Viuda negra
Capitana Romanoff Por Yago Paris
Existen argumentos tanto para defender como para cuestionar el modelo de producción cinematográfica de Marvel Studios. A nadie se le escapa que la mastodóntica obra del productor Kevin Feige destaca por tener un diseño muy depurado, lo que permite ofrecer productos en serie destinados a un éxito seguro. Warner-DC, su principal competidor, solo ha confirmado estas impresiones, al tratar de imitar dicho modelo. Al mismo tiempo, si se ha indicado que el Universo Cinematográfico de Marvel es responsabilidad de Feige, es porque se trata de filmes que parecen más obra de este que de los diferentes directores que han pasado por la factoría. La cara amarga del modelo Marvel es, por tanto, que sus productos tienen demasiado de producción en cadena, de síntesis prediseñada. Esto también lo confirma Warner-DC, cuyo modelo de producción no termina de decantarse entre la libertad autoral y el control de producción, dando lugar a productos habitualmente muy descompensados, disímiles entre sí, donde el autor responsable de la obra, aunque maniatado, es el realizador. Entender la diferencia entre El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008) y La Liga de la Justicia de Zack Snyder (Zack Snyder’s Justice League, Zack Snyder, 2021), y compararla con la homogeneidad de Marvel, permite comprender el muy diferente funcionamiento de los dos titanes del cine de superhéroes contemporáneo. Mientras el modelo abanderado por Batman se esfuerza por no derrumbarse en taquilla, el que lideraba hasta hace poco Capitán América busca la manera de hacernos ver que cada nueva entrega no es, en realidad, más de lo mismo. El margen es estrecho y hay peajes innegociables, por lo que una de las maneras por las que se suele optar a la hora de intentar conseguir una cierta diferenciación dentro de la atonía visual que caracteriza a Marvel consiste en la metarreferencialidad. Como si de una tarta de innumerables pisos se tratase, cada nueva entrega existe teniendo en cuenta las anteriores, sobre las que se apoya, basándose en lo propuesto hasta entonces —tanto en el terreno del universo dramático como en el de la puesta en escena y el desarrollo de personajes—, trazando vínculos más o menos sólidos, más o menos subrayados, y por tanto sustentando su existencia en la herencia previa, y, al mismo tiempo, asegurándose un espacio único dentro del bloque, que permita, a su vez, que nuevas entregas hagan con ella lo que esta había hecho con sus predecesoras. El ejemplo más evidente de este modo de producción lo encontramos en Vengadores: Endgame (Avengers: Endgame, Anthony y Joe Russo, 2019), cúspide de un proyecto de once años que, en su solvencia dramática y su evidente espectacularidad, interioriza el fan service autorreferencial hasta el punto de convertirlo en su brújula natural, dando lugar a una narración que consiste en revisitar pisos inferiores de la colosal tarta de Marvel, o fantasear con cómo podrían haber sido otros, para finalmente reunir a todos ellos en la batalla definitiva.
Tras veintitrés entregas de un producto que casi celebra la ausencia de la diferencia, cuesta pensar que la vigesimocuarta película de Marvel pueda ofrecer algo nuevo, si ya a estas alturas parece evidente que los condicionantes de producción obligan a no salirse lo más mínimo del orden establecido. Y, en cierta manera, Viuda negra (Black Widow, Cate Shortland, 2021) no es una gloriosa excepción, al nivel de rarezas —si se tiene en cuenta el ya explicado ecosistema de producción— como Iron Man 3 (Shane Black, 2013) o Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017). Al mismo tiempo, existen múltiples detalles que señalan que la nueva entrega del estudio es algo más que una mera repetición de un esquema. O, dicho de otra manera, el esquema se repite, pero se opta por decisiones algo más estimulantes, que se localizan principalmente en el tratamiento de la imagen y en la aproximación a lo metacinematográfico. No hay nada nuevo en esta obra, nada que ofrezca una aproximación rompedora al mundo de los superhéroes, pero es la cierta sorpresa que genera la combinación de los elementos heredados lo que ofrece momentos estimulantes. Viendo la propuesta sobre el papel, Viuda negra tenía visos de convertirse en un monstruo de Frankenstein, montada a partir de piezas de otros cuerpos cinematográficos, pero la adecuada elección de algunas de ellas, el uso de algunas otras, y la mejora de otras tantas con respecto a sus referentes previos, han permitido que, contra todo pronóstico, estemos ante una de las entregas con mayor personalidad del universo Marvel —lo que, no nos engañemos, tampoco es decir demasiado—.
