Zama
Los mecanismos de la espera Por Damián Bender
La primera acepción de la palabra “esperar” en el diccionario de la RAE define el verbo como “tener esperanza de conseguir lo que se desea”. La acción de la espera es en primer lugar un deseo, una expectativa que apunta a ser cumplida. No hay espera sin una aspiración, como tampoco hay espera sin el paso del tiempo. El tiempo actúa como un agente tan moldeable como inevitable, que en su perentoria flexibilidad se hace breve o acaricia la eternidad según el caso. Dentro de esta relatividad, cada instante puede llevar a una persona a la ansiedad o la desesperación (un caso extremo de la ansiedad) sin que esta pueda hacer algo al respecto. Porque la espera es, ante todo, una acción sobre la que no tenemos control. La espera nos hace su víctima casi por definición.
En la dedicatoria de Zama (la novela), Antonio di Benedetto escribió: “para las víctimas de la espera”. Resulta curioso que su adaptación al medio cinematográfico por parte de Lucrecia Martel también haya estado signada por las demoras. El primer dato ya marca el rumbo a seguir: han tenido que pasar casi 10 años para que Martel presentara una nueva obra. Desde La mujer sin cabeza (2007) que no se tenían novedades de ella en los festivales, aunque su presencia y los rumores nunca se hayan extinguido del todo en ese lapso de tiempo. Con los años pasaron master classes, seminarios y un proyecto que no se pudo concretar (la adaptación del cómic argentino El Eternauta), y la figura de Martel se fue diluyendo en el enjambre de nuevos directores y corrientes, sumergiéndose en un estado evanescente en el cual el ansiado retorno parecía no llegar.
Al llegar el momento de reaparecer, las credenciales del pasado le granjearon un lugar en Cannes para presentar Zama en 2016, pero la oportunidad no pudo aprovecharse debido a problemas personales que detuvieron el proceso de post-producción. Al año siguiente, la inclusión de Pedro Almodóvar en el jurado — co-productor de sus películas desde La Niña Santa (2004) — le volvió a impedir la participación en la competencia oficial, y la negativa para presentarse fuera de concurso tenía como objetivo el ser una de las grandes atracciones del festival de Venecia. Pero la espera se desentiende de la suerte. Efectivamente el destino final de Zama fue Venecia, pero como película fuera de competencia. Su impacto y aspiraciones dentro de la programación fueron minimizados y en consecuencia, el gran retorno quedó opacado por estar a un costado de los reflectores.
Como hermanados por la tinta desparramada del texto original, el destino de la película y el de su protagonista han encontrado puntos en común en las fatalidades de sus destinos. Y es que Don Diego de Zama espera un traspaso a la ciudad de Lerma, en la cual se reencontrará con su esposa y sus hijos, un traspaso que parece no concretarse y que lo desespera profundamente. Este es el marco general sobre el que el filme orbita, constituyendo la base fundacional sobre la que Martel desplegará su particular mirada. Al igual que en la novela, el concepto de la espera es inamovible y en líneas generales Martel respeta tanto los sucesos como las ideas que Di Benedetto plasmaba en papel. El desafío reside en cómo mostrar audiovisualmente el mundo interior de un hombre tan particular como Diego de Zama y cómo representar el mundo exterior que lo ha hecho prisionero.
Para ello, Martel le otorga ciertas características a su puesta en escena. A diferencia del grueso de las películas de época, que se empecinan en mostrar los valores de producción y la exactitud histórica de la representación, aquí eso pasa a un plano secundario. El uso de planos fijos, en su mayoría planos generales o medios con lentes sin gran angulación, suponen un detrimento de la escala con el objetivo de centrarse en las personas. La precisión histórica (que está presente en cada fotograma) se hace manifiesta en los pequeños detalles como la vestimenta, los objetos y decorados, de modo que el ambiente colonial de finales de siglo XVIII impone su presencia dentro del relato, otorgando la verosimilitud necesaria para que las acciones sean creíbles. Acciones que como veremos más adelante, irán erosionando lentamente las nociones de la realidad.
Otro factor relevante es el sonido. Probablemente estamos ante la característica más particular del cine de la directora salteña, la de darle un peso específico a cada fotograma a través de lo que percibimos a través de nuestros oídos. Tomando algunas páginas de su primer largometraje, La Ciénaga (2001), el fuera de campo está integrado por un minucioso diseño sonoro capaz de transmitir la pesadez y el calor del húmedo territorio solamente con sonidos de ambiente. Los pasos, los golpes, cada detalle está documentado con claridad para fijar los desplazamientos de los actores en una realidad de carácter concreto a través de la síncresis. Martel conoce de primera mano el potencial del sonido para abrir espacio a la abstracción, de ahí que el diseño sonoro de Guido Berenblum sea el puente encargado de unir lo real y lo subjetivo.
Es que además de representar el fuera de campo, el sonido es capaz de manifestar lo que se encuentra fuera de la diégesis. Desde la típica música extradiegética hasta los sonidos del pensamiento (zona indeterminada pero intermedia entre lo diegético y lo extradiegético), las ondas sonoras pueden transmitir las ideas que el ojo no puede captar. En este caso se trata de expresar las sensaciones de Zama, las reacciones de un hombre que vive en permanente contradicción entre pensamiento y acción. La gestualidad de Daniel Giménez Cacho, inmenso en su rol, permite contrastar la palabra con el gesto, y el gesto con el sonido. Es un mecanismo de complementos y contradicciones que distorsiona la puesta en escena y altera la realidad. Martel fusiona lo concreto con lo inconsciente de Zama, haciendo muy difícil disociar estos dos estados.
