Wes Anderson
El otro Wes Anderson: de la familia y de la muerte Por Aarón Rodríguez
El cine de Wes Anderson es una inmensa experiencia estética. Quizá habría que comenzar por ahí, por el talento para construir imágenes poderosas que envuelven y fascinan por la enorme precisión barroca de sus composiciones. Anderson trabaja con la disposición del espacio como un infatigable enfermo de horror vacui que conociera los lugares más excitantes de la cultura pop y deslizara su cámara por extrañas viñetas de cómic. Quizá lo que le convierte en una suerte de auteur es esa capacidad de generar un tapiz entre lo naif y lo carnavalesco que igual remite a los cincuenta, a los sesenta, algo así como una pesadilla alucinógena de Richard Lester que –y este es un gran misterio que me propone como espectador- raras veces cae en el ridículo.
Sin embargo, lo que salva la filmografía de Wes Anderson de una cierta mirada condescendiente es precisamente lo que se arropa bajo esa corteza de citas intertextuales y paratextuales que destila cada título de su filmografía: la presencia –disimulada, sorda, susurrada- de un cierto unheimlich, un cierto tacto siniestro más o menos sugerido debajo de cada una de las imágenes.
Anderson, título tras título, parece esbozar una sonrisa bufonesca y frívola mientras en la trastienda de sus cintas se agolpa un magma de malestar purísimo que siempre tiene una conexión determinada: la construcción simbólica mayor de Occidente, esto es, la familia.
Los tenenbaums
Me parece interesante comenzar trazando una línea entre dos filmografías razonablemente paralelas que no han sido, hasta donde yo se, lo suficientemente conectadas. Me refiero al corpus propuesto por el francés Arnaud Desplechin y el propio Anderson. A priori, ambos se basan en una construcción razonablemente coral de sus películas, una colección de diferentes tramas urdidos en rizoma. Narrativa agujereada y erosionada en la que los personajes parecen muchas veces satélites arrojados a un territorio inestable, a un relato líquido en el que lo sugerido siempre está por encima de lo explicitado. Así, si enfocamos con la misma luz dos cintas como Los tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001) y Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008) no tardaremos en localizar elementos comunes: el retorno de los hermanos al techo familiar, el cáncer como elemento de conjunción, el amor casi incestuoso… La cinta de Desplechin bien podría ser considerada una especie de virtuosa reinterpretación de la misma partitura andersoniana.
Sin embargo, donde el director francés realiza magníficos equilibirios entre la fábula y el código realista, entre el amor y la reconciliación, Anderson decide desplomarse por el territorio de lo bufonesco, lo esperpéntico, lo absolutamente desmesurado. En ciertos momentos, el director tejano ofrece el tic histérico de quien no puede contener las carcajadas en mitad de una situación comprometida –un funeral, sin ir más lejos-, y acaba parapetándose tras un salto mortal narrativo: Royal Tenenbaum, el patriarca, muere. Como muere la esposa –fantasmática- del personaje interpretado por Ben Stiller. Como morirá también el hijo del protagonista de Life aquatic o el marido –también fantasmático- de la profesora de Rushmore. En los mejores Wes Anderson –excepción hecha, por motivos obvios derivados de la adaptación y del género, de la excelente Fantástico Sr. Fox– siempre hay un cadáver latiendo que maneja toda la construcción de relato y que funciona –y en esto es imposible no pensar en John Ford- como el punto de partida o de llegada de la historia.
Life aquatic
El cadáver es esa parte de la familia que impone una deuda simbólica imposible de saldar. Si miramos hacia Desplechin localizamos la misma estrategia, desde su impresionante cortometraje inicial La vie des morts hasta el padre ausente de Reyes y reina, desembocando en el hermano muerto de Un cuento de Navidad. En cierto sentido, eso explica la impresionante capacidad de ambos directores para pensar los problemas de una cierta burguesía (ora americana, ora europea) del primer mundo: la conexión entre la muerte y la familia.
