El hombre de mimbre
O el paganismo que no fue Por Rosanna Moreda
Si bien abundan en el séptimo arte las historias sobre paganismo y cristianismo en eterna lucha, El hombre de mimbre como masterpiece, es casi única en cuanto al agudo manejo social y filosófico que se plantea de los elementos que conforman el nudo de dicha guerra.
En esta perturbadora y fantasmal película de Robert Hardy, inspirada inicialmente en una novela de David Pinner (Ritual), elaborada con cuidadosa calma, gran tensión, excelencia narrativa y fluidez; desde nuestro lado espectador asistimos dóciles a una propuesta donde se sugiere el triunfo pagano, pero no de un modo exageradamente utópico, o en su forma contraria moralista, como suele ocurrir en el cine cuando se maneja la diatriba del bien contra el mal en sentido neto, mitológico. Tampoco se teje este supuesto triunfo de manera demagoga, lineal ni obvia, sino poniendo sobre la mesa de modo argumental, los motivos fundamentales por los cuales y desde esta realidad interna de la película, el paganismo debería haber triunfado.
El hombre de mimbre definitivamente es una extraña película de un género de por sí poco común: sacrifice-horror. Con todos los riesgos que esto supone cuando son las personas los sujetos de sacrificio, y cuando como decimos, hay una inclinación bastante evidente a encontrar la panacea en tiempos precristianos. Claro que tal idea, desarrollada en nuestros ultra tecnológicos días, no cuajaría del todo. Pero como siempre, es necesario situarse, y hacerlo a fondo. Los primeros años setenta fueron los años de una búsqueda obsesiva del paraíso perdido. Más bien de los paraísos, de todos los tipos, sabores, colores y olores. Y de más está decir, de todas las sustancias que ayudaron a producir mil y un imaginarios maravillosos de felicidad. Y es esa búsqueda que ahora nos resulta ingenua, pero que en su momento tuvo su brillo, la que alienta la trama fundamental de la película. Por eso es inexacto como se ha hecho, juzgar a El hombre de mimbre como una película puramente sádica, donde el sacrificio es el eje principal. De hecho el sacrificio es el resultado, pero principalmente como símbolo. La película se detiene más bien y sutilmente en el proceso psicohistórico que lleva a que un acto tan radical se concrete. Volvemos a retrotraernos en este punto necesariamente, a los crazy primeros 70. 1973. En esta fecha nacimos unas cuantas. Por aquel entonces, aún había un lugar para la esperanza. Hagamos el esfuerzo. Aunque la base prístina que ya perdimos del todo nos suene a mandarín, ahora que los cristales de nuestras gafas están completamente empañados por el desencanto más profundo mientras todavía algo de ánimo queda para sonreír.
Un Edward Woodward inmejorable en su papel de policía-salva-niñas- desaparecidas en una siniestra isla escocesa, así como el resto del elenco donde Christopher Lee, quien se cobró una lesión de espalda en el rodaje que tuvo sus secuelas, y solía repetir que este había sido por lejos, su mejor papel; se lleva de veras la palma interpretando a Lord Summerisle. (Y que por otro lado, debido a esas oportunas casualidades de la vida, hoy día siete de agosto que afino con deleite esta crítica, hace exactamente un año y dos meses que abandonó este mundo). Es así que nos invitan a acompañarlos en la eterna dicotomía cartesiana entre el bien y el mal. Pero desde un ámbito fantástico y una antropología muy cruda, de lo crudo que palpita, con cero miramientos ante un bando u otro. Desde las dimensiones más intestinales y endógamas de una isla remota. Como decimos, la turbadora isla escocesa de Summerisle, (la isla del verano, la isla de las deidades del Fuego y del Sol), donde sus habitantes se rigen por reglas propias, casi anárquicas si no fuera por el liderazgo del Lord, donde se impone una estética del ocio, del erotismo acentuado y de lo bucólico de forma muy segura, muy consolidada.