Sin embargo, el relato consigue aferrarse al mundo material en todo momento. Esto se debe a que como mencionaba anteriormente, hay un trabajo minucioso en la banda sonora para anclar las imágenes a la realidad social de la época colonial y les otorga un peso específico que las aleja de lo meramente surreal. Esta capacidad de crear universos tan sugerentes sin que por ello se sientan fuera de contexto es lo que distingue a Martel de otros realizadores vanguardistas, siendo la gran razón por la que una obra literaria como Zama solo podría ser llevada por ella a la gran pantalla. La espera del protagonista no está aislada de la situación política y social de la Sudamérica colonial de finales de siglo, unas tierras sometidas al abandono y la desidia luego de la conquista; a un ostracismo que se acrecienta a medida que uno se aleja de las alas del Virrey.
El tiempo hace mella en las voluntades de unos seres que deben esperar meses para recibir noticias de Buenos Aires y años para obtener respuestas de la corona. Mientras Diego de Zama es consumido por la impaciencia, a su alrededor se manifiestan las primeras réplicas de la futura independencia. Martel subraya un poco más que el escritor estas primeras semillas, pero mantiene la sutileza de una rebelión de carácter ético antes que patriótico. Las actitudes de los esclavos también hablan de una desobediencia contenida, de un hastío que se advierte pero se ignora. El mismo Zama prefiere permanecer en la indiferencia de su puesto de asesor letrado, en perpetua obediencia a la corona con la esperanza de que si hace las cosas bien obtendrá su traslado. Esta obediencia permanecerá hasta el último intento.
Como en otras películas de Martel, Zama trabaja a ritmo lento. Un ritmo que es reflexivo por necesidad y no por pereza, que debe mostrar el tedio cotidiano y manifestar con intensidad las penurias de su protagonista. La espiral de desventuras en la que Diego de Zama se ve envuelto mantiene un ritmo lento pero constante, depositando toda la responsabilidad en la atmósfera que genera el mundo construido a través de la puesta en escena. No hay otra forma de mostrar las secuelas de la espera que a través de una pausada y metódica sucesión de eventos, y esa coherencia con el eje temático se suma a la realidad alterada para sumergir al espectador, o poner a prueba su paciencia. Difícilmente haya término medio ante una obra que pone todas las cartas sobre la mesa pero se niega a dejar las explicaciones en bandeja.
El tramo final de la película supone un cambio de paisaje y de ritmo. La búsqueda de réditos ante la corona lo lleva a sumarse a la captura de Vicuña Porto por territorio salvaje ocupado por diferentes pueblos originarios. Este forajido forma parte de una serie de “leit motivs” dispersados a lo largo de los diálogos, palabras clave y temas que se repiten hasta el momento en que se desvela su importancia dentro de la trama. A partir de este concepto los diálogos tienen una coherencia interna en la que los misterios se revelan en su debido momento, siendo los más importantes reservados para los minutos finales. La figura de Vicuña Porto es alegórica, un enigma al que la reputación le precede y que lo acerca a Zama, también dueño de un mote que pertenece a tiempos pasados y que ya nada tiene que ver con el hombre del presente.
Es en este tramo donde Martel se toma más licencias creativas al recrear las diversas tribus indígenas. Cada una de las que van apareciendo tiene características particulares y todas ellas tienen un aura de misterio, fruto de la incomprensión conquistadora que las hace tenebrosas y fascinantes al mismo tiempo. La dirección de fotografía a cargo de Rui Poças alcanza su punto más alto en los verdes pastizales de colores vibrantes, dibujando paisajes que parecen cobrar vida propia y bordean lo sobrenatural. La sinergia entre imagen y sonido hacen cauce hacia un cierre dramático que condensa las emociones acumuladas y las libera de un tajo, como si se cortara una cuerda en extrema tensión. El desenlace es contenedor de una belleza trágica y aliviadora difícil de explicar pero sencilla de comprender. La espera, finalmente, ha concluido.
Al final de este párrafo estará el tráiler oficial, uno de esos compilados de minuto y pico que trata de atraer espectadores contando premisas e inflando expectativas. No soy de mirarlos, pero para escribir este texto me parecía pertinente echarle un ojo y ver qué podía transmitir del metraje original. La respuesta es la que esperaba: prácticamente nada. El tráiler explica un poco la premisa, pone planos atractivos al ojo y no mucho más. Zama es una película que no funciona para ese formato de promoción porque su esencia no reside en lo bombástico, es una película lenta por necesidad que a pesar de ello es capaz de cautivar al espectador. Dueña de una fotografía y un diseño sonoro impecables que siempre están al servicio de la historia, un sólido trabajo actoral y la mirada única de Lucrecia Martel, Zama parece encaminarse a ser uno de los estrenos más valiosos del año al mismo tiempo que uno de los más pasados por alto. Su relativo rechazo en Venecia habla por sí mismo: no se puede esperar nada del canon. Los tráilers, la representación en los Oscar, son todos subterfugios para legitimarse en una forma de entender el cine a la que Zama no pertenece y no será comprendida. Personaje y obra se convirtieron en víctimas de la espera. Quizás, después de todo, el reconocimiento se encuentre en otro lado.