Yo, Olga Hepnarová
Blanco móvil Por Diego Salgado
I.
El 10 de julio de 1973, una joven checoslovaca, Olga Hepnarová, atropellaba de forma deliberada con un camión alquilado a un grupo de personas que esperaban el tranvía en Praga. Olga asesinó a ocho de ellas e hirió de gravedad a otras doce. No expresó ningún arrepentimiento por sus actos. Al contrario. En carta remitida antes del suceso a dos periódicos locales, dictaba contra una familia estricta, compañeros de estudios que la acosaban, y una sociedad que reprimía sus inclinaciones lésbicas y se mostraba indiferente a sus desequilibrios emocionales, una sentencia peculiar: “mi veredicto es como sigue. Yo, víctima de vuestra bestialidad, os castigo con la muerte”. La chica escogió una parada de tranvía ubicada al pie de una pendiente, lo que permitió al camión ganar mayor velocidad e impactar con efecto demoledor contra los peatones.
En un giro último de los acontecimientos, si cabe, más brutal y no poco paradójico, Olga fue condenada a su vez por el tribunal que dirimió su caso a la pena capital. Su padre la maltrataba, y su madre hacía gala de un carácter hierático: “para quitarse de enmedio, hija mía, hay que tener una voluntad fuerte, y a ti te falta. Acéptalo”, le espeta en el filme que nos ocupa. Lo cierto es que Olga intentó suicidarse al menos en una ocasión, y pasó una larga temporada en una institución psiquiátrica. A pesar de todo ello, se la declaró en plena posesión de sus facultades mentales, y fue ahorcada cuando contaba únicamente veintidós años, el 12 de marzo de 1975. La joven no apeló la sentencia judicial. Confirmaba punto por punto su opinión sobre el mundo en que le había tocado vivir.
Pero, por otra parte, Olga comprendió demasiado tarde, mientras se encaminaba al patíbulo, que su odio a la existencia no era sino la manifestación límite de un amor inmenso y no correspondido a la misma. El escritor Bohumil Hrabal recogió el testimonio de la verdugo que ajustició a la chica, dado por bueno en la película aunque existan dudas en torno a su veracidad. Mientras era sacada de la celda, arrastrada por escaleras y corredores, inmovilizada y colgada, Olga se revolvió, chilló, se deshizo en vómito y excrementos. Fue sometida a un ahorcamiento de caída corta. El cuerpo no se precipita desde la altura suficiente como para que la soga rompa el cuello o interrumpa con rapidez el flujo de sangre al cerebro. El reo se asfixia tras un periodo de agonía que las estadísticas cifran entre los diez y los veinte minutos.
II.
La película sobre Olga Hepnarová, programada el año pasado en los festivales de Sevilla y Berlín, ha sido escrita y realizada por Tomás Weinreb y Petr Kazda, talentos emergentes —y precarios— del último cine checo. La obra de Kazda y Weinreb participa de cierta veta sombría perceptible en otras producciones recientes de aquel país como Alois Nebel (2011), Rodinny filme (Olmo Omerzu, 2015) y We Are Never Alone (Nikdy nejsme sami, Petr Václav, 2016). Chequia, abonada al neoliberalismo desde la Caída del Muro de Berlín, ha visto recrudecer esa ideología con la recesión económica iniciada en 2008, la crisis del euro, y las políticas de austeridad pública. Existe actualmente un abismo casi insalvable entre el capitalismo populista que rige aquella sociedad, y las inquietudes, frustradas en buena medida, de académicos, intelectuales y artistas. Yo, Olga Hepnarová ha tardado siete años en concretarse, y gracias al respaldo de financiación polaca, francesa y eslovaca.
Resulta significativo que la mirada depositada por Weinreb y Kazda sobre la antigua Checoslovaquia, no haga demasiado hincapié en su condición como país satélite de la Unión Soviética, sometido por tanto a los rigores extremos del comunismo posterior a la Primavera de Praga. Los autores conceden la importancia precisa a una reconstrucción histórica, que, por lo demás, como sucedía en Ida (2013) o Paraíso (Rai, 2016), pasa sobre todo, merced a la fotografía en blanco y negro de Adam Sikora, por hacernos verosímil una época gracias a la textura visual de la misma con que nos han familiarizado los medios visuales y gráficos; en las imágenes de Yo, Olga Hepnarová se respiran las portadas en grano y plomo de los periódicos de los años setenta, y brilla por su ausencia cualquier referencia a la jovial Nueva Ola Checa, por entonces ya extinguida, en favor de un realismo átono.
