Wonder Wheel

Máquinas del deseo Por Paula López Montero

“El deber del hombre ante la vida es seguir adelante. La vida es para todo hombre una solitaria celda cuyos muros son espejos”A Electra le sienta bien el luto (Mourning Becomes Electra), Eugene O’Neill, 1931.

No sé por dónde empezar. El cabrón de Allen… jaja, lo ha vuelto a hacer. Dinámica, fluida, atrapante, estéticamente rozando la perfección gracias al tándem con Vittorio Storaro, interpretativamente rozando el cénit, dramáticamente integrada con la comedia, hilada, sugerente, en fin, qué decir, vuelve Allen.

Probablemente sea de los pocos directores de los que he visto toda su filmografía sin excepción –¡50 títulos!- y por eso mismo soy tremendamente crítica con él y conozco los puntos donde decae y llega al colapso y en otros donde su juego sigue dando productos tremendamente irónicos, sugerentes y que por ello son plato de tanto gusto. Su cine es un ritual de cada año, sólo él puede hacer frente a la producción devoradora y frenética de una película por año, como también lo hace el surcoreano Hong Sang-soo, al que por cierto han comparado en varias ocasiones con Allen –no sé, en realidad, dónde le ven el parecido-. Este ritmo de creación sólo obedece a una posibilidad: la genialidad, y el fijarse en una misma dinámica que sigue dando juego, que sigue dando fruto y satisfacción y que se sitúa, además, en el único plano posible de la cosas a las que no se les dedica excesivo tiempo en estos tiempos de la posmodernidad: el estrato de lo superficial, del impulso, la espontaneidad, el ensayo, las emociones, del diálogo exacerbado. No obstante, haber llamado al cine de Woody Allen superficial, a alguno le habrá sonado peyorativo. Tendemos a comparar lo superfluo con algo negativo, parece que la gravedad de las cosas les concede su valía, pero esta simiente pesada, puesta en nuestra cultura y modo de pensamiento en la que todo debe ser pensado y repensado, aniquila todo placer efímero y se sitúa en el plano contemplativo, reflexivo donde al final aflora un sentimiento deliberado, retorcido y masticado en exceso. El cine de Woody Allen obedece a esa dinámica tardomoderna.

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Wonder Wheel bien podía ser esta máquina del deseo productivo, reproductivo y cinematográfico. Sin embargo, solo él, como decía antes, puede hacer frente a esta vorágine y revelarnos relatos tremendamente perspicaces, retratos de una sociedad que conocemos y en la que nos vemos constantemente reflejados. Allen conoce a la perfección la dinámica tardocapitalista porque vive sus inicios y su desarrollo (recordemos que es un director que firma todos sus títulos post Mayo del 68), y se adhiere a ella dándole una vuelta irónica para sacarnos constantemente del estereotipo, de lo otro, a través de la identificación. Recordemos, también, que el estereotipo solo funciona como moneda de cambio a través de ese acceso superficial de la realidad. Ya lo hemos dicho, Allen juega con un reflejo aéreo de la clase norteamericana capitalista, cuyo único modo de producción es la imagen tipificada, simplificada y común en la que todos nos podemos sentir algo reflejados. Pero como decía, la cosa no va ahí. Uno de los puntos clave de los guiones de Allen es que conoce a la perfección el mecanismo dramático del teatro clásico griego donde destino y necesidad pugnan a través de la fatalidad y la comedia y le dan profundidad a sus conflictos. Lo que parecen narraciones de lo más rutinarias esconden un diagnóstico profundo sobre el entramado de la sociedad donde la desorientación, la depresión, la angustia y la hipocondría son el resultado de una semilla puesta hace ya tiempo.

Por otra parte, alguna vez he oído decir que Woody Allen es un autor realista. No sabría cómo clasificarle en una palabra, corriente o género, pero desde luego creo que realista no sería el término que alude a su quehacer. Allen, bajo mi punto de vista, es por excelencia un gran retratista de las relaciones humanas tardocapitalistas, pero sin olvidar la clave autobiográfica, la autoría con la que firma sus textos, siendo constantemente alusivo con las apariciones que hace en sus filmes (con sus primeras personas y miradas a cámara nos dice, ¡eh, este es mi punto de vista, soy un autor de Brooklyn y me estáis viendo a mi!). Pero para hablar sobre el realismo y el posible uso que hace el director de Brooklyn sobre él, no me queda más remedio que traer a colación uno de los grandes pensadores de la Posmodernidad: Frederic Jameson. En Más allá de la caverna: desmitificando la ideología del modernismo (1975) 1, Jameson nos pone en cautela del paso entre el modernismo y su movimiento tardío, donde se pone en cuestión la realidad misma de las cosas. Dice así:

