Amén
Ensayo para una ficción terminal Por Manu Argüelles
La concesión del León de Oro en la edición de este año del Festival de Venecia a Pietà, el último film hasta la fecha de Kim Ki-duk, nos lleva a que rescatemos Amén, película que formó parte de la Sección Oficial de la pasada edición del Festival de San Sebastián. Todavía no podemos pronunciarnos respecto a Pietà, pero desde que Amén irrumpió en Donosti llevamos arrastrando un cansino ruido ensordecedor en la comunidad cinéfila respecto a Kim Ki-duk y su obra, que nos hace revolvernos y pronunciarnos. No se trata de ponerse “frente a”, o “contra con”, sino distanciarnos de estados de opinión que actúan con fuerza como una marea tóxica. Lo único que pretendemos es resguardarnos a salvo de esas ventiscas y pensar por nosotros mismos. No pretendemos otra cosa que ejercer la actividad crítica con honestidad y responsabilidad. Por supuesto, parto de mi propia subjetividad. No negaré mi afinidad inquebrantable por su obra. Pero eso nunca lo entiendo como un obstáculo para que no pueda desarrollar mis herramientas analíticas y ejercer una valoración fría y distanciada que facilite al lector elementos de reflexión para que él pueda decidir por sí mismo. No sé si siempre lo consigo, ahí el lector tiene la última palabra, pero es el eje que orienta buena parte de mis escritos.
Deberán perdonarme por este preámbulo, pero les puedo asegurar que la reacción a Amén, y que he visto prolongada con Pietà, a través de los ecos que me han llegado desde la crítica española, no me han dejado otra salida.
Amén dio lugar a la controversia y levantó una polvareda en el Zinemaldi, certamen que siempre ha sido afín al director surcoreano. Recordemos el premio del público del año 2003 para Primavera, verano, otoño, invierno…y primavera (Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom), o la participación en el 2008 a competición con Dream. Era comprensible, era la película más arriesgada de la Sección Oficial (con permiso de Los pasos dobles de Isaki Lacuesta).
Y aunque pueda resultar una película marciana, dado su carácter experimental y algo provocador, si la ajustamos dentro de las coordenadas del autor no lo es tanto, ya que podemos entenderla como una revisión y/o actualización de los preceptos ya llevados a cabo en Real Fiction (Shilje sanghwang, 2000), donde también había un pintor callejero. Además, es indudable que siguen patentes sus obsesiones, aunque plasmadas de forma árida e incluso de forma ofensiva hacia el espectador, al que se le requiere unas buenas dosis de predisposición a dejarse embargar por sus exploraciones cinematográficas.
Pero eso me lleva a pensar en mi experiencia con Pedro Duque y su Ensayo final para utopía (2012). Fue mi primer acercamiento a su obra y aunque tampoco se trate de un largometraje fácil, no recuerdo haberme indignado porque al final nos insertase un fragmento de una grabación de un viaje con sus padres a Venecia. Un material, que enclavado en el nuevo contexto, adquiría una nueva siginificación a la originaria del momento de la grabación. ¿Pedro Duque hubiese recibido la misma reacción generalizada en el mismo marco con su auténtica propuesta de found footage, extraída íntegramente de sus archivos personales? Posiblemente. En todo caso, no trato de establecer similitudes entre ambos realizadores pero sí alinear una similar experiencia personal con ambos filmes. También tenemos que entender que Kim Ki-duk, en cierta manera, arroja el film al espectador, sabiendo que el rechazo será la primera reacción que se encontrará ante su propuesta, algo que no calcula Pedro Duque en los mismos términos porque su circuito de exhibición es más restringido y, a priori, más afín.
En ese sentido, en Amén nos encontramos con un viaje turístico en bruto por varias ciudades europeas, abriendo y cerrando en París, para pasar por Venecia o Avignon. Un itinerario a golpe de frenéticas tomas intercambiadas y agolpadas de tal manera, que en su constante desplazamiento de la perspectiva visual, uno acaba por abandonar el seguimiento del punto de vista, dado que la enloquecida combinatoria acaba neutralizando la idea de que exista un eje visual que regule todo el corpus fílmico. Se procede a una grabación descoyuntada, errática y dispersa, tanto de los emplazamientos más significativos de los lugares transitados, como los más alejados, hábitat natural de los característicos personajes del realizador surcoreano, siempre en el límite de la marginación o en los bordes de la sociabilidad (la prácticamente ausencia del lenguaje como herramienta comunicativa refuerza esta liturgia de la exclusión). El pretexto argumental es débil y casi ridículo en su planteamiento, ya que hay mucha dosis del humor del absurdo y/o ilógico para dinamitar las convenciones de la dramaturgia como, por ejemplo, el hecho de que siempre sea la misma señora la que responda al interfono, esté la vivienda en la urbe que sea.
La línea argumental se articula en torno a la búsqueda desesperada del viaje de una chica surcoreana a Europa para encontrar a su novio, un pintor callejero, que va cambiando continuamente de domicilio. Mientras, en la travesía, alguien la está acechando, robándole todas sus pertenencias y dejándola en una situación límite. Esta tenue capa de ficción, registrada tanto por el propio realizador como por la única actriz protagonista, se cuestiona el estatuto de la representación fílmica, en cuanto a dispositivo cinematográfico. El final, con la actriz mirando a cámara y dibujando con las manos el plano cinematográfico, así lo sugiere. Para ello, se hace partícipe de un ascetismo radical, a través de una filmación de vídeo doméstico (lo que refuerza el mimbre de cinta amateur, hecha por gente anónima visitando lugares). Mientras que no sacrifica la calidad de la imagen (Kim ki-duk siempre ha sido un director muy visual), en cambio, permite que escuchemos el sonido ambiente, sin depurar, con chasquidos e interferencias molestas del viento golpeando el sonido. Es, sin duda, una interrogación sobre los caminos expresivos audiovisuales actuales, una forma de pensar la ficción desoyendo las reglas. Son cuestiones marcadas por la inmediatez de las nuevas tecnologías de la información, y como trasladar esa sensación, por la vía más extrema.
No hay nada más determinante que el acosador, que es el propio Kim Ki-duk, lleve una máscara antigás donde está integrada la cámara que registra el acoso irracional a la protagonista. Es la idea del peeping tom (aquí estoy pensando en Michael Powell y El fotógrafo del pánico, 1960), del voyeur terminal y enfebrecido de la era youtube, como también es la visceralidad animal de director surcoreano por rodar, por filmar, por hacer cine, sean las circunstancias que sean. Algo que se comprende con lacerante intensidad en Arirang (2011), ganadora del premio a la mejor película en Un certain regard del Festival de Cannes de 2011. Donde muchos se apresuraron por tildar dicho documental como ego-trip narcisista, otros vimos un testimonio en carne viva de un hombre rasgado por la culpa, la traición y la imposibilidad de seguir creyendo en la fantasía. Resulta espeluznante comprobar cuánto hay de sus personajes alienados en su propia persona, porque al animal herido se le ha arrebatado la posibilidad de seguir rodando, de seguir creyendo en el cine. Y ese aliento, que es el puro oxígeno para sentirse vivo, ese impulso ingobernable, explosiona con toda su rugosidad en Amén. No ceder al desaliento como única manera de salir del pozo, aunque los medios escaseen, aunque te sientas abandonado, humillado y despreciado. Filma, filma, filma… eso es Amén.