Zombies: tú también estás muerto
Los zombies somos nosotros Por Manuel Ortega
Gente que está muerta pero no lo sabe o gente que parece que está viva pero no es la gente con la que vivimos. Sí con la que morimos. La que nos pone nerviosos. La que se nos mete a vivir en nuestra zona de confort. El miedo al otro, el otro miedo, el de que nos coman el cerebro carcomido por las celebraciones de la muerte del día a día. El cerebro, ¿os acordáis? Lo que nos hace dejar de ser humanos, tomar decisiones radicales, posicionarnos concluyentemente. Y luego, andar con las manos así y las piernas como si fueras a hacer un regate antes de entrar en el área (restringida) de peligro. Ser distinto, saltar la valla, venir del más allá. Por ejemplo, Siria.
Una mujer adulta con una máscara y una cámara filma, al mismo tiempo que firma, una de las postales de nuestro tiempo. Un ex entrenador de la Premier League Siria corre asustado con su hijo menor en brazos. Han sido inoculado con el virus de la pobreza y el miedo, buscan un antídoto, la tierra prometida; buscan la vida. Son infectados del siglo XXI y no son zombies, son terroristas, dirá tu primo el imbécil ese que lee el ABC. La imagen se convierte en viral (las imágenes que intentan dar una lección son el virus de nuestro tiempo y nuestros dispositivos) y la fotoperiodista húngara de repente en una apestada muerta viviente. La despiden, desaparece, sus hijos sufren insultos en el colegio, su nombre se transforma en sinónimo de ignominia. Como Frank Capra reducimos el mal o el bien a un nombre, ya sea Harry Potter o Juan Nadie. Entonces el miedo a los zombies cambia de bando. Aunque esa pobre desgraciada rica hizo algo que no es muy diferente a lo que hacen muchos periodistas en España. Solo lleva a la práctica la teoría. Hacer un “nightcrawler” pero amparado en el capitalismo más autosuficiente y “ficcionado” que pueda existir. El menos humano.
Otro ejemplo: los runners. Me bajo del 29 en Goya porque tras trabajar todo el día me gusta volver dando un paseo por el Barrio de Salamanca. Me gusta sus calles en damero y sus damas callejeras. Que la gente sospeche de mis barbas y de no conocer mis 18 apellidos peperos con guion intermedio. Que sospechen de mi ajedrez, de mis cabellos, mis alfil(er)es y mis torres. Al principio me hace gracia, pero luego comienzo a preocuparme. ¿cómo voy a llegar al helicóptero que me salve de los mordiscos y del tipín de la mediocridad?¿Dónde va a aparcar sin el carnet de residente evil? De repente, una de cada tres personas que vienen hacia mí lo hacen con mallas, zapatillas horribles, colores feos y relojes raros. Esos son los nuevos harapos, esas son las nuevas hechuras, la respiración honda de la vida al límite es el nuevo buhh de los muertos fuertecitos. No sé si quieren comerse mi cerebro (que tampoco tiene mucho interés), pero con parte de mi grasa si se harían si los dejara una pringa culpable y sabrosona.
En cualquiera de los dos casos o de los cien mil casos más que se nos pueda ocurrir, lo diferente debe ser exterminado de nuestro cuerpo o espacio, debemos posicionarnos, elegir entre el mal y el no está mal, saber que o somos dependientes de unos o independientes de otros. Es el signo desorientado de nuestro tiempo, el vademécum de nuestra deriva garantizada. Aunque nunca sepamos muy bien donde está el límite entre los vivos naturales o los zombies de nuevo cuño, sobre todo si eliminamos el factor físico del reconocimiento de lo diferente. Si son iguales que nosotros, si hacen lo mismo que hacemos nosotros, ¿por qué no lo somos nosotros?
En 2004 un director novel francés, guionista habitual de Lauren Cantet, nos sorprendía con La resurrección de los muertos (Les Revenants), una película en la que en pleno éxtasis del nuevo cine de terror se nos presentaba como un drama social donde el horror no estaba tanto en los sobrenatural sino en lo natural de todo. Una película de muertos vivientes que no era de terror, donde los que regresaban más que miedo daban pena, donde los muertos simplemente querían volver a su vida, a sus familias, a sus trabajos, a sus casas, a sus rutinas. Robin Campillo, que así se llama el director, aprovechaba los elementos básicos de una película de género para reflexionar sobre un montón de cuestiones basadas en nuestra interacción con lo que nos rodea, sobre el carácter egoísta del ser humano de nuestra época, donde ya no queda tiempo casi para ser padre, pareja, hijo o sobrino, sobre la permeabilidad del luto, sobre el sentido del llanto, sobre las bases capitalistas que sustentan nuestro sistema lógico, en el que las personas somos números que cuando son restados ya no pueden volverse a sumar. La película quedó casi circunscrita para los aficionados del terror, pero como entre estos aficionados anquilosados lo diferente tampoco se valora demasiado, tuvo que ser una serie de televisión la que la pusiera de moda.
