…Y entonces fuimos felices (Hide Your Smiling Faces)
¿Dónde yace tu sonrisa escondida? Por Óscar Brox
Sólo pienso en gente muerta, en mi propia muerte,
en qué pasa cuando uno se muere.
En mi cabeza, sé que todo el mundo muere,
pero de verdad, de verdad, no me lo creo.
Tormenta de verano. Atardecer lento. Apagado y difuso, del color de un charco de agua. Son días fugaces en los que paradójicamente acumulamos muchas experiencias, en los que los ojos no dejan de parpadear para capturar cada brizna de vida a nuestro alrededor. Días de piscina y olor a cloro, de cuerpos que empiezan a notar los primeros cambios de la adolescencia, helados baratos apiñados al fondo del congelador y niños que juegan a atrapar sus sombras proyectadas sobre la hierba del jardín. Días que en el futuro servirán para describir el origen de la felicidad, esa época en la que crecemos a la velocidad de una planta de interior, raya a raya en el marco de la puerta de la cocina, sin otra preocupación que la de explorar el mundo desde nuestras pequeñas intuiciones. Días en los que todavía acudimos a nuestros padres para aprender a diferenciar lo bueno de lo malo, en los que cada cosa vive en su secreto y desconocemos cuál es la contraseña para descifrarlo.
Una serpiente traga lentamente un pez en la orilla del lago. Eric y Tommy contemplan otro atardecer del verano, a cobijo de la fina lluvia que dejará de descargar de un momento a otro. Sin inmutarse, fuera del alcance de cualquier dimensión moral que no consista en el reproche materno. Eso, en definitiva, es lo único que pueden temer. Lo demás, el mundo, el tiempo y los animales, forma parte de un rito de transformación casi invisible. Aún no han aprendido a echar de menos, a sentir nostalgia o a afligirse con la melancolía. El mundo es esa distancia material que separa su casa del descampado en el que se reúnen para pelear con sus amigos, la línea que une la habitación que comparten con la parte trasera de la hamburguesería. Unos pocos pasos, varias direcciones fáciles de recordar.
El mundo de Eric y Tommy, retratado en …Y entonces fuimos felices (Hide Your Smiling Faces), es el reflejo más tierno de la infancia.
Un misterio, los primeros años de la vida, explorado a través de la curiosidad. Así hasta alcanzar esa edad en el que sabemos cómo describir lo que sentimos, aunque por vergüenza no queramos compartirlo con nadie más. Por vergüenza o por dolor; el que asalta a ambos hermanos tras la muerte de uno de sus amigos. Los adultos reaccionamos ante la muerte con una mezcla de estupefacción y reproche, tal vez de culpa. Albergamos un exceso de conciencia y esa sombra de añoranza que aportan la madurez. La infancia, en cambio, no está sometida a esas condiciones: experimenta, imagina, recoge un tímido sentimiento de pertenencia a un lugar; descubre palabras nuevas, a menudo extrañas, que modifican lentamente su realidad. La misma que se construye alrededor de un círculo en el que los niños juegan a pelearse, en el puente en el que contemplan abstraídos las últimas horas de la tarde y en el lago en el que observan a la serpiente de agua y al pez.
Daniel Patrick Carbone, el director del filme, se acerca a la muerte desde la mirada infantil de sus protagonistas. Se trata de algo intuido, una ausencia repentina; no saben a qué responde ni cómo ha sucedido. Faltan palabras para describir ese primer vacío, esa sensación cercana a la tristeza, cuando te cae un rayo y te parte en dos por dentro; cuando la vida te obliga a reconquistar una realidad que creías compuesta por el lago, el atardecer, el puente, la hamburguesería, las carreras en bici, el círculo de peleas, las serpientes de agua o las tormentas de verano. Eric y Tommy no saben cómo hacer frente a unas emociones desconocidas, al duelo que notan en los rostros de los adultos y a la certeza de que, aunque no nos lo creamos, todos morimos. Porque es algo jodido y porque, en adelante, nos hará pensar en todas esas cosas que se perderán o, tal vez, que otros tendrán que vivir a su manera. Sin nosotros.