El capitalismo destruye las relaciones humanas genuinas, pero también, y por primera vez, libera a la humanidad de la idiotez de aldea y de la tiranía y la intolerancia de la vida tribal. (…) Y es esta evaluación compleja y ambivalente, y profundamente dialéctica del capitalismo lo que se refleja en la noción de una necesidad histórica del capitalismo como etapa; mientras que en el dominio literario asume la forma de las vacilaciones que acabamos de expresar sobre la modalidad realista que corresponde al capitalismo clásico decimonónico, vacilaciones que pueden medirse en toda su ambigüedad por la afirmación simultánea de que el realismo es el instrumento epistemológico más complejo diseñado hasta hoy para registrar la verdad de la realidad social, y también, al mismo tiempo, que es una mentira en su propia forma, el prototipo de una falsa conciencia estética, la apariencia que asume la ideología burguesa en el dominio de la literatura narrativa.

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A veces pienso si no se podría hacer un paralelismo en el siglo XX y el crecimiento de las grandes urbes y la clase obrera gracias al proceso de industrialización; entre el paso de la aldea al mundo frenéticamente caótico de la ciudad y el paso del mito al logos. Solo que bajo mi punto de vista hay una diferenciación clara, que la aceleración de la educación y el acceso al conocimiento propiciado por esa venida a la ciudad solo se asume bajo la forma de una información superflua, de baja calidad, y constantemente cambiante por la opinión pública. El paso de la aldea a la ciudad era el paso del conocimiento pausado, madurado y experimentado, al paso del conocimiento rápido, cambiante y poco reflexionado. Pero como apunta Jameson el capitalismo trae otras cosas buenas. Woody Allen a veces creo que se sitúa en esta brecha, en un plano contemplativo, en un gran angular de Manhattan desde Brooklyn, poniendo la mirada en la otra orilla pero teniendo la perspicacia necesaria para no caer en sus redes. Es el estar en esa separación, lo que le hace generar choques, confrontaciones entre alta y baja cultura o cultura de masas, clase alta y clase obrera, en definitiva, personajes que se encuentran también en esa ambivalencia donde uno no quiere dejarse llevar por el terreno del capitalismo pero que su miseria, la miseria de la historia para la clase obrera, le acaba arrastrando a él.

Wonder Wheel se enclava aquí, en los años 50 [como ya hemos visto en otras ocasiones como en La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) o Café Society (2016)]. El guion, interpretado por una devoradora Kate Winslet, un alter ego de Allen, Justin Timberlake, un sórdido Jim Belushi y una delicada Juno Temple; retrata un entramado de relaciones donde la frustración, el deseo y la ilusión del escape llevan a la crisis a sus personajes, una situación reiterativa en el cine del director. Todo el filme transcurre en Coney Island, la mítica isla temática donde la ilusión de felicidad a través del entretenimiento de una maquinaria rotativa -como tantas otras impuestas del capitalismo- puede asomarse por la cara de sus visitantes. Pero ahí Allen sitúa un apartamento y a una familia de feriantes donde para nada Coney Island es la isla de la felicidad. Nos muestra la doble cara de la vida familiar y las relaciones extraconyugales como nos suele acostumbrar. A partir de ahí, la sombra de los gangsters, la desvivencia por los hijos, la miseria de la clase obrera, la frustración de la mujer, y la ilusión de escapatoria (esta vez a través de un joven Justin Timberlake, universitario y escritor dramático) se hacen posibles a través de la intensidad dramática con la que Winslet se intenta sobreponer al destino y ananké (necesidad) que intenta condicionar la vida de los personajes. De hecho son impecables los últimos minutos del film donde Kate Winslet hace una sutil sobreactuación mandada por el guion donde Ginny se pone la prenda teatral para interpretar un diálogo al que no puede hacer frente si no fuera por esta máscara, por esta dramaturgia. Y es que, Wonder Wheel, también tiene mucho que ver con el mundo del teatro.

