We’re All Going to the World’s Fair

Hay un aliado en mi timeline Por Javier Acevedo Nieto

El miedo, la confusión, la desinformación, las falsas creencias, los discursos oficiales y las agendas mesiánicas: todos son elementos que han configurado el audiovisual surgido durante la pandemia. El mediocre audiovisual pandémico se caracteriza por fingir que todo sigue igual. Una actitud de complacencia ante un presente que considera blando, maleable y amable. Las imágenes de cualquier película o serie actual, dejando atrás esa “imagen-nada” de Netflix, actúan como iconos de empatía. No es baladí que una buena parte de la producción visual pandémica se haya centrado en la juventud y en sus modos de experiencia vital. Basta observar la retahíla de películas coming of age, los retratos documentales y observacionales que miran con condescendencia a una juventud diseñada con algoritmos de buenismo político y fascismo intelectual o las series que intentan hablar de nihilismo hedónico —aprehender una imagen de una juventud resignada ante su irrelevancia— para terminar reflejando un sectarismo afterpop tan capitalino como puritano. Esta retahíla de productos poco o nada han revelado sobre la juventud. Es más, la adopción de una estética de la interfaz en el audiovisual pandémico —pantallas de Zoom, pop-ups cutremente diseñados, guiños a apps que narcotizan momentos de calentón y Stories escritas con el like en la bragueta— es el enésimo gesto de la industria cultural para maquillar, códigos del presente mediante, su absoluto estado terminal. Quién recordará cómo el terror se ha hibridado en creepypasta grabados en lofts, o cómo el drama teen consiste en ver declamar a estrellas de Marvel, o la manera en la que ser joven es un coming of age donde tu tote bag sostenible solo puede guardar arroz y lubricante. Absolutamente nadie. Imágenes decrépitas cuya tanatopraxia ha sido ejercida por una notabilísima crítica cultural. Del mismo modo que habitamos el tiempo donde se prescriben antidepresivos para noches de precariedad e ilusión, también leemos el tiempo donde la crítica prescribe agendas como obituarios dulcísimos. Murámonos, pero al menos dejemos un bonito cadáver.

En esta situación se estrena de forma limitada We’re All Going to the World’s Fair. ¿Otra prolongación del audiovisual blandito para estómagos intolerantes? Algunos críticos se han desecho en elogios ante la película de Jane Schoenbrun. Un debut prometedor, afirman. En realidad, una búsqueda de Google les revelaría que se trata de la segunda película de Schoenbrun, pero en la era de la información la pereza parece ser un derecho. ¿Quién es Schoenbrun? Un genuino creador audiovisual y explorador de los códigos, vericuetos estéticos y modos de vivencia online. Su serie The Eyeslicer ya lleva dos temporadas recopilando una antología de cortometrajes de diversos creadores que ahondan, ironía y pastiche mediante, en la cultura creepy, absurda y neokitsch de postinternet, es decir, del internet que ya no revoluciona nada, sino que simplemente está ahí. También confirmaba que la MTV fue y será el mayor repositorio de estéticas y códigos visuales del internet contemporáneo. Una experiencia que emula el binge watching descreído, neurótico, rutinario y compulsivo que caracterizaba a la cadena. Los distintos cortometrajes se solapan entre sí, imitan texturas analógicas, se fusionan con el posthumor centennial y funcionan como un continuum; es decir, una masa uniforme de audiovisual amorfo que se puede ver en cualquier momento. Imitar la experiencia de pillar MTV puesta en cualquier tugurio de adolescencia, pero en la era donde para fumar basta poner 4.20 y esperar al afectuoso rider sexual y lisérgico. Sea como fuere, una experiencia para amantes del trance de la procrastinación depresiva entre Liquid Television (1991) y los magazines musicales de la cadena. Por su parte, A Self-Induced Hallucination (2019) era perfecto ejemplo del audiovisual online: un largometraje en forma de found-footage random que funcionaba como un scrolling continuo de leyendas urbanas, citas a Slender Man y revisionismo icónico y crítico de la segunda era de internet, los amados inicios de los 2000.

