cuatro declaraciones totalmente fuera de contexto. En el terreno de los estudios holocáusticos, tenemos dos ejemplos opuestos: por una parte, un Yehuda Bauer irreconocible del que apenas se han arrancado tres frases sobre los Judenrat. Por otro, una Deborah Lipstadt –responsable, por cierto, de uno de los capítulo más equivocados y peregrinos sobre la obra de Arendt en su propio libro sobre Eichmann- que resume, como es habitual en su trayectoria, el libro de Arendt a un error vinculado a un antisemitismo de corte inconsciente. La pregunta no es únicamente para qué sirven esas declaraciones a nivel discursivo, qué valor aportan sobre una obra impresionante sobre la que no pueden decir nada. La pregunta va más lejos: para mostrar cómo la Arendt piensa no basta con mostrar a otros opinando alegremente –ya puestos, podríamos señalar en el colmo de la pedantería que nos desplomamos de manera vergonzosa en la gerede de Heidegger-, sino que habría que proponer los materiales para invitar al encuentro con un pensamiento más allá de las opiniones de los demás, de las historias de cama y de las imágenes de Leni Riefenstahl.

El documental se llama Vida activa, el espíritu de Hannah Arendt, pero apenas habla del hermosísimo concepto desarrollado en La condición humana. A riesgo de repetirse: hay que intentar ir hacia Arendt sin pensar en los hombres que pasaron por su cama o sin convertirla únicamente en una pensadora “sobre el Holocausto” o “sobre Israel”. El suyo es un pensamiento de muchísimo mayor recorrido que se despliega sobre la pregunta misma por el habitar, por el trabajar, por el amar y por el gobernar. El suyo es un programa ético excepcional que generalmente ha querido ser aplastado como una nota a pie de página de la fenomenología heideggereana pero que, como ocurre con la obra de Edith Stein o del propio Lévinas –de los que, por desgracia, nada se dice en el documental- la trasciende y la lleva hacia el territorio urgente de la ética – territorio, por supuesto, del que el rector del Koenisberg nada quiso saber. Nosotros, en tanto críticos, tenemos que reivindicar para ese pensamiento el encuentro con una imagen-Otra, con una libertad y una inteligencia en el decir fílmico, que de momento las propuestas rodadas hasta la fecha no han sabido encontrar.

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