Vivir deprisa, amar despacio

Querer todo, conformarse con poco Por Paula López Montero

“La noche definitiva, después de esta noche, de esta oportunidad, de esta última oportunidad desaprovechada llegarán los bosques, la confusión, la perdición. Esta noche apelaré a la comunicación, a la compañía, a la fraternidad, buscaré desesperadamente alguien que sea como tú para poder agarrarte por el brazo, para poder tocarte, para poder decirte incluso te quiero. Hablaré, hablaré y hablaré, de hecho sólo voy a hacer eso, hablar, vaciarme, darte todo aquello que es mío y que también es tuyo, buscaré aquello que nos hace iguales, te daré mi mejor sonrisa y también te convenceré de la conveniencia de la agresividad, porque tu y yo estamos indefensos, y yo te lo demostraré. Desde el amor, siempre desde el amor, porque no quiero que te vayas. Porque esta noche es la definitiva, después de esta noche, si tu te vas, sólo quedarán los bosques y entonces ya no será posible”La noche justo antes de los bosques, Bernard Marie Koltés

Leía La noche justo antes de los bosques cuando estaba estudiando tercero de carrera, justo a la par que descubría las películas de Godard, Truffaut, Demy, etc. Recuerdo aquellos años tan vibrantes, tan intensos, tan de descubrimiento en lo personal y en lo emocional. Se puede decir que antes no había tenido un profundo acercamiento con la bohemia francesa –aunque en mi adolescencia me acompañaron Rimbaud y Baudelaire- y, también, que desde entonces no he conseguido desapegarme ni un minuto de esa seducción, de esa pulsión estético-racionalista, de esas preguntas y búsqueda existencialista en la que resuenan constantemente las campanas de un próximo final. Aún recuerdo aquella tarde en la que leí del tirón el monólogo de Koltés hambrienta, con necesidad de más porque aquel fragmento, o si se le puede considerar libro, albergaba una palabra, expresión y sensibilidad cercana e increíblemente madura, artística, arrolladora. Y ahora que han pasado cinco años me he topado con Christophe Honoré que me ha devuelto a aquella época, y no sólo porque evoque directa y subrayadamente a Koltés o a la Nouvelle Vague, o a Rimbaud, sino porque sabe conjugar aquellas dos colisiones de mundos que suponen en plena década de los 90 –década en la que, por cierto, nací- las vidas de un joven Arthur (Vincent Lacoste), vivant et joyeux, en la flor de la vida, y de un Jacques (Pierra Deladonchamps) apesadumbrado que ve amargamente como todo a su alrededor se va estancando, se va perdiendo. Eros y Thanatos.

Vivir deprisa, amar despacio (1)

Vivir deprisa, amar despacio (Plaire, aimer et courir vite, 2018) cuenta la historia de Jacques, un escritor homosexual en los avanzados treinta que vive en compañía de sus amigos y su hijo pequeño Louis entre juergas, libros y desenfrenos. Una tarde se topa con Arthur en un cine y sin muchos más preámbulos empiezan a tener una seductora y descarada conversación en la que ya se aprecia la conexión y el enganche entre ambos. A Arthur no parece mucho importarle que Jacques tenga VIH y tampoco que no quiera una relación formal. Sin embargo la cotidianeidad les va separando aunque ambos mantienen correspondencia y llamadas telefónicas en las que se hacen ver que se gustan con un coqueteo directo y bastante sexual. La posible relación entre ellos dos no parece ser el centro de atención del filme. Por la vida de Jacques están pasando muchas cosas, su ex pareja y amigo, Marco, que también tiene VIH le pide irse unos días con él a su apartamento porque cree que es el final, y pasa con él los días entre escenas y diálogos que mantienen la emoción a pesar de que la tensión narrativa se encuentra –y así lo consigue Honoré- en el vínculo entre Jacques y Arthur. Además las elecciones de encuadre, decorados y estética que transportan a los mejores escenarios de la Nouvelle Vague pero trasladados con el tono de los años 90, acompañado de un exquisito gusto por la música que va acompañando al relato y que actúa de fuga emocional para los personajes (por ejemplo suenan Massive Attack, Cocteau Twins, Prefab Sprout, etc.), o de las referencias visuales como el póster de Querelle de Andy Warhol hacen que el espectador esté pisando el mismo parquet del apartamento de Jacques como pasaba en las mejores escenas de Godard o Truffaut. El apartamento, el diálogo y la bañera son tan importantes para el imaginario de la bohemia dandi-burguesa y así lo seguirá siendo y en esto Honoré lo sabe bien, lo evoca y acierta sin parecer una mera pantomima o convergencia de múltiples inspiraciones. Pero esa ilusión de ritmo que marcaban las canciones y la viveza de los diálogos se ve interrumpida por la muerte de Marco. Jacques, sumido en una ola de nostalgia muy bien resuelta en lo visual por la evocación de elementos recientes y acompañado de la música de Haendel y Brahms, empieza a ser consciente de que la vida tiene un final, también para él. Y a pesar de merodear constantemente la pulsión y tensión sexual con Arthur, Honoré sabe mantener el freno echado y dejar mirar como pocas películas lo han hecho –pienso en 120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, Robin Campillo, 2017)- al sentimiento desolador, desarraigado, tremendamente arrollador del virus y la enfermedad mediante el cual ese éxtasis de juventud se ve aniquilado por una demoledora conciencia de muerte. Sin embargo, como ya prometía el filme desde el principio, la sintonía final no la da el uso del elemento dramático y trágico constante sino el un intercambio de picos de euforia y decadencia típicos de los años 90. Y con ello entra en escena Arthur, “qulqu’un qui soit comme un ange au milieu de ce bordel” que viene para sacarle de la incertidumbre de que sigue habiendo espacio para la risa, la esperanza y el amor a pesar de la enfermedad. De hecho, el espectador embaucado por la intimidad y los diálogos al que le ha acostumbrado el filme, encuentra en las últimas escenas una conexión casi familiar con los personajes. Pero, siendo consciente de la pulsión última y final, Jacques decide coger las riendas del asunto y tomar él la decisión de su momento, sin dejar a su vez, que participemos de él, ni si quiera Arthur. Una despedida y un final que ponen el tono melancólico a la cinta y a una época. Y es que Vivir deprisa, amar despacio, como su título anuncia, es mucho más que un film romántico-gay con el que descargar hormonas y emociones, sino que es la banda sonora, la estética, la narrativa y el tiempo de una época en la que se vive deprisa pero en la que todos queremos amar despacio, en aquella, tal como dice Arhur: “queremos todo pero nos conformamos con poco”.

Christophe Honoré, que empezaba a encontrar su camino con Las canciones de amor (Les chansons d’amour, Christophe Honoré, 2007) a la que le preceden y suceden cintas que mejor merece la pena obviar, parece encontrar en esta cinta personal su gusto e inteligencia fílmica. Con todo ello, Vivir deprisa, amar despacio es, bajo mi punto de vista es una gran película y lo es en tanto que Honoré encuentra su madurez artística y porque conjuga con sintonía contexto, expresión y emoción.

 Vivir deprisa, amar despacio 2018

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