Cuando Eric encuentra el cadáver de Ian, el amigo de su hermano pequeño, hay algo en el registro naturalista de la escena que no puede responder ante la dimensión del hallazgo. De alguna manera, esa palabra que tantas veces gastamos, que soltábamos al jugar a policías y ladrones, descubre su relieve. Nos enseña lo que perdemos, el fragmento de memoria que se esfuma con el cuerpo, cuyo impacto notaremos a medida que pase el tiempo. Con el fin de la inocencia, con el nacimiento de la añoranza, tras ese vacío irreparable. Con la obligación de recordar las cosas de otra manera, cambiar la forma de sentir, que muestra otro espectro afectivo; que echa raíces sobre aquel lugar en el que pasabas las tardes de verano; que te engulle como si fueses el pececillo al borde del lago.
En medio del dolor que sacude al pueblo, los niños se preguntan qué es esa pena, qué hay detrás del desamparo que abate a su familia. Tommy, el hermano pequeño, todavía no ha pensado cómo recordará a Ian cuando sea un poco más mayor. Cuando cumpla su misma edad y cuando la supere; cuando respire aliviado porque seguirá cumpliendo años y cuando, dentro de mucho tiempo, sufra al rememorar la vida que su amigo nunca tuvo. Se supone que en la infancia todo es eterno, y sin embargo los adultos se afanan en cerrar una herida que aún no ha localizado en su cuerpo. Ojalá pudiese alejarse, huir, bailar sobre la tumba de Ian, hallar el lado gracioso del asunto… lo que sea, con tal de que le ahorre desnudar su interior; exponer ante los demás lo que piensa, lo que siente, lo que le desconcierta. Eso tan difícil de explicar que dibuja la tristeza.
Lo terrible de la sensibilidad infantil, dice Carbone, es que no podemos culparla por no saber cómo se vive un duelo. Lo terrible y lo bello, en tanto que la consecuencia de esto último se refleja en el paso silencioso con el que los dos protagonistas descubren sus emociones más ocultas. Aunque para ello haya que hacer burla de su amigo muerto, ridiculizarlo como si fuese un imbécil, destruir salvajemente la casa de su padre. Aunque para ello haya que esforzarse por olvidar todo rastro de Ian: quemar sus fotos, los juguetes que te regaló, cromos que intercambiasteis, tebeos prestados. Borrarlo para que nunca tengas que recordar el día en el que se quitó la vida. Ocultar a ese viejo amigo a tus nuevos amigos; cruzar el puente del pueblo a la carrera; cambiar de conversación si alguien hace algún comentario.
En …Y entonces fuimos felices (Hide Your Smiling Faces), los adultos se mantienen en un pudoroso segundo plano. Son figuras impotentes que no pueden pedir a sus hijos que hablen el mismo lenguaje; solo respaldarlos, con ternura, mientras observan de qué forma gestionan su primer vacío. Cuando la rabia es tan brusca que no llega a derramar ni una mísera lágrima, cuando la mayor expresión de dolor descansa en el paisaje mudo de la tarde de tormenta, con los dos hermanos contemplando cómo descarga el aguacero. La madre reprende a sus hijos por sonreír y burlarse del otro niño, pero tan solo es una reacción ante la desgracia de no haber podido retrasar ese trago para más adelante. En una edad menos traumática, más abierta a comprender en qué consiste vivir y dejar de vivir. En qué consiste sentir y cómo nos describimos a través de las emociones. En qué consiste echar de menos y cómo hay vacíos que es mejor no rellenarlos, sino aprender a recordarlos, a querer lo que tuvimos y lo que hemos perdido.
