El reverendo (First Reformed)

Dios es cine. La ausencia de Dios también es cine Por Aarón Rodríguez

Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos/a la noche, que es negra y muy hermosa/porque el sol de la vida la ha mirado/con sus ojos de fuegoMiguel de Unamuno, El Cristo de Velázquez

01. Películas y paradojas de la fe

Si exceptuamos los paréntesis de pánico en las salas de espera de los hospitales, en los paritorios, en los tribunales de oposiciones o en las misas de muertos, lo cierto es que cada vez se esperan menos cosas de Dios. El ciudadano medio, quiero decir. El hombre o mujer cotidiano que está ya agotado de los escándalos de pedofilia, que no se deja seducir por esa versión cada vez mayoritaria de la creencia cristiana desmesurada, homofóbica, excluyente, intolerante, que exige muchos hijos, un diezmo, retiros espirituales y un retorno a un modo de vida “tradicionalista” – lo que quiere decir a la vez injusto, antimoderno y anacrónico. De Dios, en realidad, no se espera gran cosa salvo que quizá exista después de la muerte, o que no llame a nuestra puerta enfundado con el disfraz de la secta, del terrorista o del cobrador de impuestos. Dios resistirá, claro, pero… ¿a qué precio? ¿y con qué máscara?

De ahí que el gran problema mayúsculo de ese totum revolutum que es el cine religioso generalmente se reduzca a una formulación compleja: ¿cómo encontrar una forma fílmica que hable de Dios? O más concretamente: de la experiencia fenomenológica concreta –no hay otra, no tenemos otra- del hombre frente a Dios. Porque cintas alrededor de Dios hay muchas: centenares de productoras católicas y protestantes llenan las parrillas de las televisiones neoconservadoras con ellas. Alguna incluso llega a las salas y entonces desde los altares y las revistas del ramo se nos sugiere acudir reverencialmente a ver esta o aquella producción porque tiene valores. Eso de tener valores no deja de ser un tema delicado y discutible, porque el problema no está en lo que se muestra, sino en la forma en la que se muestra. Se pueden tener unos valores maravillosos envueltos en una forma fílmica extraordinariamente perversa. No se puede rodar el Bien igual que se rueda un anuncio de telefonía móvil, pero casi nadie parece entenderlo.

Luego está esa línea tan fina que recorre a los grandes directores que han decidido reflexionar sobre la naturaleza espiritual, la posibilidad espiritual del cinematógrafo: Dreyer, Bergman, Tarkovsky, Pasolini, Friedkin, y ahora también, Schrader. Lo que pasa con estos directores es que nunca sirven para hacer filminas edulcorantes y edulcoradas, sino que se encuentran en una tensión constante, profunda, con las aristas y contradicciones de la fe. Y eso incomoda, claro, porque siempre resulta mucho más fácil que Otro –el texto evangélico, el intérprete privilegiado e inefable, el buen pastor amigo, el sabio consejero espiritual de confianza- nos señale cómo creer y qué rasgos concretos de nuestra conducta –de nuestro cuerpo, de nuestra oración y nuestro pensamiento- garantizan la salvación. Cuando se retira esa seguridad sin retirar la idea de Dios, entonces se abre el verdadero abismo –y la verdadera grandeza- de la experiencia religiosa. Y entonces el cine deja de ser un aparato que registra buenas prácticas y se interna en otro territorio: el de aquel que, como apuntaron en diferentes lados Pascal y Unamuno, es capaz de arrodillarse ante la posibilidad misma de que Dios exista.

02. Creer desde la soledad

Ciertamente, ya se han apuntado en otros lados las conexiones que parecen deslizarse entre Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) y El reverendo (First Reformed, Paul Schrader, 2017). Hay elementos narratológicos y estructurales que sugieren una posible reescritura, si bien parcial, del texto bergmaniano. Ahora bien, si uno se queda deslumbrado en los detalles periféricos puede perder la potencia del diálogo que se establece entre ambas películas.