Entonces, gradualmente y con calma como ya he dicho, vemos cómo la moral cristiana intenta penetrar en este idilio, rompiendo la algarabía hedonista con la norma, el cumplimiento estricto de la ley, la persecución, la culpa. Y es ahí cuando toma relieve, de modo incandescente, esa otra parte que es rabiosamente pagana, y que luchará por ello hasta el final. Las gentes de la isla, una unidad de anarquía forjada en el placer y la libertad compuesta por una pequeña multitud. La inteligencia del enjambre, en palabras ajustadas de Antonio Negri, donde el uno no necesita nada más porque ya lo es todo en la colectividad. Nos hallamos ante un mundo, que desconocemos, pero que podía haber sido. Las mujeres y hombres de Summerisle no son más que las almas muertas que han resurgido de aquella inquisición nunca vengada, de todo un cúmulo de saberes que fueron aniquilados. Summerisle se transforma así en la total demonstratio de lo que Hardy plantea, si bien no como el paraíso, al menos como el gran desconocido que perdió su oportunidad y ahora la toma por la fuerza. Donde era hermosa la vida y hermosa la muerte, como nos cantan desde el sur los tambores del candombe. Por lo tanto, esa búsqueda de justicia, la figura del policía como héroe, se transforman, o más bien, son transformadas en el contexto ciertamente luciferino de la isla, en todo lo opuesto. La no justicia, el anti héroe de penoso final. La fotografía y la música compuesta por Paul Giovanni, magistrales, son un añadido fundamental en la historia, en su acentuación de una cierta melancolía de fondo, quizá la melancolía del obligado aislamiento para conservar la valiosa felicidad. Pocos momentos en el cine han jugado musicalmente de un modo tan atinado, en el fluir de este par dicotómico del bien y el mal, como en la hermosa canción Willow’s Song interpretada por la magnética voz de Rachel Verney. La dulzura extrema de un folk lejano, campestre, contrastados con esos minutos suspendidos que preceden a lo fatal: esa muerte horrible del heróe-anti, cuya chamusquina podemos llegar a oler a través de la pantalla. Y la piel se nos pone indefectiblemente de gallina en estos momentos donde la música ejerce de celestina triste, tristísima, entre ese gran bien y ese gran mal. El sacrificio del policía entrometido, el castigo terrible que no deja de ser nuestro castigo.
También es clave la escena en que cantan en la habitación de la posada donde termina el desdichado policía. Ese poli que creía que lo sabía todo, pero que no sabe nada. Ese poli que acaba dando lástima porque somos nosotros aunque de nuestras bocas no salga la palabra de Cristo. Cantan lánguidamente, con los ojos casi en blanco, la perfecta Gently Johnny, en unión completa (la fuerza del grupo frente al individuo que impone en su terquedad).
De este modo, la película va avanzando en un fango lleno de molestas e irritantes adversidades. Porque otra de las grandezas de la misma es mostrarnos que nuestra médula contiene abundante religión, aunque lo ocultemos con cientos de sofisticadas máscaras. Más allá de que pueda reprochársele a Hardy haber elegido precisamente a una niña como objeto de sacrificio, no olvidemos que en el final, en el final determinante, pictóricamente ígneo, es un hombre el sacrificado. Además que la película es tan rotunda, que le escapa incluso al género. Y claro que Occidente continúa desprendiendo prejuicio, prepotencia, dominio…aunque algunos se empeñen, o más bien les conviene no verlo, no ver que los colonialismos se perpetúan. Lo que ha cambiado es la forma en que nos mantienen como carne de cañón.
Pero en el fondo, no somos nadie frente al poder del gigante, el hombre de mimbre, donde arden al fuego más rojo nuestras secretas y lamentables miserias.
¿sabes si algún animal sufrió maltrato en el rodeje de este filme? me refiero especialmente a la escena final.