Walter Tournier

La militancia de la infancia Por Samuel Lagunas

Hacia los años 70 la animación latinoamericana había abandonado casi por completo los gestos de sátira política con los que había nacido. Lejos estaban ya las intenciones burlescas y contestatarias de El Kaiser (Seth, 1917) y de Peludópolis (Quirino Cristiani, 1931) y, en vez de ello, se habían instalado actitudes nativistas e infantilistas como lugar común en las producciones de la región. La visita de Walt Disney en 1941 y la influencia monopólica de la industria del dibujo animado norteamericano (Disney, los hermanos Flesicher, Hanna Barbera, Warner Bros.) habían acelerado este proceso. Evidencia de este cambio son cortos como Los cinco cabritos y el lobo (Alfonso Vergara, 1937), que se limitó a remplazar acríticamente los personajes de Los tres cerditos (Butt Gillet, 1933) por unos cabritos más endémicos al territorio mexicano; o largometrajes como Sinfonía Amazónica (Anatelio Filho, 1954), que convirtió las leyendas y los mitos tupí en aventuras mágicas bajo el modelo de Fantasía (Bill Roberts y otros, 1940) y Bambi (David Hand, 1943), despojándolas de todo rasgo que no se adecuara al modelo de Disney.

Junto a este tipo de cintas oscilantes entre la fábula y el cuento de hadas, el aumento de las series protagonizadas por personajes animales o humanos típicos de cada país (el tehuelche Pataruzú, la vizcacha Plácido, el cóndor Copuchita), delineó las vías y el mapa de la animación en América Latina durante los años 50, 60 e incluso los 70. No obstante, algunos directores empezaron a salirse del molde y recuperaron desde sus primeras películas el móvil político que había impulsado los primeros dibujos animados de Seth y de Cristiani. Es el caso del uruguayo Walter Tournier (Montevideo, 1944), cuya filmografía ha estado dirigida ya no por una actitud condescendiente y bufonesca ante la niñez, sino por un compromiso pedagógico, en el sentido que Paulo Freire da al término; es decir, considerar el acto de enseñanza como una preparación ideológica y humana para la reflexión crítica y la libertad. Aunado a ello, la obra de Tournier evidencia el uso de una diversidad de materiales (papel recortado, plastilina, collage, títeres, dibujo) y técnicas (desde el stop-motion hasta el 3D), lo que lo convierte en uno de los animadores más versátiles y creativos de su generación. Sirva el perfil que presento a continuación también como homenaje.

Los comienzos. En la selva hay mucho por hacer (1974)

            Si hacemos caso de lo que el mismo Tournier ha declarado en numerosas entrevistas, él aprendió los fundamentos básicos de la animación durante una visita a la casa de Alberto Monteagudo (Montevideo, 1940) -encargado de la primera animación en plastilina en el país y director del célebre corto El cuatro de hojalata (1978)- poco tiempo antes de que este se fuera a radicar definitivamente a Venezuela en 1969. La oportunidad de poner en práctica ese aprendizaje llegó en 1973, cuando su amigo Walter Achugar le propuso adaptar a la pantalla, a través de la animación, un cuento que el anarquista Mauricio Gatti había escrito desde la cárcel para su hija. Tournier y Achugar trabajaban en la Cineteca del Tercer Mundo como programadores junto a otros hombres como Mario Jacob, con quien Tournier ya había realizado trabajos previos de documental.

