Wolf Creek 2
The Australian Way of Life Por Marco Antonio Núñez
El entrañable Mick Taylor (John Jarrat), -y no, no es el ex-Rolling Stone-, está de regreso, merodeando una vez más por la inmediaciones del cráter homónimo en Wolf Creek 2.
Vuelve el cazador de cerdos a surcar las solitarias carreteras norteñas con su potente cuatro por cuatro festoneado de garfios, pertrechado con su rifle de mira telescópica y el simpre necesario cuchillo de monte, para limpiar los bellos y agrestes parajes australianos de esa lacra del capitalismo tardío que es el turismo.
Esa afición de sacar la foto y volverse rápido a contarlo en las tertulias. Ese modo de negarse al placer estético de la contemplación del aura que se escapa a la reproducción en píxeles. Esa patética ilusión de apropiarse con una imagen de lo que sólo es aprehensible en la emoción, a partir de una contemplación serena, solitaria y reposada que se traduzca finalmente en una vivencia.
Así procede la pareja germana de mochileros, primeros protagonistas y previsibles víctimas propiciatorias del cazador de cerdos. Apenas se asoman al imponente cráter de Wolf Creek, le vuelven la espalda, en vez de tomarse tiempo en admirar esa pieza soberbia de orfebrería volcánica, sentir el pasmo de su belleza salvaje y la futilidad de una vida en relación a las eras geológicas. Díganme si no merecen una muerte lenta y angustiosa.
En El cielo protector, de Paul Bowles, novela referente en mi adolescencia y maravillosamente adaptada al cine por Bernardo Bertolucci, se decía que la diferencia entre el turista y el viajero es que el primero, apenas llegar a un lugar, está pensando en regresar; el viajero, por el contrario nunca sabe si volverá.
Mick Taylor, en este sentido, pone de su parte para convertir a meros turistas en viajeros, que afrontarán un tramo de su mísera existencia de burgués bien alimentado y ocioso, en una vivencia extrema que no había previsto, en un trance inolvidable que no entraba en su planes ni la agencia de viajes le había programado. Y aunque ninguna foto levante acta de los horrores que el feliz indultado habrá de presenciar, su memoria desquiciada guardará fiel registro de su provechosa estancia en Australia, haciéndole revivir con monótona rutina y de un modo compulsivo, el bello trauma.
Secuela tardía de Wolf Creek (2005, Greg McLean) -uno de mis carteles favoritos del slasher de la pasada década-, esta nueva entrega apuesta por hacer más protagonista al asesino en serie, evitándonos el rutinario esbozo de unos personajes que no son más que carnaza, que sólo interesan en la medida en que los vemos como futuros cadáveres, y de los que sólo esperamos que sufran lo más posible para hacer nuestro goce intenso y dilatado. Y no, no soy un sádico, o no más que cualquier aficionado al slasher, como debes ser tú, estimado lector, adorada lectriz.
La primera entrega, a despecho del referido cartel, infinitamente más violento y turbador que la cinta, poseía un estilo contemplativo, insólito en el género, más atento al misterio telúrico que gravita en una tierra mágica y sus grandes espacios, que a los resortes y estilemas típicos del slasher.
McLean era legatario de la atmósfera evocadora del misterio de Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975), obra maestra de su compatriota Peter Weir. Y en aquella residía, sin duda, el mayor valor del filme. Cuando irrumpía el aún innominado psicópata, se adolecía de la contundencia y brutalidad previsibles en una cinta que presentimos cercana al espíritu de La matanza de Texas (The Texas Chain-saw Massacre, 1974; Tobe Hooper), y que por otra parte, siempre esperamos en una obra cocinada fuera de Hollywood.
Con todo, su modo en burlar las expectativas de una audiencia resabiada a partir de giros inesperados, hacían su clímax suficientemente tenso para que resultara interesante, y a estas alturas, ya un pequeño clásico.
Ahora, McLean, cambia las reglas. Dispone una secuencia prólogo significativamente protagonizada por Taylor, con la que se busca abiertamente y sin complejos, la simpatía cómplice de la audiencia en sus correrías. Luego, se encadenan con habilidad las víctimas, siempre extranjeros elegidos por su condición de tales, aunque si algún lugareño se entromete, Taylor no vacila, en una feroz persecución que aleja el tempo narrativo de la cinta de la calma tensa de la anterior, acercándola a un registro similar al de su también compatriota George Miller, en las dos primeras entregas de Mad Max (1979, 1981).
Ingentes dosis de humor negro -antológico el atropello en cadena de los canguros-, referencias a clásicos del fantástico -impagable la mención a El diablo sobre ruedas (Duel, 1972; Steven Spielberg)- y mucha, mucha mala leche, salpimientan una narración frenética que no desfallece llegando a deparar un clímax memorable.
Divertido, hilarante por momentos, sin perder un ápice de tensión, su desenlace dispone una equilibrada mescolanza entre el porn torture y la comedia negra, con jugosos apuntes acerca de los motivos de Taylor, arraigados en los tortuosos orígenes de la colonización británica del continente con presidiarios.
Heredero de una estirpe de criminales y víctima, por tanto del determinismo genético, el cazador de cerdos tiene a su merced al descendiente de los despóticos colonizadores, que tuvieron a bien poblar aquellas tierras vírgenes con los miembros repatriados que estorbaban en su sociedad.
Ahora, el tataranieto de algún criminal, tomará venganza por delegación del ostracismo padecido. Pero el profesor de historia inglés, su última víctima, no morirá, porque el pasado nunca muere y debe preservarse en la memoria para escarmiento de las generaciones venideras. Taylor le perdona la vida para que el horror que ahora anida en su seno, castigue la arrogancia del imperio. De un modo modesto, naturalmente, de un modo tosco, primitivo, muy australiano.