El filme se centra en varios fragmentos de la vida de Natasha Romanoff (Scarlett Johansson), tanto antes de convertirse en Viuda negra —momento en que la interpreta Ever Anderson, la hija de Milla Jovovich y Paul W.S. Anderson—, como durante su forja como superagente soviética y tras su entrada en Los Vengadores. El grueso de la trama se sitúa entre Capitán América: Civil War (Captain America: Civil War, Anthony y Joe Russo, 2016) y Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, Anthony y Joe Russo, 2018), y aborda, en el plano personal, su intento de reconciliación familiar, y en el plano de la acción, su plan para desarticular a Dreykov (Ray Winstone), el responsable del desarrollo del programa de viudas negras, que, mediante un lavado de cerebro, mantiene cautivo a todo un escuadrón de superagentes a las que controla sin que estas puedan resistirse. Estos dos claros y diferenciados universos, el personal y el de la acción, en principio tan distantes entre sí, permiten un llamativo juego con la herencia del universo Marvel, así como con la puesta en escena. Viuda negra se podría entender como el cruce emocionalmente mejorado pero visualmente empobrecido de Capitana Marvel (Captain Marvel, Anna Boden, Ryan Fleck, 2019) y Capitán América: El Soldado de Invierno (Captain America: The Winter Soldier, Anthony y Joe Russo, 2014). De la primera hereda el tono intimista, más centrado en el desarrollo emocional del personaje que en el despliegue de acción, que da lugar a una filmación que recuerda a la estética Sundance, con la cámara situada muy cerca de los personajes, normalmente sostenida por las manos de un operario y por tanto con ese característico ligero temblor que impide que incluso los planos fijos lo sean estrictamente. Todas estas características ya se localizaban en la historia de orígenes de Carol Danvers (Brie Larson), así como su marcado corte feminista y de concienciación social. En aquella obra, la protagonista había heredado una ideología que jamás se había planteado, y por tanto no era consciente de que estaba haciendo el mal, hasta que se produce la toma de conciencia que le hace entender que sus decisiones estaban oprimiendo a un colectivo discriminado. Esta lectura, fácilmente asociable a los activismos surgidos a partir de la cuarta ola feminista, se podía entender como una reflexión en torno a la toma de conciencia de la mujer como persona perteneciente a un colectivo también oprimido, lo que permitía que toda la cinta se estableciera como una celebración de la mujer empoderada y autosuficiente. El desarrollo de Natasha es similar en la intensidad de su evolución, pero esta se produce por caminos en realidad bien distintos. Aunque existe un discurso que se puede leer con facilidad en clave feminista —la liberación de las mujeres secuestradas por el régimen de poder del hombre—, la cinta no necesita enfatizar sus discursos, y, lo que es más importante, estos refuerzan el desarrollo dramático, en vez de entorpecerlo, a la vez que se desligan de las escenas de acción, permitiendo que estas sean, ante todo, ejercicios de espectacularidad y potencia física, sin que el hecho de que se trate de mujeres sea en realidad relevante, lo que a la postre figura como una decisión más normalizadora que cualquier discurso explícito pero de corto alcance. Porque en el fondo, Natasha, su hermana Yelena (Florence Pugh) y el resto de viudas negras son lo que son debido al entrenamiento, y es su falta de habilidades especiales, su falta de individualidad —el final del filme invita a pensar en la viuda negra como un colectivo—, la que normaliza la idea de la mujer libre y autosuficiente.
Considero que, hasta la fecha, la mejor película de Marvel —es decir, la que mejor funciona como ficción autónoma narrada en imágenes— es Capitán América: El Soldado de Invierno. Los responsables de Viuda negra han tomado, por tanto, uno de los mejores referentes del universo cinematográfico para desarrollar la otra mitad del filme, y, como cabía esperar, el resultado no está a la altura de su referente. En ambos casos, se trata de thrillers de espías con altas dosis de acción. El guion de Eric Pearson sigue una de las máximas del cine de espionaje contemporáneo, que consiste en la ambientación de cada secuencia en un lugar distinto del planeta, y en este caso se visita Marrakech, Budapest, Siberia y una estación militar en los cielos. Otro aspecto que liga estos dos filmes es la presencia de supersoldados a los que han lavado el cerebro y que actúan en contra de su voluntad. En la cinta de los hermanos Russo esto ocurría con el personaje de Bucky Barnes / el Soldado de invierno (Sebastian Stan), a quien su amigo íntimo Steve Rogers / Capitán América (Chris Evans) trataba de despertar de su hipnosis, pues tenía fe ciega en que en el interior de esta persona que quería matarlo seguía habitando su mejor amigo. Natasha, figura fundamental de la cinta de los Russo, parece tomar el relevo a Capitán América en Viuda negra, al convertirse ella misma en la portadora del norte moral del filme. Esto no solo sucede al tratar de liberar al resto de viudas negras, o al antagonista del filme, Taskmaster, quienes amenazan con matarla, algo a lo que está dispuesta con tal de salvar sus vidas, como había hecho Rogers, sino también al hacer lo propio con su propia familia. La protagonista del filme navega en el río revuelto de una familia desestructurada y fruto del diseño estatal —en realidad no comparten vínculos de sangre—, entre una hermana menor carente de amor y reconocimiento y unos padres que han estado todas sus vidas anteponiendo la ideología y los discursos del régimen al cuidado y atención de sus hijas, algo que ambos también han utilizado como excusa para lavarse las manos y no tener que pensar por sí mismos, para así no tener que plantearse qué separa al bien del mal. Como Capitán América durante los primeros diez años de ficción Marvel, aquí Natasha toma el relevo de manera breve como líder moral y figura inspiradora para un cambio que parece imposible, porque implica reconfigurar un interior codificado desde fuera y emocionalmente maltrecho. Natasha es la única que nunca pierde la fe en quienes la rodean, aunque acabe con la cara tan magullada como Rogers, y es precisamente ese grado de entrega altruista el que cortocircuita las mentes de sus allegados.