Carbone narra el aprendizaje de la vida a través de la muerte, como si este último fuera el impulso clave para madurar un primer borrador del mundo; de ese mundo que ha perdido sus dientes de leche, la tercera rueda de su bicicleta, el pañal y el cubrecama o la luz encendida del pasillo a la hora de dormir. Por mucho que sus personajes caminen silenciosos por un escenario de devastación cotidiana, no cuesta demasiado imaginarles mientras gritan, mientras aúllan, a un Dios que no es más poderoso que un superhéroe y a un padre que, de golpe y porrazo, se ha convertido en alguien tan mortal como ellos mismos. De ahí, precisamente, la dimensión moral que despliega la película, su extraordinaria naturalidad a la hora de retratar a unos personajes que despiertan en un mundo en el que ya no pueden reprimir el adiós; en el que una nueva experiencia no borra la anterior; en el que cada recuerdo confecciona la identidad propia que tarde o temprano les conducirá hasta la madurez. Un mundo que les descubre que el temor no se representa a través de criaturas infernales, ladrones de cuerpos o robots programados para destruir ciudades enteras, sino que se desprende de sus pequeñas emociones. Porque forma parte de los aparejos que utilizan para descubrirlo.
Madurar significa invertir más tiempo en tomar decisiones. Muchas de ellas, en fin, nos conducen a ninguna parte. En ..Y entonces fuimos felices (Hide Your Smiling Faces), sin embargo, todo ese proceso de descubrimiento del dolor lleva a sus protagonistas a buscar la felicidad. A reconquistarla, después de comprobar que el paisaje mágico que cobijaba sus sueños infantiles ha perdido su encanto. A volver a mirar. Volver a sentir, ahora que se conoce el dolor, los lugares por los que ha transcurrido nuestra infancia. Sin una inocencia que ya no regresará, cuya graduación nos devuelve una imagen borrosa de la realidad. Con el temor que implica elegir, estar vivo, devorar cada minuto, cada experiencia, cada vivencia. Con el temor que implica dejar de ser niño, encontrar una razón para cada misterio, un motivo para cada tristeza, una idea para cada felicidad. Con el temor que implica crecer, sentir, amar u odiar, añorar y dejar marchar, y confesarnos que, por mucho que lo intentemos, nunca se puede reprimir un adiós.
Por respeto o por vergüenza, guardamos silencio sobre aquellos que ya no están. Aunque sepamos lo que sucedió y por qué ocurrió así, sin poder evitarlo y con la obligación de asumirlo. Con la obligación de sentir ese puntapié que, casi, casi, te deja sin aliento cuando más lo necesitas. Como si te partiese un rayo por dentro. Para Eric y Tommy, ese primer vacío en sus vidas llega demasiado pronto, les obliga a llevar a cabo un esfuerzo colosal para el que no tienen palabras. Daniel Patrick Carbone lo sabe, pero quiere ver cómo se las apañan sus criaturas frente a ese fin del mundo que cada vez sucede de una forma diferente. Cualquier otro les susurraría su consuelo al oído, les invitaría a dormir una vez más en la cama de los padres o les concedería un trato especial durante una temporada. Carbone no. Porque no les quiere privar de esa experiencia que, a pesar de su amargura, no deja de ser hermosa. Ese primer momento en nuestras vidas en el que aprendemos a nombrar las cosas. En el que conocemos el dolor y la muerte, pero también la felicidad. Lo que significa nuestra forma de relacionarnos con esa realidad. Lo que se cifra en los inquietantes silencios de la película, en los que todo parece regresar a la normalidad. Lo que se cifra en unos ojos, los de sus dos protagonistas, que aprenden a mirar el mundo. Tras esa mirada descubren el lugar donde yace su sonrisa escondida. El adiós, el fin del misterio. La tarde de tormenta de verano que, de pronto, nos hace sentir en calma. Por fin.
Vaya!! Has puesto en palabras lo que sentí al ver esta película pero no podía expresar , me has desahogado !! La vi hace años y al intentar buscarla de nuevo me encuentro con tu critica , yo me crié en un pueblo rodeado de naturaleza y por lo tanto comparto muchas de las experiencias que tienen los niños en la película, ver esta película fue volver a mi infancia y creo que esta cinta le dio una digna despedida a mis años de inocencia que algún momento terminaron pero no me si cuenta hasta que me sentí añorando. MUCHAS GRACIAS POR TU ANALISIS