Construido exclusivamente con recortes de papel, En la selva hay mucho por hacer narra la historia de unas familias de animales que viven felices en la selva, trabajando juntos para mantener la vida del territorio, hasta que llega un grupo de cazadores a apresar a varios de ellos para llevarlos a un zoológico. Gracias a la ayuda de algunos pájaros, los animales del zoológico logran mantener la comunicación con los animales de la selva hasta que consiguen escapar y volver a casa. La película de 16 minutos no esconde sus objetivos políticos: es una fábula sobre la libertad, la dignidad de la vida, el cuidado de la casa y un alegato en contra de la opresión de un gobierno que cada vez se comportaba de forma más tiránica y totalitaria. Se trata de una exhortación a mantener la esperanza y a fortalecer el compromiso con la justicia a pesar de lo graves y peligrosas que sean las amenazas que haya alrededor. El estilo geométrico, casi cubista, de los animales le da a la cinta un dinamismo visual que agiliza la película y contribuye, junto a la variación en la paleta de colores en los escenarios naturales y en el zoológico y a la expresividad vocal del narrador, a crear la tensión entre los dos mundos que están en conflicto. Tournier no pudo exhibir la película en cines como lo deseaba, pues después del golpe de Estado en junio de 1973, tuvo que exiliarse en Perú; sin embargo, la película logró algunas proyecciones en cárceles durante 1974. Era una manera en la que el relato que había nacido en las celdas, igual que sus protagonistas, también volvía a casa.

Tournier

En la selva hay mucho por hacer

Los años en Perú. Nuestro pequeño paraíso

La primera incursión de Tournier en la animación sienta las bases ideológicas del resto del resto de su producción: su compromiso con la vida, su preocupación por las injusticias sociales y su deseo de acompañar a las infancias en su etapa de formación como sujetos críticos y emancipados. A su llegada a Perú, tras una estancia breve en Argentina, Tournier empieza a trabajar como arquitecto, lo que le permite reunir recursos para fundar una pequeña casa productora, Caracol producciones, desde donde realizaría dos cortometrajes, El cóndor y el zorro (1980) y El clavel desobediente (1981). Ambas películas, fábulas morales sobre el amor y el cuidado del prójimo, le permiten al director alternar el cut-out con otras técnicas como el dibujo o el uso de títeres, acompañando las historias con canciones de músicos populares (el grupo andino Marcahuasi y el instrumentista de vientos Manuel Miranda), lo que reforzaba el carácter latinoamericanista de su trabajo. Paralelamente, Tournier tuvo su primera incursión en el stop-motion de figuras de plastilina en el corto de live action El chicle (Nelson García, 1982), donde anima una bola de chicle que persigue a un niño mientras duerme.

Hasta ese momento, Tournier no había desarrollado ninguna historia propia, sino que siempre había trabajado con adaptaciones y guiones de otras personas. Sin embargo, en 1983 estrena su primera película con guion original titulada Nuestro pequeño paraíso. La cinta de 9 minutos es cautivante y desconsoladora por igual. En pleno auge del melodrama televisivo en la región y la producción de telenovelas, Tournier manifiesta el proceso hipnótico que la “caja tonta” ocasiona en el espectador. Con un fondo totalmente negro, una figura humana ve desfilar ante sus ojos historias y comerciales. Como espectadores, solo vemos la televisión en escorzo y escuchamos lo que sale de ella; pero, de pronto, empieza a fraguarse entre ambos una interacción “real”. Manos atraviesan la pantalla y cachetean al protagonista o le ofrecen algún producto-milagro y, al mismo tiempo, vemos cómo este pasa de la risa al llanto gracias al vaivén de la trama que contempla extasiado. Al final, cuando la emisión termina, el personaje se apaga y la oscuridad de fondo se ilumina mostrándonos una cotidianidad ruidosa y aburrida que solo puede aligerarse gracias a la fuga de mundo que ofrece la televisión. Es especialmente descollante la pericia técnica que demuestra Tournier en este corto al inyectar efectos caricaturescos, hasta ese momento usados únicamente en el dibujo, en la plastilina, como el momento en que se infla excesivamente la panza del personaje frente a una botella de refresco; y al manejar con una celeridad inédita las manos que entran y salen de la caja. Su formación como escultor le dan también un manejo de la perspectiva que sitúa al espectador en una posición incómoda y a la vez propicia para alentar su imaginación. Nuestro pequeño paraíso desata en pocos minutos numerosos juegos que el espectador tiene que disfrutar, padecer y resolver para salir avante de la cinta. La ambigüedad del juicio sobre el acto de ver es también un rasgo afortunado de la película, ya que, si bien predomina un comentario crítico, queda expresada también con contundencia la dimensión reconfortante y de solaz que genera la cultura de masas. No se trata de una detracción apocalíptica al estilo de Marcuse, ni de una apología ciega, sino de dar cuenta de la complejidad del acto de encender y mirar una pantalla.

