Zeros and Ones
Distopías cotidianas Por Christian Franco
Ethan Hawke con perilla y coleta. Se dirige directamente al espectador. Habla de Abel Ferrara, de la emoción de poder trabajar con él tras ver el alcance de sus colaboraciones con Willem Defoe. Habla de Zeros and Ones, de su entusiasmo tras leer el guion, de la oportunidad que suponía para él interpretar a dos hermanos, un soldado y un revolucionario, y de un rodaje ejecutado en pleno confinamiento. Parece una promo sin más, aunque extrañamente incrustada en medio de los créditos iniciales. En realidad, es el prólogo de un juego que ya ha comenzado.
Proteica y anárquica, Zeros and Ones adopta en sus primeros compases la apariencia de un thriller de espías. En una Roma distópica, con el ejército gobernando las calles en medio de una pandemia, un soldado norteamericano trata de impedir un atentado mientras rastrea el paradero de su hermano, un revolucionario que aparentemente está involucrado. Pero esa ilusoria simplicidad, esa estructura ordenada y canónica propia del cine mainstream, va a saltar por los aires bien pronto. Ferrara va a reventar, de manera sistemática y casi obsesiva, tanto las expectativas del espectador como cualquier cliché del género. Para cuando la película ha alcanzado un tercio del metraje, de su premisa inicial queda apenas nada: lo que emerge de la pantalla es una pesadilla confusa y angustiosa, pero también fascinante.
Orillada la narrativa, Ferrara construye desde la forma. El grano y el ruido inundan los fotogramas, los movimientos de cámara resultan bruscos, con barridos frecuentes, la iluminación escuece, la música es machacona, las explosiones se emulan con zafios encadenados… todo está pensado para incomodar, buscando por momentos provocar al espectador con algunos recursos trash (las citadas explosiones) o improbables giros de una trama en fuga (el rapto del soldado, con la extraña petición para su liberación, después usada para minar la confianza de sus superiores).
Pero Ferrara juega con ventaja. Con su currículo, se pueden hacer concesiones. El espectador, también el analista, se saca el billete y espera a que llegue el autobús. La típica postura del tipo que viaja a Ámsterdam y se emperra en probar el peyote. Y Zeros and Ones es Ferrara en estado puro, una experiencia de cine extremo que transita de lo metafórico a lo abstracto mientras recorre la fina frontera entre la genialidad y la fumada.
Y poco a poco, o quizás de golpe, pero en todo caso con la rotunda convicción de una certeza, empiezas a ver la película. El soldado entra en casa, echa su ropa a lavar y se restriega las manos con jabón. Habla por videoconferencia y contempla unas imágenes pixeladas, acaso de dron. Cuando sale se enfunda la mascarilla, y lleva hidrogel, que nunca olvida aplicarse al entrar en cualquier sitio, una y otra vez, con mecánica obsesión. Acude a lo que parece ser un lupanar asiático y mira a dos fulanas. “Son negativo”, le dice la dueña, mientras limpia con alcohol los billetes. Va a ver a una mujer, que le obliga a esperar en la puerta mientras se cambia la mascarilla por una desechable: solo así se dejará besar, tapabocas contra tapabocas.
Todo es tan cercano, tan terroríficamente cotidiano. El miedo, la paranoia conspiranoica, el establecimiento de un estado policial en aras de la seguridad, el triunfo de las pantallas, la supresión del contacto humano, las calles amenazadoramente vacías… Ferrara ha cogido todos los elementos definitorios de la pandemia, toda su iconografía, para mezclarlos con sus propias obsesiones (ahí emergen la religión, el mesianismo, la búsqueda de una improbable redención, la violencia) en una obra que abre un tajo en el abdomen del presente y empieza a hurgar en sus entrañas buscando atrapar, si no el alma de la época, al menos sus consecuencias, sus heces.
En un último requiebro, el cineasta revienta de nuevo las expectativas del espectador con un final naturalista, casi se diría que optimista. Ethan Hawke, no el soldado ni el revolucionario, vuelve a conectarse, ahora sin perilla. Dice que todo ha sido un juego, o no, y que está tan desconcertado como todos los demás, que básicamente le llegó un guion incomprensible y se dejó llevar. Otro que fue a Ámsterdam y quiso probar el peyote. Y en la butaca, no puedes más que esbozar media sonrisa mientras piensas: “Puto Ferrara, ¡qué jodidamente bueno es!”.