Y es que, vamos a decirlo claro: lo que se juega en ambas cintas tiene que ver con el orden de la creencia y de la comunidad. En la primera, Bergman reduce el tiempo y los personajes para poder ahondar con rigor en el vacío de los gestos religiosos. De nuevo, hablamos de fenomenología. Un pastor que no cree y que, sin embargo, ejerce sistemáticamente los rituales de la celebración ante unos fieles que no esperan gran cosa de su presencia. El impresionante arranque de la cinta, con la grabación directa de una celebración religiosa, es una de las grandes cimas de la Historia del Cine: cada plano reflexiona sobre un acercamiento ante lo sagrado, cada angulación de cámara y cada corte de montaje está al servicio de una pregunta fílmica concreta sobre la naturaleza de la eucaristía. Es en la forma donde se despliega el poder y la tristeza de lo que ocurre: los asientos vacíos, el gesto piadoso de la anciana que susurra el himno con los ojos entrecerrados, los fundidos encadenados que despliegan ese invierno inhumano e implacable fuera del templo. En Schrader parece que nos encontramos ante un ejercicio paralelo –también comienza su cinta con una celebración poco concurrida de la liturgia-, si bien ante nosotros se incorporan mediante montaje insertos del sacerdote protagonista escribiendo en su diario.

La modificación del punto de vista es total y será abrasadora: el pastor de Schrader se manifestará abundantemente mediante una voz en off en la que hay una autoexigencia pura de sinceridad. El de Bergman quedará siempre envuelto por un silencio angustioso del que apenas saldrá para rezar o para maldecir –¡Qué imagen tan grotesca! Afirma ante una crucifixión de su templo. El primero arrastrará la posibilidad de la fe hasta sus últimas consecuencias, incluso cuando se convierta en algo tan oscuro y abrasivo que amenace con llevarle directamente al asesinato. El segundo emergerá como pueda desde su interior incluso cuando no hay prácticamente nadie para dar constancia de la creencia.

De tal manera que, en lo común, ambas películas ponen el foco en el aspecto necesariamente solitario, angustioso, oscurecido de la fe. En Schrader hay una colección portentosa de planos nocturnos en los que su protagonista espera, escribe y bebe generalmente reencuadrado a través de diferentes puertas. La espera –de la enfermedad, de la catástrofe- constituye un problema de primer orden. La noche es el espacio en el que nada queda salvo el propio cuerpo y la propia pregunta, la propia escritura y la imposibilidad de escapar del mundo que uno realmente habita. Cuando se rompe esa especie de sortilegio y llega un cierto Otro amado –la embarazada interpretada por Amanda Seyfried-, la película de Schrader se equivoca y comete el que quizá sea su único fallo mayúsculo: la introducción de esas imágenes subrayadas y oníricas entre el juego erótico y la iluminación new age. El amor no es la solución, por mucho que al final la cinta rubrique salvaje y torpemente esta idea.

Al contrario, en los planos de pura oscuridad, los planos invernales de escasa iluminación y voz en off susurrada es, precisamente, donde se desvela con mayor claridad la conexión con Bergman: el pequeño mundo íntimo, el mundo roto, la imposibilidad de comprender ciertos sucesos demoledores –el hijo muerto, la mujer muerta-, y ante todo, la manera en la que la fe se desliza, se mezcla con el delirio, se materializa. Tanto Bergman como Schrader no pueden dejar de quedarse asombrados ante una cierta idea: cómo algunos cuerpos –los de los pastores- pueden permanecer en sus iglesias intentando sustentar el sentido de la idea de Dios allí donde todo el mundo se parte en incontables pedazos. ¿Cómo un hombre frágil, un hombre arrasado por el dolor, un hombre carcomido por la enfermedad –el cáncer, una gripe salvaje- tiene los redaños de subirse a un púlpito para seguir señalando al cielo? ¿Y qué ocurre en sus tiempos de espera, los tiempos en los que no ejerce y se encuentra atrapado en su propia soledad? ¿Qué contradicciones le atenazan ante la posibilidad –central en ambas cintas- de no entender el perdón de Dios?