Nuestro pequeño paraíso

De vuelta a Uruguay y el compromiso con la infancia

En 1985, Tournier regresa a Uruguay y, en colaboración con su amigo Mario Jacob, funda una nueva casa productora, llamada esta vez Uruguay Imágenes gracias al apoyo y el financiamiento de varias ONG’s extranjeras. Tournier realizó algunos proyectos animados para Imágenes, pero en 1990, tras sucesivos desencantos, decidió retirarse y dedicarse a la venta de muebles y antigüedades. De esos cinco años de trabajo surgieron cuatro episodios piloto de la serie Los cuentos de don Verídico (1986) y una película de 30 minutos llamada Los escondites del sol (1990). En Los cuentos de don Verídico Tournier continúa el uso de la plastilina, pero las figuras lucen más toscas y rígidas, además de que la especificidad localista de las historias dificulta al espectador involucrarse con los personajes. Tampoco los inversores se sintieron identificados ni complacidos y no hubo más recursos para dar continuidad al proyecto.

Los escondites del sol, sin embargo, me parece una película notable, más que por su realización técnica, que luce rústica tanto en el dibujo como en la plastilina; por la ventana que abre en los usos posibles de la animación. Hasta ese momento, la animación latinoamericana estaba directamente asociada con la fantasía; sin embargo, con Los escondites del sol se anticipa el giro hacia la memoria que esta tomará especialmente en el siglo XXI, ya que se le emplea como recurso para la exploración y la curación del trauma. La película reúne dos historias, “A través de las sombras” y “Otro sol”, cada una es un cuento ideado por niños y niñas que padecieron tanto las presiones de la dictadura como la vida en el exilio. El esfuerzo por explicar en imágenes las emociones, los miedos y los sueños queda expresado en estas fábulas de animales donde asistimos a escenas tremendamente desgarradoras como el allanamiento violento y cruel de unos cocodrilos a la casa de unos conejos, o donde se percibe la diabólica figura de un zorro que no deja en paz a unos ratones. Este vislumbre del terror desde la experiencia infantil se convierte en presagio de películas señeras de la animación latinoamericana reciente como el documental colombiano animado Pequeñas voces (Jairo Carrillo y Oscar Andrade, 2011), o el cortometraje chileno Historia de un oso (Gabriel Osorio, 2014) que también emprende un rodeo hacia lo animal para generar algún sentido en medio del trauma y la desazón.

En 1996, Diego Silva se comunicó con Tournier para proponerle que realizara pequeños episodios animados para televisión destinados a los niños. Es entonces que surge la serie de Los tatitos (1997), con la que Tournier recupera el impulso para dedicarse a la animación, pero también los valores que caracterizaron sus primeras películas. Las figuras adquieren otra vez flexibilidad y expresividad; y el modelado en volumen de los escenarios le da profundidad y vitalidad a la atmósfera, por lo que el mensaje ético que comunican llega más fácil al público. Además, la interacción entre humanos y animales, nueva en Tournier hasta ese momento, provee de una ternura y de un sentido de compromiso y cooperación más radical que el que se observa en Los escondites del sol y aún en En la selva hay mucho por hacer.