En cualquier caso, Olga, hija de una dentista y un empleado de banca, es retratada como una joven cuyos problemas no tienen que ver con lo económico o lo político, sino con un extrañamiento primario. La película ha sido programada en la séptima edición del Atlántida Film Fest en en el apartado Memoria: El pasado de Europa. Pero su protagonista es una figura universal con la que resulta comprensible identificarse hasta cierto punto en el presente, en la República Checa presente. Viendo la película, es inevitable pensar en los jóvenes que hoy por hoy también embisten a peatones en Niza, Londres o Estocolmo, con la excusa de una ideología religiosa que les permite racionalizar sus fracasos personales. En este sentido, Olga fue más honesta. En muchas de las cartas que escribió —recuperadas en la primera mitad del filme vía la voz en off lectora de su intérprete, la actriz Michalina Olszanska— se describía a sí misma como “una solitaria, y una perdedora”.
III.
¿Y qué piensan Tomás Weinreb y Petr Kazda de Olga? En un primer momento, los directores apostaron por la producción de un documental. La renuencia de los implicados en el suceso a hablar ante la cámara, una indagación profunda en la psicología de la chica, y la publicación en 2010 de un ensayo sobre el tema obra de Roman Cílek, les hizo cambiar de opinión. Su ficción mantiene aun así un respeto escrupuloso por los hechos reales. La mayoría de las escenas se han concebido en base a declaraciones de testigos, la correspondencia de Olga, actas judiciales. El resultado de la estrategia, que trae a la memoria A sangre fría (In Cold Blood, Richard Brooks, 1967) es una aridez premeditada de las imágenes, a la que contribuyen la ausencia de música extradiegética, y un montaje recortado en cuarenta y cinco minutos respecto del original, que alcanzaba las dos horas y media. La vida de Olga se despliega así como sucesión de viñetas cuyo talante oscila entre lo impresionista y lo pericial. Es imposible deducir un relato satisfactorio, catártico, de Yo, Olga Hepnarová, como lo fue para la asesina deducirlo a partir de sus días y sus noches.
A pesar de esa apariencia de ecuanimidad formal, de la negativa pública de Kazda y Weinreb a dar respuesta taxativa al interrogante de si Olga fue víctima de su entorno o de su visión subjetiva del mismo, la puesta en escena deja poco espacio a la ambigüedad. El primer plano del filme nos muestra a Olga en su cama, con semblante plácido, bajo el influjo de barbitúricos. Su madre irrumpe agriamente en su dormitorio para que despierte, se asee, cumpla con sus obligaciones escolares. El rostro de la joven deviene sombras y niebla hasta el final del metraje, y su posición en los encuadres será siempre apocada, transitoria, pasiva. Hasta cuando procura placer a otra mujer, adopta una actitud sumisa. Solo cuando se sitúa tras un volante se siente capaz de tomar la iniciativa, detentar el poder. Para los realizadores, la matanza final de Olga es la culminación de una toma conciencia en lo relativo a cualquier medio de transporte como espacio seguro para sí misma y blanco móvil, esquivo, para los demás. La planificación del atropello de los viandantes, que nos convierte en pasajeros del camión, en cómplices de Olga, supone una declaración de intenciones.
Ocurre lo mismo en las escenas ambientadas en su hogar. Cuando su padre atraviesa con paso impertérrito un pasillo o entra en una habitación, Olga huye cual animal temeroso. La relación con su hermana mayor se compendia en sonrisas, miradas y silencios, reflejo implícito de un orden terrible de lo doméstico. Cuando en la vivienda se tienen noticias de la barbaridad que ha llevado a cabo la hija menor, los restantes miembros de la familia se sientan juntos a la mesa, pero se ven impotentes para articular reacción de ningún tipo. Y, una vez Olga ha sido ejecutada, la película concluye con un plano desolador en la misma estancia, que deja clara la decisión adoptada por su padre, su madre, su hermana: ignorar, como si nunca hubiesen tenido lugar, los hechos referidos a la fallecida. Con rabiosa inocencia, Olga había escrito que la sociedad era demasiado altanera como para reconocer la crueldad que ejerce contra sus eslabones más débiles, y que ella se negaba a suicidarse para facilitarle las cosas; prefería “castigar con la muerte” a otros. No había caído en la cuenta, nos señala Yo, Olga Hepnarová, de que los colectivos son especialistas en jugar a la indiferencia incluso cercados por los cadáveres de sus entusiastas.