Doble nudo que se ata con trazo de Slavoj Zizek y de Domènec Font: ambos señalaron en varios momentos de su bibliografía la presencia total del difunto –y de aquello que le debemos, el concepto de la deuda- como el tema mayor de un cierto cine de finales del siglo XX. De hecho, no es extraño que en el último lustro se haya desatado una suerte de “moda zombie”, resonador último de esa especie de inquietud que tenemos ante la presencia del cuerpo muerto en un contexto donde lo sagrado parece estar ya completamente dislocado. Obviamente, semejante intuición inicial estalla por completo en el momento en el que introducimos esta problemática en un contexto familiar, generalmente desestructurado. El niño huérfano de Rushmore encuentra una sustituta edípica en la maestra, madre total y objeto de su deseo estúpido y tenaz, deseo sordo y falsamente canalizado por el director en esa otra “dueña del saber” –pero también farsante, qué duda cabe- que resulta ser su compañera asiática. La niña adoptada de Los Tenenbaums se anida en lo que parece una crisálida entre el autismo, la languidez, la indiferencia, la promiscuidad y la anomia: su padre se encarga de rechazar una y otra vez el proceso edípico de la niña (“No eres mi hija, eres adoptada”) que curiosamente genera lo que parece una incómoda posición esquizofrénica: si mi padre no es mi padre, entonces puede ser mi objeto de deseo, más allá de cualquier ley o tabú cultural. Lógicamente, el desplazamiento del núcleo incestuoso se desprende en el hermano, sustituto inmediato de la figura paterna. De tal manera, todo se sigue quedando enquistado en el corazón del núcleo familiar. Lo mismo se puede decir de Life aquatic y de la extraña rivalidad tejida entre ese no-padre que es Bill Murray y su propio no-hijo. Por mucho que ambos rivalicen por la admiración y los favores de la periodista embarazada –de nuevo la figura de la madre, ahora en su forma más explícita-, lo único que acabará por suturar su relación será el exceso de la tragedia, la catástrofe.
Viaje a Darjeeling
Con lo que finalmente hemos llegado al centro de la cuestión: el cine de Wes Anderson se enchufa directamente con la familia entendida como una de esas “categorías zombies” postmodernas propuestas por el sociólogo Ulrich Beck. Sin morir y sin vivir, la familia se desliza en un magma de cambios y explosiones donde lo siniestro de un cierto deseo acaba por ocupar siempre el lugar principal.
Quizá el máximo ejemplo de este peculiar dispositivo se localice en la intensísima Viaje a Darjeeling, en el momento en el que el director hace colisionar el accidente de un niño indio (presentado, en este caso, como hijo de un padre desesperado) con el propio padre de la troupe protagonista. El acto sintomático del personaje encarnado por Adrien Brody es de una precisión desarmante: incapaz de encarar su propia paternidad, se empeña en repetir el síntoma, intentar resucitar mediante el fetiche –las gafas graduadas, la máquina de afeitar- a su propio padre muerto. El pánico lo inunda todo: el pánico por perder a un hijo (quizá inconscientemente, el único niño muerto es el de Brody), el pánico por verse rechazado por una madre estúpida y egoísta que se empeña en huir ante sus hijos, el pánico encarnado en esa estimulante serpiente de cascabel venenosa que recuerda la presencia cercana y deseada de esa muerte siempre vinculada con las estructuras familiares, con su dolor y sus desgarros.
Todavía queda mucho trabajo analítico para arrojar luz y justicia sobre la figura de Wes Anderson. De entrada, nos dejamos en el tintero una demoledora crítica política en torno a la alteridad y la figura del Otro que se impone como lo que parece una sintomatología típicamente postmoderna. Del mismo modo habría que pensar muy de cerca su pánico al vacío, su incapacidad para trabajar con una disposición mínima de elementos, su predilección por la saturación y el barroquismo. En cualquier caso, se trata de un director lo suficientemente estimulante como para ganarse, merecidamente, el aprecio de una cierta troupe de cinéfilos que a buen seguro transitan –transitamos- algunos de los problemas mayores sumergidos en su filmografía.