Violette
De desiertos y soliloquios Por María Caballero
Jaime Gil de Biedma en Las personas del verbo reflexiona acerca de la dicotomía escribir/no escribir, sin llegar a entender ni la una ni la otra. Dice que la decisión a la primera puede ser la tentativa de inventarse una identidad, y por otra parte, otra elección a la primera, se debe a una equivocación: creer ser poeta cuando en el fondo quería ser poema.
Violette Leduc decide ser escritora para sanar el error de su propia existencia, porque la única veneración mística y verdadera que sintió por algo fue por la literatura, también decide ser poeta, siguiendo la reflexión de Gil de Biedma, por el estrecho vínculo que mantiene con la otredad y la alteridad, causas a menudo de su baja autoestima, su obsesión por no ser amada y el miedo al rechazo, que derivó en algunos episodios de delirio. Decide convertirse en poeta porque no puede ser poema, decide ser poeta para subsanar sus amores malogrados, frustrados o imposibles, a fin de cuentas, su exasperante e intrínseco soledad, la más leal de sus amantes.
Su voluble fragilidad era alternada con una mujer imperiosamente irreductible, implacable ante cualquier situación o convencionalismo, incluso a la burguesía intelectual con la que se codeaba. Elegante, provocadora, estraperlista, marginal, apadrinada de Beauvoir, hermana postiza de Jean Genet, quien le dedicó Las criadas. Que escribía como un hombre, eso decían. Cuatro o cinco palabras de Leduc y una estirpe de machos embravecidos armados hasta los dientes enervaban. A golpe de pluma ponía en firme la verdad más cruenta, una verdad desnuda, pero esencial, en la que con un simple verso conseguía, solo a veces, deshacerse de esa repulsión a dentelladas. Cuatro o cinco meras palabras en las que Leduc pasaba de niña a mujer, en la literatura su vulnerabilidad se tornaba escándalo, era entonces cuando se sentía plena, besaba la existencia sin ornamentaciones superfluas.
“Nada. Pero no es la misma de siempre. Es, hoy, una nada henchida de presagios. Una resignación activa. Estuve pensando que nadie me piensa. Que estoy absolutamente sola. Que nadie, nadie siente mi rostro dentro de sí ni mi nombre correr por su sangre. Nadie actúa invocándome, nadie construye su vida incluyéndome. He pensado tanto en estas cosas. He pensado que puedo morir en cualquier instante y nadie amenazará a la muerte, nadie la injuriará por haberme arrastrado”
Éste fragmento extraído de los diarios de Pizarnik evidencia que para muchos la catarsis creativa resulta en vano, incluso una irremediable condena; mujeres como Silvia Plath y Anne Sexton, “esa muerte era mía”, dirá ésta última al enterarse del suicidio de su amiga Silvia Plath, lo certifican. Optan por la víspera de la fatalidad cuando ni los poemas ni los poetas pueden barrer sus sombras negras. Violette Leduc rozó la locura pero no abogará por el club de los poetas suicidas, su destino no será el de los miserables, sino el de la búsqueda del amanecer entre tonos sombríos. Violette Leduc elige la luz y su soledad, lejos de ser la compañera fatídica que siempre temió, acabará por convertirse en el principal sustento de su obra, la soledad a la literatura como mecanismo orgánico vital.
Violette llora porque no quiere representar un papel de madre, y también gime y se desgarra por la incapacidad de no saber por qué no quiere ser una madre, estamos ante la abrumadora asfixia de una mujer que no sabe si decide libremente o que está condenada a no poder decidir sobre el rol de la mujer que quiere llegar a ser. Simone de Beauvoir convenció a los editores que publicasen sus libros porque “alguien tenía que decir lo que Leduc escribía, era necesario”. Alguien tenía que hablar del aborto a una sociedad sorda y obcecada en la corrección.
Violette era la persona perfecta que no quería desarrollarse en ese formalismo impostado, la eterna niña enrabietada, “soy un desierto que monologa”, el verso que mejor la define.
Estraperlista pertinaz cuya edad de la inocencia se perpetuará casi hasta su muerte, aunque como dice la autora Fleur Jaeggy en Los hermosos años del castigo, la inocencia es una invención de modernos.
Martin Provost ya nos puso en jaque con otro biopic, Seraphine (2008), que contaba la vida de la pastora, ama de casa y final y trágicamente pintora, Seraphine de Senlis. Pasó a la historia como una chalada pintora de estilo naif o pintores primitivos, término con el que la mayoría preferían ser conocidos.
Inevitablemente hay que hacer frente a una de las grandes patrañas del cine: el biopic como género deleznable, porque sí, cierto es que muchos caen en la patraña más insondable de la Historia, así, con mayúsculas, además sus coqueteos con el melodrama y la autocomplacencia nunca fueron bien vistos por la crítica más kistch, ni siquiera engatusaba al bando rancio. Y, lo que era peor de todo, suele ser un género sin éxito. Pero lo que a la bazofia atañe no entiende de géneros, a veces el documental, tan respetado e idolatrado, cae en el más puro marketing. Conviene recordar que el biopic nace con el mismísimo origen del cine, sino véase La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de C.T.Dreyer o Abraham Lincoln (1930) de D.W. Griffith.
La finalidad suele ser el homenaje y encontramos grandes muestras de calidad en Las horas (The Hours, Stephen Daldry, 2002), Iris (Iris, Richard Eyre, 2001), I’m not there (I’m not there, Todd Haynes, 2007), Ed Wood (Ed Wood, Tim Burton, 1994), La red social (The social network, David Fincher, 2010), incluso cintas tan manieristas como El almuerzo desnudo (Naked Lunch, David Cronenberg, 1991) o Amadeus (Amadeus, Milos Forman, 1984).
La realización de una obra cuyo fin no es otra cosa que homenajear es abrumador y un ejercicio de honra y humanidad para el autor que la lleva a cabo. Pero cuando el autor rescata del fangoso olvido a figuras que el paso del tiempo negó estamos ante una verdadera justicia poética, independientemente de las estrellas que consiga por parte del crítico de turno. Eso es una absoluta certeza y no hago referencia a premios Césars, nominaciones a los Oscars o influencias intelectuales de Martin Provost, sino al hecho salvajemente trascendental de que un cineasta sin esnobismos en su estilo y mediante un cine correcto sin elementos especialmente destacables sea el ángel redentor de dos mujeres básicamente omitidas y marginadas en su momento por una sociedad convencionalmente caduca, e injustamente olvidadas por una Historia que sólo rescata heroínas. Martin Provost se convierte en un salvador, primero con Seraphine de Senlis y ahora con Violette Leduc. Como Vila-Matas en Bartleby y compañía rescata de la memoria a los escritores del No, Provost rescata de la No-Historia a estas mujeres. Y como bien sabemos, all the rest is silence.