Workers
La Gran Obra Por Samuel Lagunas
Entre los alquimistas, la Gran Obra –Opus Magnum, si se quiere el latinazgo– describe el proceso de creación de la piedra filosofal, esa sustancia legendaria capaz de convertir casi cualquier metal en un puñado de oro. Se llegó a sospechar que, de ser posible, la obtención de la piedra filosofal sería una tarea de décadas donde incluso el discípulo tenía la responsabilidad de continuar la obra de su maestro cuando éste muriera. Quizá fue la lentitud lo que convirtió esta búsqueda en fascinante y lo que la mantuvo siempre inconclusa (aún hoy hay algunos alquimistas por el orbe): un fracaso no era visto más que como un pequeño tropezón en el camino hacia el hallazgo.
Workers , segundo largometraje del salvadoreño José Luis Valle, cuenta la Gran Obra de dos personajes: Rafael (Jesús Padilla, fallecido en 2015 a causa de un cáncer) y Lidia (Susana Salazar), habitantes de una Tijuana zanjada por un muro que la corta aún en el mar. Rafael es trabajador de limpieza en una empresa norteamericana mientras que Lidia es empleada doméstica de una anciana millonaria preocupada solamente por su perra galgo a quien llama la “Princesa”. A ella hay que alimentar a diario con una generosa porción de carne servida en bandejas de oro, hay que bañarla y pasearla en el auto sin que conozca las zonas marginales, sitios donde precisamente Rafael pasa sus pasmosos días. La personalidad rutinaria y apática –casi catatónica–, que le valió a Padilla una nominación al Ariel, la encontramos también en González (Harold Torres), el protagonista de la cinta que lleva su nombre (González: Falsos profetas, Christian Díaz, 2014). Estos dos personajes, junto con los adolescentes de Temporada de patos (Fernando Eimbcke, 2004), desarrollan sus existencias monótonas sin empeño ni dedicación. Viven a la expectativa de algo que es difuso y que cada vez se antoja más distante. En el caso de Rafael, se trata de su jubilación.
Después de 30 años de trabajo ininterrumpido, Rafael acude con el jefe de Recursos Humanos exigiendo su derecho. La primera mitad de la cinta hemos visto los preparativos de ese anhelado día: la compra de zapatos nuevos, la hechura de un nuevo tatuaje conmemorativo y, especialmente, la decisión de aprender a leer y a escribir. Hemos también conocido las causas de su enajenado comportamiento: es un excombatiente en Vietnam (inevitable recordar aquí al traumatizado Campo Elías [Damián Alcázar] de la película Satanás: el perfil de un asesino [Andi Baiz, 2007], separado de su mujer y padre de una hija que murió tres años después de haber nacido. La fatalidad no puede estar más cercana a su vida, sentencia que se corrobora en la respuesta del antipático jefe: los ilegales no tienen derecho a tal privilegio. Es entonces cuando descubrimos un hilo más de la ominosa vida de Rafael: su nacionalidad salvadoreña. No le queda más que continuar trabajando. O no. Hay quizá otro camino.
Paralelamente, la historia de Lidia aparece como un contrapunto sardónico. A la muerte de la patrona, las cláusulas del testamento obligan a la servidumbre a permanecer desempeñando sus mismas labores y, especialmente, dedicando la misma excesiva atención a la “Princesa”. Si lo hacen, cuando la perra fallezca de muerte natural, todo el personal recibirá una jugosa herencia. Es en esta historia donde el humor negro de Valle se despliega con sutileza y eficacia. Cada situación adquiere carices absurdos: los guardaespaldas silencian una fiesta en la casa vecina que no deja dormir a la “Princesa”, los paseos vespertinos se llevan a cabo con estricta normalidad y cada quien permanece en el mismo lugar de la casa. Como si la muerta, encarnada en la cámara estática y persecutora, los asediara. Poco tardará, sin embargo, Lidia en planear una forma de escapar de esa vida tan fútil.
Workers es una cinta que se regodea en la lentitud y en el detalle. La cámara se obstina en planos generales de una duración abrumadora; al mismo tiempo, busca detenerse en la acción concreta y repetida: lavar los trastes, amarrarse los zapatos, enjuagarse las manos, despegar un chicle del suelo. De ahí que la Gran Obra de Rafael y Lidia sea bastante coherente con el resto del filme: lenta y sutil. Nada de giros tremendistas ni venganzas escandalosas. Nada de apurar los acontecimientos. En este sentido, la cinta de Valle, más allá de ser otra película sobre la frontera, se decanta por las tragedias específicas: hace del sufrimiento un lenguaje para compartir, en el que, afirma con sobriedad Eagleton, “muchas formas de vida diversas pueden establecer un diálogo”1. Importa poco, al tomar en cuenta esto, que Lidia sea la mujer de la que Rafael habla, como gran parte de la crítica se ha obstinado en señalar.
Workers, si acaso busca ser una denuncia, se mueve más en el tiempo de la larga duración que en el de la coyuntura. Los izquierdistas empedernidos podrán ver en ella una mera telenovela de autor, más una historia con final feliz que una toma de conciencia. Pero Workers, hay que recalcarlo, busca evitar el encasillamiento ideológico y trata de ir más allá de la estampa provinciana. Enmarcada en un tiempo cíclico –letárgico–, la cinta de Valle privilegia el retrato tragicómico del sufrimiento de diversos individuos que, acaso sólo por eso, forman una nueva comunidad allende las nacionalidades, el género o la etnia; una comunidad donde, rematemos de nuevo con Eagleton, “el daño, la división y el antagonismo son la moneda que compartimos” 2.