West Side Story, de Steven Spielberg

Algún día, en algún lugar Por Raúl Álvarez

Los conmovedores títulos de crédito finales de esta nueva versión de West Side Story constituyen probablemente la mejor síntesis del cine de Steven Spielberg. Luces y sombras bañan grietas en muros y verjas, azoteas y alcantarillas, puertas y ventanas, aceras, escaleras y fachadas. La geografía característica del Upper West Side de Manhattan se convierte en la piel de un tiempo que se invoca desde la erosión del hierro, la madera, el vidrio, el ladrillo y el asfalto. Es el pasado, la más bella de las ruinas, y el imposible acto de abrazarlo salvo a través de la memoria, que es el epíteto del cine. Spielberg no ha cambiado su discurso desde El diablo sobre ruedas (Duel, 1971), en la que el tiempo se recrea literalmente como un monstruo que devora la existencia. Pero en la última década, la que va de War Horse (Caballo de batalla) (War Horse, 2011) a West Side Story, la relación del director con el pasado se ha elevado al ámbito melancólico donde se sitúan las grandes obras de la cultura norteamericana.

Como antes Scott Fitzgerald, Trumbo y Faulkner, Hopper, Wood y Pollock, DeMille, Ford y Capra, y, por supuesto, Gershwin, Bernstein y Sondheim, ahora Spielberg ha empeñado su talento en retratar con inmensa alegría y tristeza el paso y el peso del tiempo, acaso el tema universal que vertebra cualquier ficción. De eso trata en esencia West Side Story; de la vida reducida a polvo, cenizas y escombros. Y entre medias, el vértigo del amor como fuerza que inspira y condena. “Mi amor es mi vida”, le dice Tony (Ansel Elgort) a Valentina (Rita Moreno). “Pero a veces la vida es más importante que el amor”, le contesta ella. Esta idea se aprecia expresamente al principio, cuando Spielberg fotografía las entrañas de Nueva York como si la ciudad fuera un cementerio gris, y se sugiere al final, en esos títulos de crédito que levantan lápidas de color sobre el recuerdo de los protagonistas. Todo en esta magnífica versión del conocido musical canta y baila en esta dirección, que no es sino esa mezcla de tiempos vertidos en un espacio de sonrisas y lágrimas que, según John Dos Passos, definiría la gran novela americana: “El único elemento que puede sustituir la dependencia del pasado es la dependencia del futuro.”

West Side Story

No es casual en este sentido que la obra original de Arthur Laurents (libreto) y Leonard Bernstein (música) tenga más elementos en común con Manhattan Transfer que con Romeo y Julieta. El guion de Tony Kushner y la puesta en escena de Spielberg han sabido leer e interpretar muy bien ese sustrato de una América interracial mil veces demolida y reedificada sobre una pila de sueños (pocos) y fracasos (muchos). Es la misma historia, una generación tras otra, la que renueva la fe en Estados Unidos como nación-promesa-quimera que no puede arrancarse del corazón de los hombres. La mecánica del musical resulta perfecta para contar este relato, ya que las canciones y las coreografías, por una parte, y las escenas dialogadas, por otra, establecen una doble narración que permite exponer a la vez las verdades del corazón y las de la cabeza. Aspiraciones frente a hechos, y ninguna canción mejor que America para entenderlo. El musical nació y floreció precisamente en Estados Unidos –un país de emigrantes y, por lo tanto, en permanente definición­–­ por esa tensión irresoluble entre ilusiones y realidades sobre la que se articula la esperanza del recién llegado.

Si algo distingue y justifica la revisión de Spielberg frente al incunable de Robert Wise y Jerome Robbins es este regreso del cine musical a su condición de retrato ficcional del carácter americano. Antes que género cinematográfico, pues, un estado de ánimo y una forma de vida que se fundamenta en las pasiones elementales de quienes buscan y a menudo no encuentran un hogar, de las más nobles a las más viles. La verdad que cose filmes tan disímiles en apariencia como American Graffiti (George Lucas, 1973), El regreso (Coming Home, Hal Ashby, 1978), La ley de la calle (Rumble Fish, Francis Ford Coppola, 1983), Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), El precio del poder (Scarface, Brian de Palma, 1983) y la nueva West Side Story es su voluntad por entender la vida humana a partir de las contradicciones. Cito estas porque los directores del nuevo cine americano de los años setenta representan ante todo la imposibilidad del regreso; a casa, al pasado, a la infancia, al primer amor. La melancolía de Durero.

West Side Story

Cada coreografía, cada canción, cada paso, cada número de baile de West Side Story según Spielberg es un intento consciente por atrapar en movimiento estas cuestiones que pulsan la vibración telúrica de América. En el musical de 1957 y en la película de 1961, estaban lógicamente diluidas en sendos espectáculos donde el componente teatral, la voluntad artística y la conciencia del artificio levantaban un muro sobre el tejido de la vida. Pese a su inmenso poderío visual, que aquí brilla en cada secuencia, Spielberg y su equipo han sido capaces de eliminar esa barrera para producir un filme que fluye de manera natural desde una conciencia y comprensión únicas de la génesis de la imagen. En manos de Spielberg, una cámara no ofrece un punto de vista ni una mirada privilegiada; es una presencia inmaterial que registra el movimiento de la vida. Por eso sube, baja, bascula, rota, amaga y quiebra sin que nos demos cuenta. Levita, es ingrávida, acuna y mece. No hay una mala escena en West Side Story porque Spielberg trasciende la experiencia cinematográfica. Por primera vez en años, un director se ha acordado de que el cine es un cuchillo en el agua.

No hay películas necesarias o innecesarias. Hay buenas y malas películas, y entre las primeras, West Side Story supone un prodigio al que realmente no le hace falta mayor reflexión que su capacidad incuestionable para regalar dos horas y media de felicidad. Al menos, para quien esto escribe. Como summa de ‘la primera vez que…’, además, procura nostalgia infinita sobre el primer beso, la primera canción, la primera poesía, el primer baile, la primera cita y la primera huida hacia adelante. Y recupera tres expresiones que combaten el miedo de los amantes verdaderos. Te adoro. Te deseo. Te amo.

Share this:
Share this page via Email Share this page via Stumble Upon Share this page via Digg this Share this page via Facebook Share this page via Twitter

Comenta este artículo

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>