We're All Going to the World's Fair

¿Y qué sucede con We’re All Going to the World’s Fair? Sin llegar a los extremos de gentrificación figurativa de Bo Burnham, Schoenbrun los merodea por momentos. Naturalmente, a uno le encantaría alabar una película en la que Casey, creadora de contenido para anónimos nostálgicos de Pedobear y merodeadora lánguida de vídeos entre el ASMR erótico y las prótesis de autoestima, se ve progresivamente envuelta en un reto online que culmina en videollamadas con un extraño imbuido del habitual halo de mesías herético de la deep web. Schoenbrun construye el dispositivo que encuadra a Casey desde lo observacional: se alterna la visión de la webcam con planos generales casi a modo de live stream de una adolescente que es un fantasma en la realidad y una presencia en el online. A veces rompe este dispositivo con las habituales soluciones del coming of age made in Sundance, o Variety, ese prescriptor indie para intolerantes a la lactosa. La tensión entre la estética online y el retrato centennial da como resultado una curiosa connivencia entre los modos de habitar internet tan naturales e inherentes a la generación Z y los registros naturalistas de las películas de iniciación que parecían ya estar en sus estertores. Hay espacio para presagios obscurantistas en YouTube, para la reflexión sobre la intimidad congelada en frames y las pausas existenciales entre exposición grabada del yo y selfie; pero también para la construcción de un relato de vida y madurez analógico.

En cierto modo, Schoenbrun sigue pensando exactamente lo mismo que ha volcado en sus anteriores trabajos. Es un pensamiento muy sencillo sobre la tecnoesfera actual: la imagen del presente no es la de la pantalla o la de la interfaz, sino el rostro que se mira en esa pantalla o interfaz. Toda imagen del presente ya no trata sobre el espacio o el tiempo, sino sobre el volcado de la mente en la pantalla: el futuro del audiovisual pasa por ser la interfaz del software cerebral. La imagen-neurona vuelca el rostro de Casey en sus interacciones online hasta que las interfaces contenidas en el ordenador son la misma Casey. La pantalla como extensión del yo conduce a que este híbrido de documental de escritorio y relato iniciático sea, por momentos, un tímido ensayo de hasta qué punto los centennials son la primera generación en entender que Descartes por fin ha muerto: la oposición cuerpo/mente tiene ya tan poco sentido como la oposición realidad/virtualidad. Es una pena el poco riesgo que toma Schoenbrun. No hay momentos de escape irracional, ni de experimentación formal. Tampoco abraza el creepypasta y su aspecto más morboso como punto de fuga de un presente que, admitámoslo, se ha vuelto más duro, inflexible y rígido que nunca. Tan solo una referencia a ese críptico interlocutor de Casey cuyo avatar recuerda a Peter Scully, psicópata y auténtico hombre del coco de la Deep web y de lugares cibernéticos tan hostiles como Red Room. Precisamente, la revelación final del filme en ese sentido, su aspecto desmitificador y desenmascaramiento del avatar, queda completamente sepultada por un ejercicio un tanto plúmbeo de cine observacional.

We're All Going to the World's Fair

¿Y qué sucede con We’re All Going to the World’s Fair? Que, con todas sus limitaciones, es un curioso ejercicio de exploración del presente. Una pertinente reflexión sobre el online que permea en la vida real y la dimensión del yo virtual en detrimento del yo “real” que, para varias generaciones, carece de sentido en un mundo físico tan sumamente infantilizado como hostil. No es otro mediocre audiovisual pandémico, tampoco un delirio que reivindique ciertos imaginarios de internet. Imaginarios que parecen ser los últimos resquicios de creatividad en pleno seno de la interfaz capitalista que, tras el anuncio de Meta y el desembarco de la competencia digital en las agendas transnacionales, amenaza con construir un modelo de mente colmena. Drama teen, existencialismo online, nihilismo de interfaz, imágenes-neurona o creepypasta lo-fi. Creo que ya no me quedan más etiquetas para intentar decir por qué la película se merece su espacio. Salvo que sea aupada a los altares de la recepción periodística acrítica, en cuyo caso será mejor recuperar el derecho al anonimato.

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