Porque entender la idea del perdón, de la absolución –especialmente en el sentido católico, que queda fuera de ambos metrajes, pero en íntimo diálogo-, es algo que se mantiene latente en ambas películas, escandalizando, quemando. Perdonar al pecador concreto, que igual es el bebedor consumido que atiende a escolares con una gran sonrisa, o el hipócrita que va dando lecciones de vida a su congregación, o el ambientalista que decide inmolarse para salvar el medio ambiente, o sobre todo, el buen padre que se descerraja un tiro en mitad del bosque dejando atrás una mujer y varios hijos. Ya no basta –no ahora- con dejar a los suicidas pudrirse fuera de la tierra santa y condenarles para siempre al Infierno. Ya no basta con confiar en la bondad de los desconocidos. No es suficiente, y ambas películas lo saben: ¿Cómo puede Dios perdonar(se) y perdonar(nos) en un mundo necesariamente injusto, brutal, un mundo imposible de habitar?

Y así, la soledad trepa por el interior de ambos protagonistas y bloquea la posibilidad de amar al prójimo. Bloquea la empatía, bloquea incluso la capacidad de leer el mundo en el que se habita. Bloquea el consuelo, bloquea la posibilidad de que exista, ahora sí, una Palabra –la Palabra de Dios- que sea capaz de ordenar el sentido del mundo. Y lo que queda debajo –los cuerpos podridos de eccema, las chimeneas humeantes de las grandes corporaciones- simple y llanamente, no valen gran cosa.

En esta dirección, merece la pena señalar un dato capital: el buen sacerdote de Schrader, sin duda unos de los personajes más inteligentes que nos ha dado el cine contemporáneo, en ningún momento plantea siquiera remotamente la posibilidad de que Dios interceda explícitamente para salvar al mundo del inevitable colapso medioambiental. Esperar algo, por poco que sea, es un acto que –yo mismo lo apuntaba al principio del texto- hoy en día no estamos en condiciones de formular. Volvamos a la base de la teodicea más básica: si Dios no intercede en actos de maldad pura como los asesinatos masivos de niños o las brutalidades extremas cometidas en su nombre, ¿se va a molestar realmente en hacer algo o tiene alguna legitimidad para perdonar algo? Y no, no me vengan a estas alturas con el libre albedrío, los misterios inexplicables del plan/designio divino, el mejor de los mundos posibles y otras zarandajas. En 2018 ya es tarde para tragarse esa píldora. Y si no lo creen, les recomiendo que acudan a cualquier servicio religioso un domingo por la mañana y cuenten a la gente que acude. No a las ceremonias particulares de los movimientos ecuménicos de mayor solera, herméticos y en silenciosa tensión con la ciudadanía: hablo de las parroquias de barrio, de las misas de doce de aquí al lado en el que apenas languidecen (languidecemos) ya apenas un puñado de creyentes al borde de la desesperación. Sobre los confesionarios se desliza el polvo y el silencio, y no es tanto porque –como apuntaba quizá equivocadamente Foucault- el psicoanalista o sus derivados estén ocupando el lugar del sacerdote en la escucha de lo inconfesable. No. Es algo más sencillo: ante el silencio de Dios –tema mayúsculo de Bergman, tema extraordinario y central en su filmografía-, ¿por qué tiene el hombre que seguir hablando? Ante la injusticia manifiesta de lo real, ante el deterioro económico, social, ambiental, personal, y en sumergidos en ese doloroso silencio en el que únicamente podemos intuir la presencia de Dios a partir de los actos de otros hombres, ¿cómo entender la profundidad de la salvación?

No. No y mil veces no. No hemos sabido inventar una respuesta lo suficientemente sólida al problema del mal como para salvar a Dios, y Bergman lo supo con claridad cristalina. De ahí que a partir de El silencio (Tystnaden, 1963) la idea de Dios empiece a escucharse únicamente en sordina y al final, pasado el umbral de los sesenta, confiese abiertamente su desesperanza. De ahí también que el desafortunado censor oficial del régimen franquista Staehlin escribiera algunas de las páginas más vergonzosas de la crítica patria a propósito de obras maestras incontestables como Persona (1966) o, muy especialmente, La hora del lobo (Vargtimmen, 1968).

En España –lo demuestra el extraordinario libro de Rosario Garnemak al respecto- tenemos mucho que callar sobre la recepción, distribución y profanación de la obra del director sueco. El Bergman troquelado al gusto y disfrute del César Visionario, de las banderas victoriosas y el paso alegre de la paz. Pero ante eso, en fin, parece más prudente permanecer callado.