Aunque narrativamente la parte de acción se pueda asociar a la segunda entrega de Capitán América, a la hora de analizar la puesta en escena debemos irnos fuera de la herencia Marvel, en lo que supone la mayor sorpresa del filme. Tratándose de una obra de claro corte dramático, si se compara con la tendencia de Marvel al humor desenfadado, no cuesta imaginar que el tratamiento de la imagen requiera una aproximación más solemne. Y si de gravedad en el mundo de los superhéroes se trata, resulta clara cuál es la primera influencia que se podría tomar: la de Christopher Nolan. La descripción que se ofreció anteriormente sobre la colocación y el soporte de la cámara también se puede localizar en el cine de Nolan, un cineasta caracterizado por una trabajada fotografía en tonos grises y un encuadre casi frontal de sus personajes, lo que, junto con el citado temblor de la imagen, otorga una especial sensación de intensidad a sus escenas. Viuda Negra parece beber de la obra del director de la trilogía del Caballero Oscuro, pero quizás más de sus trabajos posteriores, tales como Interstellar (2014) o incluso la reciente —y también cinta de espías— Tenet (2020), donde el juego fotográfico es más intenso. Y este quizás sea el gran acierto de la cinta, que logra establecerse como una versión oscura de la norma Marvel, tanto por su investigación en la infancia traumática y el presente desestructurado como por su filmación grave y algo más cruda de la acción, como se observa en una secuencia final que, a pesar de tener que pasar por los peajes propios de todo clímax Marvel, consigue encontrar imágenes que se esfuerzan por distanciarse de la habitual mediocridad visual de la factoría. Porque ese final es, en realidad, una reformulación más de los de las dos primeras entregas de Los Vengadores, o especialmente de la propia Capitán América: El Soldado de Invierno, de la misma manera que el propio grupo familiar se podría entender como una versión trasnochada y cochambrosa del grupo de superhéroes. O, teniendo en cuenta las posibilidades que esta familia ofrece de explotar la comedia —especial mención a la honestidad gélida, típicamente rusa, del personaje de Melina (Rachel Weisz)—, este grupo de personajes individualistas, que se debate entre ir por su cuenta o ser una familia, se podría entender como la versión tardosoviética de los Guardianes de la galaxia. Y algo de eso hay, como se observa en el personaje de Alexei / Guardián Rojo (David Harbour), quien es el que más amenaza con tornar el filme en un despliegue cómico. Sin embargo, la clave está en sus instantes definitorios, como el momento en silencio que pasa con Yelena en el cuarto de esta, pues se trata de escenas que decantan la balanza hacia el lado de la emocionalidad, en vez de optar por el tantas veces transitado sendero de la comedia desenfadada, que sirve como excusa para no profundizar ni mojarse en ningún tema. Aun con todo, las virtudes diferenciales de Viuda negra no son superiores a las de aciertos creativos como Doctor Strange (Doctor Extraño) (Doctor Strange, Scott Derrickson, 2016) o Spider-man: lejos de casa (Spider-Man: Far from Home, Jon Watts, 2019), obras tan estandarizadas dentro del canon de Marvel como capaces de ofrecer visiones novedosas de la construcción de la idea del superhéroe —en el primer caso— o del supervillano —en el segundo—, y por tanto no deberían celebrarse como más de lo que son. Nada nos hace pensar que el modelo Marvel vaya a cambiar, a ser más atrevido en el ámbito creativo, pero en ocasiones ofrece filmes estimables, y Viuda negra es uno de esos casos.