Sobre todo, con Los tatitos asistimos a los comienzos del proceso de especialización del lenguaje tanto en la obra de Tournier, como en el escenario general de la animación latinoamericana. Gracias a la televisión, las infancias son incorporadas al mercado de contenidos audiovisuales y, paralelamente, comienza a desarrollarse un lenguaje específico que facilite la comunicación con esas audiencias. Ya no se trata solo de contar una historia sencilla con animales y niños, sino de administrar los recursos cinematográficos de acuerdo a la edad de los espectadores ideales de la obra. Así, Los tatitos se reduce en tiempo de duración a un minuto y se concentra en presentar ya sea una situación específica o en plantear y resolver de forma rápida un conflicto con introducción, nudo y desenlace. En el episodio 5 titulado “Vamos a compartir”, por ejemplo, se nos presenta solamente la organización de una fiesta de cumpleaños en una granja y se enfatiza la importancia del trabajo en equipo a través de una participación organizada y alegre que da como recompensa un tiempo de felicidad para todos, incluidos los animales. Además, la enseñanza se completa con una canción que funciona como refuerzo pedagógico del valor que se quiere transmitir. En otro episodio, “Península Valdés”, la narración es más compleja ya que vemos a un grupo de amigos ir a la playa en busca de ballenas y, en el intento de conocerlas mejor y divertirse en la espera, esculpen un ballenato en la arena antes de dormir. Al despertar, el ballenato de arena se ha ido y chapotea en el mar junto a un par de ballenas más. Los amigos miran contentos el espectáculo de la naturaleza y celebran la posibilidad de convivir con ella de forma pacífica y responsable.

Los tatitos ofrece todavía una variedad amplia de elementos en los planos. En “Península Valdés” está la letra de la canción, el sonido del mar, los personajes en movimiento, la expresión de sus rostros, la arena, las olas y el cielo; no obstante, la mayoría de estos elementos son decorativos y acaban sobresaturando el canal de comunicación. Para Tonky (2007, 2009), sin embargo, producción auspiciada por un canal de televisión brasileño, Tournier depura al máximo cada cuadro eliminando los escenarios de fondo y las canciones infantiles, disminuyendo las expresiones faciales y dejando solo frente al espectador la acción del personaje y algunos objetos propicios a esa acción, donde se concentra todo el significado. En el episodio “Mica equilibrista”, por ejemplo, la solidaridad entre hermanos se expresa en la aventura de un bebé dando sus primeros pasos sobre una banca mientras su hermano mayor lo anima y se divierte con él. De fondo solo escuchamos una música que nos recuerda el ambiente de un circo. Tournier no necesita más y eso le es suficiente para compartir el valor que desea reforzar en los espectadores.

Esta dedicación consciente y meditada hacia las infancias se expresa con profusión en la obra de Tournier a partir de los varios cortometrajes que ha realizado sobre derechos de los niños auspiciados por distintos organismos internacionales como el Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes o la UNICEF. Entre ellos destaca la serie titulada “Yo quiero”, pero sobre todo Alto el juego (2017). Esta película de 7 minutos nos recuerda inmediatamente a Toys (Grant Munro, 1967), cortometraje producido por la National Film Board de Canadá, misma que se convirtió en una fuente de influencias importantísima para los animadores latinoamericanos gracias a la difusión que alcanzó la obra de Norman McLaren después de 1950. Tanto Toys como Alto el juego alternan live action con animación para emitir un poderoso performance antibélico con juguetes. Sin embargo, mientras que en la película de Munro el espectáculo de la guerra sucede frente a los atónitos ojos de los niños quienes lo ven todo a través de un escaparate, en Alto el juego la guerra ocurre en medio del supermercado, ante la indiferencia de quienes se pasean entre los pasillos. La distancia de las miradas es claramente la distancia ante la guerra. Mientras Munro se planta con la seguridad que da el estar afuera del conflicto, Tournier es consciente de que las violencias de la guerra son tan cotidianas que se han normalizado y la gente se ha vuelto insensible ante ellas. En Alto el juego el diseño de los personajes, figurillas de alambre envueltas de hojas de periódico, refuerza esa penetración de las noticias en el mundo de la vida diaria. La frecuencia de la exposición las ha convertido en rutina, pero eso no disminuye el dolor y el sufrimiento de las niñas y los niños en las zonas de combate, el cual es representado en el corto a través de un niño que quiere salvar a su perro del ataque de los soldados y de los tanques. Es llamativo que, mientras todo el mundo militar aparece en blanco y negro, el mundo del niño y el perro aparece a color, remarcando que es el único vestigio de la vida en medio de un mundo muerto y que se encuentra en riesgo constante.