 Collage First Reformed - Los comulgantes

El reverendo (izquierda) y Los comulgantes (derecha)

03. La introducción del mundo

El segundo matiz mayor entre Los Comulgantes y El reverendo tiene que ver con la introducción de una línea abrasiva proyectada hacia el futuro. En la primera película, el drama se abre y se cierra sobre la figura del pastor Tomas (Gunnar Björnstrand), acotando la película a un arco de transformación interior. La película es el personaje, y de ahí su abrumadora capacidad para experimentar esa suerte de deslumbrante final en el que la palabra sagrada puede, pese a todo, ser pronunciada. En El reverendo hay dos fronteras algo más complejas que Schrader ha sabido insertar en el texto sin torcer su sentido: la muerte interior –la enfermedad del pastor- y la muerte exterior –la desaparición total del mundo en una catástrofe medioambiental.

Volvamos a la forma. Si tenemos derecho a detestar aberraciones como Una verdad incómoda (An Inconvenient Truth, Davis Guggenheim, 2006) o como esos documentales “comprometidos” que nuestros amigos bienintencionados comparten en sus muros de Facebook para convencernos de que dejemos de comer carne, es porque sus imágenes no significan prácticamente nada. No se hacen cargo del horror real de la situación, a veces por explícitas –lo de asustar a las bellas almas con las enésimas torturas de reses en el matadero, después de Fassbinder, nos queda un poco lejos-, y porque tampoco saben narrativizarlo. Al Gore ofreciendo una charla TED de hora y media es una pesadilla audiovisual, seamos sinceros.

Ahora bien, El reverendo hace de la destrucción de la tierra una cuestión personal y, al mismo tiempo, sagrada. Ya no se trata únicamente de destruir “la obra de Dios” –tema que la película ilumina pero que, sabiamente, aparta con cuidado-, sino de preguntarse por la cuestión del legado en un mundo completamente arrasado. La niña-sin-padre nace para morir en un planeta destruido, un planeta en los límites mismos de la posibilidad de supervivencia. Cuando su padre justifica el aborto desde una perspectiva basada en la supervivencia, es imposible no sentir un terrible acongojamiento ante lo real de esas palabras. Quizá recuerden ese momento deslumbrante en Melancolía (Melancholia, Lars von Trier, 2011) en el que Claire (Charlotte Gainsbourg) se da cuenta, de pronto, de que su hijo morirá en la catástrofe. Schrader ha cogido ese parpadeo fílmico y lo ha elevado durante una docena de escenas, lo ha guionizado hasta sus últimas consecuencias y nos ha dejado, en el umbral, la certeza absoluta del drama ecológico que nos rodea. Ya no se trata de darle un donativo a Greenpeace, de hacerse vegano o de beber leche de soja. No. La cosa es que nuestros hijos y nuestros nietos van a morir en un mundo sin Dios. El peso de semejante afirmación, desmesurado desde cualquier punto de vista, encuentra una forma fílmica para encarnarse. Y ahí la película se vuelve gigante, una obra maestra: las imágenes –el cadáver del padre, la búsqueda desquiciada del pastor por internet, los coros melifluos y sosipavos de los chicos de la iglesia- comienzan a desgarrarse desde dentro, hasta acabar con esa extraordinaria metáfora del todo: la sotana blanca, con puntuales manchas de sangre. Implacable. Impecable.

Schrader ha arrancado los materiales básicos del texto bergamaniano, pero a la vez, los ha llevado a una nueva dimensión del decir: ya no basta con quedarse atrapado en el drama íntimo de la creencia –drama que, queda dicho, dista mucho de ser individual y de ser subjetivo-, sino que es necesario elevarse para tomar una decisión ética radical: si Dios no está por la labor de manifestarse explícitamente para dotarnos de sentido, lo único que nos queda es la acción humana, desquiciada y completamente extrema. Es una verdad revolucionaria, esto es, verdaderamente religiosa: enfrentarse con el mal a pecho descubierto ante la certeza de que no se tiene nada (ni futuro, ni horizonte, ni redención). Ese es quizá el umbral del cine religioso de Bergman, y por eso quizá Schrader ha leído mejor que nadie sus posibilidades y sus carencias.

