Wolfskinder
Sólo los atardeceres, un único amanecer Por Fernando Solla
Sólo los muertos han visto el final de la guerra.
Yo vi el final de la guerra.
Por eso me pregunto si podré volver a vivir…
El Panorama de Cinema Alemany de Barcelona ha incluido en su programación el primer largometraje del realizador y guionista Rick Ostermann, que con Wolfskinder demuestra un insólito dominio del poder comunicativo de la imagen, por encima de la lengua hablada. Enmarcando su largometraje en un período histórico muy concreto, pero sin encorsetarlo mediante una reconstrucción mimética de localizaciones, indumentaria e idiosincrasia de la época, Ostermann ha captado cabalmente la sensación de desamparo y desasosiego de sus personajes. Renunciando a cualquier atisbo de fabular, mitificar o ensalzar la figura de los protagonistas, y tras una escalofriante (aparente) frialdad expositiva, el realizador se vale de un grupo de niños y de unas hermosísimas y veraniegas localizaciones exteriores para, desde los primeros fotogramas, pervertir la inocencia y el carácter eglógico consustancial a una puesta en escena de estas características, seleccionando un capítulo de la Segunda Guerra Mundial que escapa del reduccionismo histórico al que en muchas ocasiones circunscribimos este período, cinematográficamente hablando.
El término wolfskinder se aplicó a los niños huérfanos alemanes, que al final de la II GM sobrevivían en el este prusiano, en territorio entre polaco y lituano. Tras la conquista geográfica por parte del Ejército Rojo, y la muerte o asesinato de sus progenitores, cientos de niños se vieron forzados a encargarse de sí mismos y de sus hermanos menores y, a veces, de sus madres enfermas. Algunos de ellos eran adoptados por familias granjeras lituanas, que en ocasiones les daban cobijo a cambio de su mano de obra. Para escapar de la ocupación soviética, muchos de ellos cambiaron su nombre. El término “niños lobo” se refiere a la necesidad de los mismos de deambular por los bosques en busca de cobijo y alimento, de un modo similar a como lo hacen estos animales.
Verano de 1946: Prusia del Este y Lituania bajo administración soviética. Ésta será la única acotación que percibiremos en todo el largometraje. El prólogo nos presentará a los hermanos Arendt, Hans (Levin Liam) y Fritz (Patrick Lorenczaqt). El primero, de doce años, contemplará (más atónito que apático) como su hermano, de nueve, se sube a los árboles para robar los huevos de los nidos o roba, dispara y despedaza un caballo para obtener alimento para ambos y su madre moribunda (JordisTriebel). A la mañana siguiente, ya huérfanos, los hermanos emprenderán su viaje a través de los bosques hacia una granja lituana regentada por amigos de su difunta madre, pero se verán forzados a separarse (espeluznante la escena de la persecución – tiroteo en el lago) para huir del fuego ruso. A partir de este momento, la narración se focalizará en Hans y sus nuevos compañeros de viaje: Christel (Helena Phil) y los hermanos Luise (VivienCiskowska) y Karl (WillowVoges – Fernandes).
Lo primordial y decisivo del trabajo de Ostermann es el reflejo de la identidad de los personajes a través de los roles que se ven obligados a ocupar y abandonar a medida que la situación lo requiera, en muchas ocasiones contrapuestos a los impulsos o instintos naturales de cada uno de ellos. Centrándose en el personaje de Hans, el realizador nos mostrará la lucha interna del chico para superar (sin abandonar) su necesidad de intelectualizar su actitud y los sucesos que le rodean y abandonarse (sin superarlo nunca) a un pragmático instinto de supervivencia. De todos los jóvenes intérpretes, sin duda Levin Liam realiza la tarea más complicada, ya que, además de soportar el peso de la película, su interpretación se compone primordialmente de las escenas en las que su personaje no interactúa con nadie más que consigo mismo y sus tribulaciones internas, refutando casi totalmente el uso de palabras.
Todavía hay otro puntal, mejor conseguido incluso que las interpretaciones infantiles, en Wolfskinder, y es sin duda cómo la cámara capta (y especialmente transmite) toda la elocuencia de la simbología y las imágenes.
Ostermann sabe cómo incorporar la fotografía de Leah Striker a su propuesta argumental, provocando un choque frontal, emocional y anímico, no sólo en los protagonistas, sino también en los espectadores, incapaces de concebir que esta cruda historia se desarrolle en tan hermosos (y panorámicos) parajes. Nosotros, así como Hans y compañía, asistiremos desesperanzados a todos los anocheceres de los días durante los que transcurre la narración, y nunca se nos regalará un amanecer. No habrá pues, opción a la esperanza o distensión. Igual que los niños no podremos establecer lazos demasiado estrechos con los protagonistas, ya que nunca sabremos cuándo nos veremos obligados a desprendernos de los afectividad que hemos establecido con ellos. Este establecimiento se convertirá en algo tan necesario y constante como su desarraigo.
El pulso del Ostermann realizador y del guionista se mantendrá siempre equilibrado, canalizando el primero, con una sencillez y espontaneidad apabullantes, los artificios del segundo, yuxtaponiendo su doble labor autoral de un modo casi beckettiano para plasmar la situación psicológica de Hans (y en menor medida del resto de los personajes) a través de las imágenes y alegorías, convirtiendo los diálogos y palabras en vías de escape de la situación vivida. Ostermann arriesga mucho en este aspecto, dándole tanto o más protagonismo al formato como al contenido, sin perderse entre ínfulas estéticas insustanciales, y potenciando ecuánimemente la convivencia entre ambos. Y el resultado final se enriquece por ello.
Finalmente, destacar el último juego metalingüístico que supondrá no subtitular los diálogos en lituano, que equipara, todavía más si cabe, la sensación de incertidumbre e inquietud del espectador a la de los niños, que escuchan atentos a sus interlocutores adultos sin entender ni una palabra, pero sin perderse ninguna cuando es la comida y cobijo lo que está en juego. Destacando lo cruentamente metafórico de algunas imágenes, como el asesinato del caballo en una iglesia (liturgia de la comida), el corte de pelo de las chicas, el aprendizaje de que nadie da nada a cambio de nada (intercambio de una muñeca por un plato de sopa), no nos queda más que arrodillarnos ante la maestría y sensibilidad de Rick Ostermann en el rodaje de la secuencia final, cuando Hans se planteará el sentido de los lazos familiares en una situación como la que está viviendo mientras permanece estancado en una barca inmóvil en un lago.
¿Son los vínculos familiares los que nos obligan a seguir adelante o, quizá, los que nos retienen y se interponen en nuestro camino? ¿Qué obliga ante una situación así? ¿El pragmatismo, la filantropía o la consecuencia con unos ideales quizá algo difuminados pero todavía presentes? ¿Son incompatibles estos tres términos entre sí? Un único amanecer contemplará Hans en todo el largometraje, y aunque en pantalla no se reproducirán más imágenes, los espectadores nos contraemos ante las posibilidades que se le plantean al muchacho. Posibilidades que se reproducirán y sucederán en nuestra imaginación, convirtiendo Wolfskinder en la otra cara de la moneda de La cinta blanca (Das weisse Band, Michael Haneke, 2009), ya que en este caso se plantearán los ideales como algo inherente a la naturaleza de cada individuo desde la infancia, no modificándolos ante situaciones adversas sino fortaleciéndolos y desarrollándolos ante las dificultades, por ínfimas que sean las mismas. Sin duda, una de las sorpresas del año, gran muestra de cine perdurable.