Alto el juego se distancia también de Toys por lo abrupto de su final. Mientras en el segundo el mundo de los niños puede continuar porque no son parte de la guerra, en Alto el juego se requiere una intervención de una mano humana adulta para frenar el sufrimiento infantil. La mano irrumpe en el mundo animado y detiene el juego de la guerra para que el niño y su perro puedan seguir viviendo. En esta intervención se atisba también una crítica a los límites propios de la animación, la cual, se reconoce desde la película, es incapaz de salvar una vida, pero puede servir como estímulo para que los espectadores asuman el compromiso de hacerlo. En ese deber de señalar y alentar radica la militancia de Tournier.

Alto el juego

Aventuras en el Caribe

            Gracias a la entrada de Tournier en la televisión, su obra y su nombre empezaron a moverse con mayor ímpetu en el circuito global de la industria. Poco tiempo después del estreno de Los tatitos, un canal escocés le propuso a Tournier llevar a cabo una serie de cortometrajes de mayor duración animados en stop motion sobre cuentos del mundo. Sin embargo, Tournier no consiguió ningún respaldo en Uruguay para llevar a cabo tal proyecto y, después de varias desavenencias, y con el apoyo de Discovery Kids, del escocés Carl McMullin como productor, y del cuentista mexicano Francisco Hinojosa como guionista Tournier pudo terminar de hacer El jefe y el carpintero. Un cuento del Caribe (2000). El éxito de este trabajo le aseguró el financiamiento para realizar una película más, Navidad caribeña (2001). Ambas cintas son relevantes porque se interesan en una parte de América Latina hasta ese momento muy poco visibilizada desde la animación. Los habitantes de la isla del Caribe en Tournier son retratados como ingeniosos, amables y parte de una comunidad idílica, por lo que se parecen más a los campesinos de la utopía colombiana En el país de Bella Flor (Fernando Laverde, 1973) que a los trabajadores hoscos, problemáticos y conscientes de la opresión colonial en Crónicas del Caribe (Francisco López, 1982). Tanto en El jefe y el carpintero como en Navidad Caribeña el gobernador español se representa como el extraño, incapaz de comprender el pensamiento y el comportamiento indígena y, por ello mismo, empeñado en utilizarlos para conseguir sus ridículos y autoritarios fines, ya sea tocar la luna o hacer que caiga nieve en navidad. Ambos objetivos, evidentemente, están condenados al fracaso, pero en esa aventura el gobernador y su familia aprenden la importancia de comprender al otro y disfrutar lo pequeño sin obsesionarse con cumplir grandes empresas. Esa importante y útil, lección no fue aplicada por el mismo Tournier quien desde el 2002 se enfocó metódica y quizá obsesivamente en llevar a cabo su primer y único largometraje, el cual pudo estrenar finalmente en 2012 y que, sin embargo, es una de sus películas más débiles y aburridas.

Tournier

Navidad caribeña

Selkirk, entre el deseo y el límite

            La realización de largometrajes animados en América Latina después de 1990 era una empresa difícil. El ascenso de las políticas neoliberales en la región aumentó la deuda externa, la desigualdad al interior de los países y acortó el tamaño de las industrias cinematográficas. No obstante el escenario empezó a cambiar después del año 2000, conseguir financiamiento para llevar a cabo una película de más de 60 minutos de duración con stop motion o alguna otra técnica animada resultaba muy complicado, de allí que los proyectos demoraran varios años en estrenarse. Es el caso de películas como Ana y Bruno (Carlos Carrera, 2017) o incluso Pachamama (Juan Antín, 2018). En medio de ese panorama adverso, Tournier empezó la producción de Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe (2012) decidido a superar todo obstáculo, desde la dificultad de obtener materiales adecuados (Tournier intentó importar silicona de Brasil para la confección de los muñecos, pero los impuestos eran altísimos); hasta la escasa formación de gente especializada en animación que pudiera colaborar en la cinta. Esto último, Tournier lo resolvió a través de un taller que organizó previamente al inicio de la producción, donde capacitó un pequeño equipo que sería completado por su esposa y su sobrino, pilares del estudio que llevaba el apellido familiar y que le permitía a Tournier mantener su libertad creativa. La creciente difusión de las nuevas tecnologías digitales disminuyó notablemente la carga de trabajo manual, ya que gran parte de los escenarios fueron modelados en 3D.