 Collage First Reformed - Los comulgantes 2

El reverendo (izquierda) y Los comulgantes (derecha)

04. Conclusión: Ora pro nobis peccatoribus

Y tal es el Dios del amor, sin que sirva el que nos pregunten cómo sea, sino que cada cual consulte a su corazón y deje a su fantasía que se lo pinte en las lontananzas del Universo, mirándole por sus millones de ojos, que son los luceros del cielo de la noche. Ese en que crees, lector, ése es tu Dios, el que ha vivido en ti, y nació contigo y fue niño cuando eras niño y fue haciéndose hombre según tú te hacías hombre y que se te disipa cuando te disipas, y que es tu principio de continuidad en la vida espiritual, porque es el principio de solidaridad entre los hombres todos y en cada hombre, y de los hombres con el Universo, y que es como tú, persona. Y si crees en Dios, Dios cree en ti, y creyendo en ti, te crea de continuo. Porque tú no eres en el fondo sino la idea que de ti tiene Dios

(Miguel de Unamuno, Del Sentimiento trágico de la vida)

La categoría de cine religioso es, en sí misma, contradictoria. Si el cine trabaja radicalmente con la materialidad del mundo, la ordenación concreta de ciertas posibilidades significantes debería desvelar –la cursiva es clave- aquello que lo trasciende. Paradoja: no se trata de hacer poesía con la forma, se trata de acudir al corazón mismo de la pregunta por aquello que escapa de la materialidad. De ahí que el cine religioso de Bergman siempre sea capaz de llenarnos de asombro y, en muchos aspectos, de seguir siendo inimitable. No se trata de empujar hacia una creencia –pobre de aquel que lo intente, pobre de aquel que se deje empujar. Se trata de hacer brotar de los gestos del mundo la posibilidad o la imposibilidad misma de un Dios.

Bergman no define ningún Dios. Lo persigue, lo sugiere, lo convierte en puro amor –la famosa y extraordinaria pasión compositiva de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972)-, se encara contra Él, lo niega y lo recupera. Es un Dios que emerge de la propia experiencia humana y, por lo tanto, que está irremediablemente conectado con el mal –El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960)-, con el delirio –Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961) -, que suele ser representado en el punto máximo de su dolor: el Gólgota, la angustia, el desgarro. Es un Dios que permanece hierático –Saraband (2003) -, mientras que los hombres y mujeres inventamos máscaras y máscaras para comparecer ante Él. Por eso su obra es extraordinariamente cercana, porque se escapa de la vieja tradición tan querida a las instituciones del poder –adoctrinar, llevar por el buen camino, pacificar-, y utiliza sus imágenes en dirección contraria: reflexionar, impresionar, paladear. Es una cuestión de cámara, de tiempo, de iluminación. Dios es cine. La ausencia de Dios también es cine.

Es difícil –pero no imposible- encontrar a sus discípulos. Wenders en los ochenta. Las majestuosas y queridas películas de Daniel V. Villamediana. El Xavier Beauvois de De dioses y hombres (Des hommes et des deiux, 2010). Kieslowski. Kiarostami. Liv Ullmann. Agnieska Holland. Hombres y mujeres que en algún momento decidieron formular esos dos enunciados tan portentosamente desmesurados: Dios es cine. La ausencia de Dios también es cine.

 First Reformed 2017

 

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Comentarios sobre este artículo

  1. cinefilo dice:

    Estupendo análisis y uso de referentes…me ha gustado.
    Un único pero….yo no veo tan claro(SPOILER)que ese final sea»real»(y por tanto decepcionante) y no una realidad paralela que se nos muestra sin avisarnos del cambio de plano…es decir…que cuando va a beberse el veneno se lo bebe en realidad y todo eso que vemos es más un deseo redentor…por así decirlo el final felíz que en realidad no pasa,solo que no nos avisa de ello y nos hace cual trilero un cambio de realidades sin avisar…no se si rebuscado, pero me ha quedado esa sensación al verlo.

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