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Pero, un momento, ¿no son ese destino y necesidad los únicos instrumentos que nos han dejado para leer nuestra historia? He ahí la cuestión. Los personajes de Allen parecen atrapados en su propio escenario, en sus propias decisiones y equivocaciones que les enjaulan y les hacen buscar una escapatoria. Para eso se crearon los parques temáticos, las películas palomiteras de Hollywood o la industria del entretenimiento, para huir de la miseria humana, de las jornadas laborales desorbitadas y el agotamiento de una vida que no era como soñábamos. Woody Allen, que en su vida consume libros de autores dramáticos, filósofos de alta cuna, músicos geniales, encierra a sus personajes de clase media-baja en un escenario mucho peor: el de la posmodernidad donde la televisión, el cine, o todo mecanismo de ideales, es a la vez una encerrona en sí mismo. Y de ahí que Wonder Wheel bajo mi punto de vista conecte tan bien con La rosa púrpura del Cairo, película, que más allá de la liberación que le supone el cine a una mujer maltratada, el cine no deja de ser otra cápsula del tiempo, otra caverna en la que no poder vivir el ideal de una vida auténtica.

Por cierto, recientemente hemos visto otro título donde también aparecen los míticos años 50 de Coney Island, Brooklyn (2015), pero la diferencia es obvia, donde John Crowley homenajea el paraíso del sueño americano, Woody Allen mete el dedo en la llaga para decirnos que el mítico sueño americano no es del todo lo que parece.

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Bajo mi punto de vista, Allen ha escogido en el momento oportuno al gran director de arte Vittorio Storaro que ha firmado emblemas del cine como Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). Storaro antes que nada es un gran esteta de la escenografía, la hace evidente y colosal. Allen ha contado con él en dos films en los que le hacía falta esa puesta en escena despampanante en la que, con su exceso y perfección, se ponga en tela de juicio la teatralidad misma, la plasticidad de esta narración. Pero ¿por qué? Más que nunca la estética de los productos audiovisuales, desde anuncios publicitarios hasta videoclips, es más y más absorbente. Los televisores 4k, los ordenadores y smartphones están educando la vista de los consumidores-espectadores en una hiperrealidad desbordante. Woody Allen sabe que para hacer evidente un discurso que ponga en cuestión la máquina superproductiva, hace falta el desenfunde de toda la artillería. Y esto conecta con los grandes angulares y con las luces de la noria que condiciona la atmósfera y carácter de sus personajes. Creo que si algo desea constantemente el cine (a pesar de haber vuelto en algunos casos al formato 3:4 como síntoma) es crear ese gran angular imposible que se junte con la panorámica real de la vida. Woody Allen es un observador nato y para ponernos más que nunca en nuestra butaca en un plano espectatorial, ha contado con grandes directores de arte como Gordon Willis [El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972), Annie Hall (1977), Manhattan (1979) o La rosa púrpura del Cairo], Darius Khondji  [Seven (David Fincher, 1995), Irrational Man (2015), Midnight in Paris (2011)] o en este caso a Vittorio Storaro.

Con ellos, Allen en Wonder Wheel consigue colisionar sus coches de choque, y generar un conflicto entre la vida de los personajes en los que destaca una Kate Winslet cercana a una Cate Blanchett en Blue Jasmine (2013), donde esa confusión, ese dejarse llevar por las emociones, esa visceralidad, crean un personaje con una fuerza interna tremenda y que pone el tinte dramático a un relato que se deja llevar por los cauces de la comicidad. En Wonder Wheel consigue ese equilibrio entre drama y comedia como ya nos venía acostumbrando en films como Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight, 2014), Midnight in Paris (2011), o Si la cosa funciona (Whatever Works, 2009). Aunque el cine de Allen no siempre lleva esta mezcla, empezando por una cinematografía que parecía ser esencialmente cómica [What’s up Tiger Lily (1966), Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969), Bananas (1971)], nos ha regalado pesos pesados y sórdidos dramas que bajo mi punto de vista son lo mejor de su filmografía como Annie Hall, Interiores  (Interiors, 1978), Manhattan , La rosa púrpura del Cairo, Hannah y sus hermanas (Hannah and Her Sisters, 1986) o Match point (2005).

Allen no aparca en este caso la bufonería y el gansismo burgués al que tras más de 50 años de carrera se va acostumbrando, pero vuelve a encontrar su eje dinámico con el que seguir dando vueltas a esa máquina de sueños y deseos: el cinematógrafo. Solo los grandes pueden hacer de lo que se pasa por alto, algo evidente y cuestionable. A ver qué nos depara A rainy day in New York en la que por cierto, cuenta ya con Storaro.

  1. Jameson, Frederic (2014): Las ideologías de la teoría. Más allá de la caverna: desmitificando la ideología del modernismo. Buenos Aires: Eterna Cadencia. 2014. P. 506.
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