Yo, Tonya
Carta de amor a Tonya Harding Por Aarón Rodríguez
Querida Tonya:
De cuando era niño-lúmpen y andaba siempre a medio enamorar de aquellas nínfulas que iban para peluqueras y me robaban los Fortuna a medio fumar de sus madres, treintañeras en caída libre, por los aledaños de San Blas. De aquel entonces, ya digo, aprendí el pánico a permanecer en el barrio, entre los encurtidos, los gitanos que vendían fruta desmesurada a la salida de los colegios y las madres que acudían a recoger a mis compañeros con el batín y las zapatillas de andar por casa – en Enero.
Qué miedo pasé durante la proyección de tu película, Tonya, con todo ese esfuerzo que ha realizado Hollywood para dignificar esa pobreza que se nos metió en los huesos y que, desde entonces, nos despierta a veces en mitad de la noche. Las nínfulas de San Blas no hacían patinaje sobre hielo, pero hacían mucha gimnasia rítmica –se llevaba, por aquel entonces- con los chándales remendados mil veces y un radioca Casio que funcionaba con unas pilas monstruosamente grandes y contaminantes.
Si no puedo leer a Victor Lenore o a César Rendueles no es tanto por clasismo –que también-, sino porque conozco muy bien el olor de las niñas paupérrimas que no tenían nunca batido después de la gimnasia rítmica pero que veían a su padre fumarse un BN detrás de otro entre ejercicio y ejercicio. Que Dios bendiga a los que pudieron hacer de la pobreza su arma política: yo únicamente guardo humillación y miedo. Y a eso iba, precisamente. Tu película me mató de miedo, Tonya, porque me recordó el infinito respeto que sentía ante aquellas niñas que iban entrenándose martes y jueves, dos horas puntualmente después de las clases, para no llegar nunca a nada. Pasaban los años y perdían la virginidad, casi siempre por la fuerza, casi siempre sin entender gran cosa, porque el chuloputas de clase les llevaba al descampado de detrás del colegio al caer la noche del último primer amor y la poesía se convertía en miedo.
Quiero creer –es un acto religioso, pero también cinéfilo- que las imágenes de Yo, Tonya pueden servir de alguna manera para acunar a todas esas niñas que ya no lo son, de las que no hay Historia escrita alguna, y que algunas noches me visitan con sus manos arácnidas y sus sexos olvidados en los esquinazos más profundos del remordimiento. En el arranque de esa escena en la que el ademán de tu mano guía la cámara hacia un plano ascendente, por ejemplo, pensaba en esa mirada divina –la mirada de Craig Gillespie, pero también quizá la mirada de Dios- y recordaba las mazas y las cintas que surcaban el cielo de San Blas, cielo deshabitado en el que los curas del colegio andaban a otras cosas y nunca nos hablaban de cine. Qué hermosa es tu película, Tonya, pero con qué fuerza nos desgarra el pecho a golpe de imágenes digitales, de mucho retoque y mucho salto de narrador. A la película habría que arrancarle ese rollito canalla de documental en la era de la post-verdad (eso ya no nos interesa ni a los académicos, que ya es decir), y pasar directamente a la hermosa falsedad de las imágenes, a su simulacro, a la celebración de esos momentos en los que la interpretación de Margot Robbie se vuelve glacial, un rostro/témpano, un rostro en el que la sonrisa emerge como el rictus/polaroid de nuestra infancia.
(Durante la proyección comprendí que las niñas-lumpen de gimnasia rítmica tenían, en efecto, dos sonrisas: la que le dedicaban al público en las muestras de fin de curso y la que yo alguna vez atisbé, muchos años después, en la complicidad de los garitos de Alonso Martínez cuando sonaba Coyote Dax y las pobres realmente creyeron, durante un segundo, que su vida era otra cosa).
No sé si Yo, Tonya es una película política, pero intuyo que es una radiografía perfecta del mundo en el que habitamos. Hoy yo creo que las niñas no hacen gimnasia rítmica, sino que estudian mucho inglés y hacen cursillos de emprendizaje porque quieren pirarse de España a toda velocidad como yo quise pirarme en su día de San Blas. Tenemos tanto miedo a la pobreza, tanto miedo al fracaso, tanto miedo a que nadie tenga nada bueno que decir de nosotros. Acunamos a nuestros hijos en el miedo más puro a la mediocridad, y así quizá nos convertimos en la madre de Tonya Harding, y así quizá vamos justificando en sordina que a veces hay que romper alguna rodilla. Hoy yo creo que las niñas no hacen gimnasia rítmica, sino que se afanan mucho para ser finalistas en Master Chef Junior y forrarse alimentando a turistas –que, dicen, es la escritura exacta del futuro.
Nadie rodará –vamos a decirlo claro- imágenes tan falsas y tan bellas para recordar a mis niñas lumpen. Nadie rodará el paraíso del Happy Meal el día de la competición y, después, volver a casa mientras en el piso superior se escuchaban los aullidos de una paliza y en el inferior, el silencio horrendo de la madre que había perdido a sus cuatro hijos donde el polígono por el jaco. Nadie contará eso y, sin embargo, cuando cierro los ojos al final de Yo, Tonya intentando mantener la compostura, tengo la sensación de que ciertas imágenes han sido creadas con justicia –nada que ver, ya lo imaginan, con la célebre máxima de Godard-, y que, al infectar las minisalas de los centros comerciales de los extrarradios, han conseguido llegar a su objetivo.
En fin, Tonya, creo que con esto será suficiente. Con tu permiso, ahora que llega la primavera y la vida amenaza con reiniciarse, guardaré con cuidado el último plano de tu cinta y ese gesto imposible, ese que nunca llega, ese que únicamente puede conseguir el cine. Refúgiame bajo ese gesto tuyo y, después, perdóname si te olvido para siempre.
Te quiere:
Aa. R.