Es encomiable el esfuerzo realizado para la concreción de Selkirk; sin embargo, la película evidencia la poca experiencia de Tournier y de su equipo en cuestión de guion y de edición de largometrajes. La película tiene una intención noble y divertida: contar la historia detrás de la creación del Robinson de Daniel Defoe. Selkirk es un marinero ambicioso convencido de sus habilidades para llevar a un barco pirata a un paraíso de tesoros inexplorado; sin embargo, en el viaje su carácter lo llevará a pelearse con el capitán y a ser abandonado en una isla donde sobrevivirá ingeniosamente varios años. En el viaje, Selkirk conoce a Gertrudis, quien se ha embarcado disfrazada de hombre para poder buscar a su novio perdido. El mayor problema de la cinta queda expuesto en el apresurado y casi inexplicable desenlace positivo, en el que Gertrudis regresa como capitana del barco y convence a Selkirk de regresar al mar. El apurado desarrollo de los personajes desestabiliza la cinta al punto de romperla en dos partes completamente desequilibradas. Con todo y ello, Selkirk nos regala estribillos musicales inolvidables, un admirable espectáculo de la técnica y algunos momentos de carcajadas, especialmente al inicio de la película. Es una lástima que el visionado completo resulte el día de hoy pesado aun para el público infantil.

Tournier

Selkirk

Más allá de las distopías de metal

Dentro de la vasta filmografía de Tournier, hay algunos cortometrajes que descuellan por su carga dramática y por su técnica. Me refiero a A pesar de todo (2003) y Chatarra (2015). Ambas películas comparten que están hechas con figuras de metal y que sus historias ocurren en mundos post-apocalípticos oscuros y llenos de basura. Esto resulta anómalo en un universo cinematográfico caracterizado por su luminosidad, y por personajes felices y tiernos. A pesar de todo posee una estructura similar a Nuestro pequeño paraíso. Los espectadores vemos solo un parte del escenario en que se encuentra el protagonista tratando de sortear algunas dificultades anatómicas, en este caso engrasando sus extremidades, articulándolas y ejercitándolas a la vez que se da cuenta de los objetos que lo rodean y se prepara para regresar a la vida después de una catástrofe que solo imaginar. Sin embargo, cuando el personaje sale a la luz, la verdad se revela. Su mundo entero está sumido en la desgracia, todo está en ruinas y no queda nada vivo. Lo único que sobrevive es la tristeza de la soledad y de la muerte.

Chatarra cuenta algo muy parecido, pero posee un cierre más halagüeño. El protagonista es de nueva cuenta una figura humanoide metálica que yace sola en una bodega rodeada de residuos industriales y de restos de máquinas. Sin embargo, decide reponerse a esa soledad construyendo sus propios acompañantes, por lo que lo vemos embonando las piezas para hacer un perro, una gallina y otros tipos de animales con los que puede interactuar.

Tanto A pesar de todo como Chatarra son pequeñas declaraciones de esperanza que no niegan la realidad postrada del mundo, sino que la reconocen y asumen el doloroso y valiente reto de habitar esa tierra herida de alguna manera. Se trata de ese otro lado de las utopías de plastilina que aparecen en El jefe y el carpintero. Un cuento del Caribe o en Navidad caribeña. Mientras los personajes de A pesar de todo y Chatarra están a medio hacer, los otros ya están terminados, al igual que sus respectivos mundos. Tal vez ese sea el corazón de la filmografía de Tournier: el aprender a llegar de este lado, gris y oxidado, al otro. Justo como los animales de su primera película, que terminan su ciclo cuando llegan a casa y descubren que esa casa sigue siendo un lugar verde y fértil donde la vida es posible. Si hay un mensaje para las y los niños entre los variadísimos paisajes animados de Tournier, probablemente sea ese: tener el coraje y la orientación adecuada para alcanzar esa tierra a la que, a lo mejor no pronto, pero algún día hemos de llegar acompañados y llenos de música y esperanza.

Chatarra

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