Les Revenants (serie)
Ocho años después, y con ocho episodios extraordinariamente cuidados, regresaba la misma historia pero contada con otras personas. Les Revenants (Fabrice Gobert, 2012-) ya no se desarrollaba en una ciudad indeterminada sino un pueblo de montaña al lado de una presa con un sinfín de historias pasadas entre sus protagonistas. El regreso de los muertos al principio solo lo notan los familiares, desde el profesor Costa que se suicida al notar la presencia de su mujer, a Jerome y Claire que transigen con hacer pasar a su hija Camille por su sobrina, pasando por Adèle que acepta a su ex prometido Simon como a un fantasma fruto de su remordimiento ante su inminente matrimonio con el jefe de policía Tomas. Luego cuando el problema ya es del todo el mundo el poder de esa metáfora se diluye para dar pasos a otras metáforas que van más de lo individual a lo colectivo: la atribución de crímenes no resueltos a los nuevos visitantes como se suele hacer la Europa de LePen, Viktor Orban o García Albiol, la criminalización de las ONGs que reciben y ayudan a los refugiados (lo mejor de la serie es las dudas al respecto del asesinato del niño Víctor y Pierre) o el papel errante de la iglesia católica cuando lo ambiguo de su discurso se encuentra de bruces con lo ambiguo de una situación. Como con los sirios o los runners.
La presa que inundó el pueblo en el pasado (la historia que se repite aunque sea al revés) y la curva que separa al pueblo del exterior, son los lugares poco comunes que le dan sentido al milagro o al horror. Esa curva donde me maté yo y donde empieza la serie con el autobús escolar que se precipita al vacío con todos los jóvenes del pueblo, en guiño tonal a la magnífica El dulce porvenir (The Sweet Hereafter, Atom Egoyan, 1997), podría ser la misma curva en la que Ebba siente miedo por su vida y hace que todos abandonen el autobús en la acerada y brillante Fuerza mayor (Turist, Ruben Östlund, 2014), otra película de zombies machistas, ricos y totalitarios que no solo son hombres sino también mujeres, gestos y niños de éxito. Como Camille en la serie francesa, un grupo de acomodados turistas han de andar por un paraje inhóspito (una curva que cuestiona nuestro camino, al borde de un precipicio que cuestiona lo que creemos que es vida) como si fueran la legión de los hombres y mujeres sin alma y sin coberturas para sus iphones, sus facebooks y sus ínfulas.
The Leftlovers
Sucede algo parecido en The Leftovers (Damon Linderlof, Tom Perrotta, 2014-) otra serie sobre gente que se queda, gente que se va y gente que se queda para recordarnos a los que se han ido, convirtiéndose a su modo en un secta inefable y puñetera de fumadores que visten de blanco. La sociedad ataca esa secta cuando va peligrar su status, sus privilegios. Porque es esa secta, porque es como esa secta, porque temen ser esa secta. Y lo hacen protegiendo, recordando, desconfiando, sacando los dientes no contra los poderosos sino cuando ve que hay gente diferente a ellos que están recibiendo ayuda. ¿Quién no ha escuchado alguna vez a un estúpido decir que los fumadores no tendrían que ser tratados por la seguridad social porque es una enfermedad que se han buscado ellos?¿Quién no ha oído luego hablar de los gordos que se lo han buscado ellos, los alcohólicos que se lo han buscado ellos, los esquizofrénicos que se tomaron un tripi en la mili?
Los fumadores también son zombies o los enemigos de los zombies. Y los gordos, los fumadores, los loquitos, las locazas.
En Retornados (The Returned, Manuel Carballo, 2013) también nos encontramos una reflexión parecida con formas de fábula distópica donde ser zombie es una enfermedad que se cura con una medicina subvencionada y que levanta resquemor en ciertos estratos de la sociedad. Los protagonistas son Alex y Kate, un profesor de guitarra del que nadie sospecha de su condición de retornado y una de las doctoras más celebres especializadas en la enfermedad y en la defensa de los derechos de esos enfermos. Dos personajes elevados que se ven arrastrado a la marginalidad, al delito y a la aceptación de su condena por una circunstancia no del todo aclaradas. De ver, parecer y padecer una sociedad que ataca, muerde y se arrastra para arrebatarles su humanidad. Como en la interesante serie inglesa In the flesh (Jonny Campbell, 2013) y los podridos o en la curiosa Maggie (Henry Hobson, 2015) donde la transición hacia la conversión en zombie es casi tanto o más amarga por culpa del entorno que por la propia muerte.
Retratos de nuestra época de poca épica, retratos donde nos defendemos de la muerte haciéndonos el muerto, donde vivimos vidas que no son la nuestra, donde odiamos a lo diferente cuando se parece demasiado a nosotros mismos.